Del frío al fuego/Capítulo X
Capítulo X
Han barrido las olas. Se las ha llevado consigo el viento y no queda más que el patio infinito de suelo de cristal en que ellas juegan a las niñas o a las furias.
El mar está vencido, dormido bajo el aire quieto, bajo el cielo de cúpula translúcida de horno cuyo sol ardiente triunfa inmóvil en el cenit. Yo no había visto ni concebía siquiera el mar así. Y todo es de color de tersa plata clarísima, el mar y el cielo -un chinato lanzado al agua engendraría el perfecto círculo creciente que en un estanque.
El buque va dejando a los costados la ondulación que dejaría el paso suave de una mano en una tina.
Teníamos la esperanza de algún alivio de frescura en la salida del Rojo, y es más grande el fuego aquí, la llama fluida del ambiente, a pesar de llevar navegando muchas horas por el estrecho de Badel-Mandeb, cuya tórrida costa septentrional divisamos, de tiempo en tiempo, peñascosa y seca.
Hoy da lo mismo el interior que la cubierta. Está todo penetrado por igual de calma y de bochorno. Las ropas parecen recién acabadas de pasar por una plancha. Se toca un hierro a la sombra, buscando su consuelo, y está más caliente que la mano. Hay que tener los brazos separados del tronco, las piernas una de otra. Se querría sudar y no se suda; la piel parece urticada; yo creo que encima de ella, los hombres, las damas, llevamos nada más las blancas telas salvadoras de Port-Said: cuando menos, de mí estoy seguro -y a través de una batista sutilísima de Pura, habríamos jurado Enrique y yo que la hemos vislumbrado por la espalda el tono limón del corsé directamente sobre el tono rosa de la carne.
No se levanta ni el más leve soplo de contramarcha, a pesar de que, según el capitán, corremos a veinte millas. Un fósforo encendido en nuestra eólica región de junto al puente, ha mantenido recta su llama, casi invisible en el aire flemoso, como al sol. Lo hemos apagado antes de lanzarlo fuera del barco, que se diría que iba a encenderse como yesca; antes de lanzarlo al mar, que se diría que puede arder como una balsa de petróleo.
¡Tierra! ¡Tierra!... otra vez.
Sí; una punta gris, roquiza, perdida en la calma. Ni una gaviota, ni un pájaro.
Nos hemos bañado dos veces, y puede afirmarse que medio pasaje espera al turno por las galerías. Sensación harto africana. Los tresillistas no han tenido valor para seguir. La cubierta está llena de mesitas, adonde no cesan de pedirse helados. Don Lacio lleva seis, con éste que se bebe de un golpe. Propone al fin que nos tiren a los pasajeros al mar, con calabrotes amarrados a la banda.
-¡Eso que tocan es fresco! -grita después oyendo música abajo.
Descendemos. Está Charo al piano, acompañando al relojero. Lucía canta, y al poco Sarah, él titiritando de frío... de La leyenda del monje, a petición del auditorio.
Sirven poco las mangueras, puestas en las filas abiertas de ventanillas del comedor. Los abanicos mariposean con furia, y creeríase que no son capaces de alterar la sofocante pesadez del aire. Yo oigo que Pura le explica al relojero que ella ha tomado tres duchas... «recibe el chorro en la cintura, donde tiene brasas...» Claro es que se tutean: son novios.
¡Tierra! ¡Tierra otra vez!... a las tres de la tarde.
La vemos por las ventanas, armadas de las mangueras como anteojos. Es una monótona muralla de rocas color de cinc. No está largo. Sus grietas se divisan.
Y el caso es que el relojero toca el violín con maestría. Ahora es la siciliana de Itgen, que la india le acompaña... ¿Cómo puede tocar con tanta dulzura un necio?... porque lo es, no cabe duda.
La pobre india tiene los dedos llenos de brillantes, y una sonrisa muy dulce cuando mira al relojero -que mira a ratos más a los brillantes que a las notas. Ella es la única que no se queja del calor. Empieza a hallarse en su elemento.
A las cuatro estamos nuevamente en la cubierta. Empiezan a cruzarnos, por delante del torvo acantilado, que parece reseco y gris la escombrera de un mina donde fueran echando las escorias encendidas, pequeños buques, bergantines; lanchotes de grandes velas que indican la proximidad del puerto.
Efectivamente, entramos media hora más tarde en Aden.
Vamos llegando en silencio. Vamos acortando en silencio la marcha, sin apenas curiosidad en nuestro ahogo. Tan sólo despiertan alguna, mezclada de recelo, los ejercicios de cañón de un fuerte inglés, que domina lo más alto de las broncíneas rocas. El blanco es una boya que está del lado opuesto a nuestra ruta. Los proyectiles le caen cerca, a cada disparo, levantando surtidores de agua. Piensan muchos que esperarán mientras cruzamos, y hay un momento de ansiedad al ver la nubecilla de humo en el fuerte, precisamente cuando pasamos su línea...: el proyectil cruza zumbando por encima de nosotros...
Y nada más. Atrás, se queda el fuerte... sigue la cadena de rocas combándose en un anfiteatro que nos muestra la ciudad.
Paramos -lejos, muy lejos, en la abierta rada. No reina entre el pasaje el gozo. -El calor y la advertencia que se nos ha hecho a todos de las piraterías de los árabes, nos hace mirar al puerto siniestramente. De noche resulta temerario volver al buque en las lanchas, y aun de día suelen los lancheros, a despecho de la vigilancia inglesa, pararse en la mitad exigiendo triple o cuádruple del alto precio convenido.
Por lo demás, ni a tal riesgo creo que habría modo de visitar la población, tendida enfrente cuesta arriba por los áridos peñascos y debajo de otros fuertes. Han sonado las cadenas de las anclas y no se ve un barco hacia nosotros. Apenas un vaporcillo distante, contra la tétrica valla petrosa de bronce obscuro a cuyo pie llega el mar muertamente. Una decoración dantesca. Si hay algo en la tierra capaz de recordar un desolado infierno, es este paisaje. Barcazas monstruosas, con grandes velas negruzcas, que caen plegadas, se deslizan a remo al pie de la costa horrible como por un lago de fundido plomo.
Diríase que el calor, que aún nos parece más grande en tales quietud y abandono, nos concentra en una rabia sensual que nos haría mordernos desesperadamente unos a otros. Pura, a pretexto de abanicarse, va ensanchándose con la otra mano el improvisado escote del matiné; y mucho será si el relojero no está viendo curvas vivas. Charo, en un momento que la encuentro por la otra cubierta mirando al agua, se queja de la soledad:
-¡Ha visto usted, capitán!... ¡qué escala!
-¡Oh, condesa!
-¡Aquí ni siquiera vienen esos chicos a la mer!... a la mer!... ¡Ha visto usted, capitán! ¡qué desdicha!
Sonríe, mostrando la dentadura igual y blanquísima entre los labios secos, muy rojos. Parece siempre esta mujer una de esas viejas partiquinas de ópera que aún resultan gentiles jovencitas a cien pasos. Por no responderla otro calamburesco disparate, contesto una tontería.
Bajamos a comer. El capitán, con gran contrariedad de Pascual, sigue aconsejando que nadie desembarque. La ciudad, con sus casas blancas y sus calles en cuesta, no tiene de particular más que cuarteles, un cementerio y los grandes aljibes descubiertos, que recogen y guardan como tesoro, pues no hay otra, el agua de las lluvias. Suele llover cada tres años. Las nubes, aun las más ligeras, son entre tanto la más rara novedad por este cielo desesperadamente limpio... desteñido y pálido de tanta luz. El poblado indígena, situado al lado opuesto del abrupto valladar, sólo puede visitarse a caballo, con peligro de ser robado en el camino.
¡Oh, Arabia deliciosa, decididamente no invitas al viajero! ¿Por qué entonces parar? Nos faltan provisiones, carbón... este carbón maldito que tragan a toneladas las máquinas.
Y se engañaba la condesa.
-¿Eh?... señora -le digo-, ya están ahí... a la mer!...
«¡A la mer!»
«¡A la mer!»
Lo oímos por las ventanillas. En una aparece como un tití un chicuelo, que mira adentro y desaparece, tirándose al mar de espaldas.
Una especie de Abraham inmenso, vestido con una rayada túnica verde, asoma y se detiene en la escalera, ofreciéndole al comedor estuches de joyas en las manos extendidas...
-¡Jup! -grita desde el frente el capitán lanzándole arriba, como a una bestia.
Y se oyen gritos, barullo, en el exterior. Es la invasión mercantil que ha empezado.
Las señoras abandonan las mesas, pronto.
Encontramos, efectivamente, en la cubierta la misma feria que en Port-Said, sólo que más abundante y definitivamente instalada, contando sin duda los mercaderes con la costumbre de los pasajes de no desembarcar.
Hay animación. Fuera, rodean la escala los lanchotes cargados de repuesto y la flotilla de buzos... «¡Peseta! ¡Peseta!... A la mer!...» Dentro, sobre telas extendidas, han puesto los árabes sus racimos de dátiles y plátanos, sus marabúes, sus grandes plumas de avestruz rizadas y blancas. Más allá, siguiendo la borda, son los hieráticos judíos que cambian plata inglesa y brindan collares y sortijas de oro, cajitas llenas de zafiros, de jacintos, de esmeraldas. Luego, negros estatuarios que venden abanicos tejidos de Palma en hoja de corazón, cestos, sillones de bambú, largos canapés que van izando con cordeles, según realizan, del depósito que flota afuera.
Estos negros nos admiran. No entran en tipo alguno etnológico. Cubiertos por un calzón que les llega a las rodillas, tienen los dientes de un color pulido y puro de caoba, y las largas cabelleras rubias, rubias, de un rubio claro y limpio de llama de oro que deja tamañito al de nuestra espléndida condesa. La trae don Lacio precisamente a que se informe...
-¡Vaya usted al cuerno, caray! -repróchale la condesa tropical singularísima.
Pero escucha al sobrecargo, que explica cómo los negros cambian su negra lana enmarañada en esta suave seda luminosa. Se cubren la cabeza con cal. Nos muestra algunos, jovencillos, que todavía conservan blancos pegotones en su pelo en transición, horriblemente jaspeado de obscuro y de lívidas mechas.
-Un tocado de una vez, ¿eh? ya lo oyes -dice don Lacio-. ¡Dura siempre!
Sólo que Charo se ha alejado a un tenderete de abanicos. En este artículo se carga. Una hora después, todos los tenemos a manojos.
Recorro los grupos. Lucía ajusta un boa de marabú. Su inglés le hace ser solicitada como intérprete forzoso en varias transacciones.
Pascual, en un rincón, trata por señas, con un judío, cambios de alhajas; mientras, su mujer, valiéndose de la fácil mímica de Enrique, discute el precio de una gran pluma archiduquesa, que puesta en un sombrero le llegará a la cintura... Enrique, para entenderse, se sirve de monedas de distintas clases mostradas en la mano.
¡Dollars! ¡Dollars!... ¡peseta!... dos, tres, quince, indicados con los dedos...; es lo único que dicen los bizarros comerciantes.
Gritan, procurándose público, a la otra banda, los pequeños nadadores. Realizan prodigios y acaban por tenerlo todo al anochecer, cuando empieza la feria a disolverse. Por piraguas traen pequeñas balsas de troncos atados, y reman con astillas. Gatean inverosímilmente, subiendo por el casco hacia la borda, cogidos como no se sabe a los pequeños relieves de las cuadernas y los remaches de los clavos, para lanzarse después en arcos maravillosos desde enorme elevación.
Cuenta el sobrecargo que, en el viaje anterior del Reus, uno de estos pequeños buzos no salió más, cogido por mi tiburón...: sólo volvió a la superficie una manchita de sangre...
Yo me estremezco, pero la compasión va más a mi ridículo dile al muertecillo infeliz. Miro a los compañeros suyos, a los negritos de rubias cabelleras que siguen sonrientes sumergiéndose sin miedo a tiburones... En mi viaje heroico... he aquí lecciones infantiles de heroísmo detrás de una peseta... -y se me ocurre dudar si no estaría Nelsón pálido siquiera delante de Trafalgar.
Hace señas uno que acaba audazmente de arrojarse desde un mástil, adonde le persiguió un marinero. Porques estos héroes, roban si pueden, por lo visto -«golfos de mar»: al bajar al camarote mis compras, he sabido que están cerrados los huecos que dan afuera, a causa de que los osados chicuelos entran hasta por las redondas ventanas, como lampreas... Hácele entender el muchacho, a su público, pronto fatigado de tirar monedas, que por una peseta cruzará ahora nadando bajo el barco. Se la echan... se sumerge tras ella... corremos a la opuesta banda, y tarda el chico...; es casi de noche... se ve mal... por último rompe el agua tranquila su cabecita dorada, su carita negra, sonriosa...
Más he aquí otro extraño espectáculo que se acerca por la perlina penumbra en que se ha borrado la ciudad y que hace sentenciar nuevamente a don Lacio, después de fijarse un poco:
-¡El Oriente es inmoral! ¡Ah, señoras!
Trátase de tres enormes gabarras lentamente conducidas en reata por un remolcador. Tres flotantes montañas de carbón, mejor dicho, encima de las cuales vienen cientos de negros desnudos.
Afortunadamente la semiobscuridad es púdica, y sólo algunas que otras siluetas se recortan contra los rojos llamarazos de unas luminarias que trenzan sus lenguas de humo. Trae cuatro de estos fuegos, cada gabarra, que pronto sueltas en rápida maniobra que se realiza entre aullidos, lanzan cables a la borda, como serpientes polvorientas... ahuyentando a las señoras...
Parece un fantástico abordaje, por el gritar, por la febril agitación de los demonios negros armados de sus palas, en hormigueo incesante entre las rojas lumbres... Parecen las barcas de Caronte. Pronto también los marineros cogen las maromas y arrastran hacia las carboneras de ambas bandas las diabólicas embarcaciones... El remolcador se va. Hay tarea para la noche.
El humo de las fogatas nos atosiga, el creciente y furioso chillar nos ensordece, y nubes de polvo de carbón empiezan irremisiblemente a envolvernos por todos lados.
La noche cierra. Brillan las estrellas por el cielo inmenso como enérgicos tachones. Brillan más, aquí, que en parte alguna; de tanto fulgor no son redondas, y el mar, en su quietud soberana de espejo, las refleja todas limpiamente. Es salvaje, la noche, pero es en la ficción de la luz y las tinieblas hermosamente oriental. La ciudad muestra también a lo lejos sus luces, sus estrellas glaucas; y las vemos reverberarse en el agua con las rojas y verdes linternas de los barcos.
Mas, ¡oh, qué sonata, Dios! Cerca de nosotros, al centro del Reus, entre los flameantes braseros suspendidos, de hulla y brea, cuyo vivísimo fulgor traspasa el polvo fingiéndoles a los carboneros una maga apoteosis, es donde está el intenso foco de gritos fieros y sangrientos resplandores del soberbio panorama. Las diablescas siluetas, en su rojo antro vaporoso de polvo y humo, no cesan de cruzar en doble e inversa procesión la pasarela -unos cargados, al interior del buque, otros con las seras vacías, saliendo a hacérselas llenar por las palas y tridentes que atacan por todas partes la montaña negra...; todos deprisa, todos al trote, los que van y los que vienen... un trote perfectamente rimado, como una danza de fieras, en un canto salvaje que llega a ser casi dulce con su estruendo, saliendo de todas las gargantas a compás:
«¡Ala-cok... ala-cak! ¡ala-cok... ala-cak! ¡ala-cok... ala-cak!...»
Dicen -subiendo y bajando sólo, en cada frase, la segunda nota.
¡Oh, qué sonata!... Media hora, una hora, otra hora... Y siempre igual.
«¡Ala-cok... ala-cak! ¡ala-cok... ala-cak!...»
Pero el polvo acrece. Nos surmonta, nos envuelve. Mi blanco traje es gris. Se escribe con el dedo en el antepecho de la borda. Y el calor, el polvo, nos asfixian.
A las doce, no puedo más; bajo a mi camarote como la mayoría, echada de la cubierta. No hay nadie. Es tostarse, en el aire confinado. Huele como nunca a sus barnices, a sus resinosas maderas guardadas. Abro el redondo ventanillo y entra polvo y no entra aire. Vuelvo a cerrar... ¡Un martirio!
Por último prefiero tragar carbón bajo el cielo. Subo otra vez y arrastro mi canapé lo más que puedo hacia la proa, bajo el puente. Veo dormir a otros, en los suyos, acá y allá...
Me acomodo en la almohadita.
«¡Ala-cok... ala-cak!... ¡ala-cok... ala-cak!... ¡ala-cok... ala-cak!»...
Este estribillo me duerme.
«¡Ala-cok... ala-cak!.. ¡ala-cok... ala...
-¡Eh! ¡eh!... ¡mi capitán!
Despierto... ¡un negro!
¿Qué quiere?... ¿por qué me zarandea?...
Amanece...
-¡Arriba, mi capitán!... ¡Ala-cok, ala-cak! ¡ala-cok! ala-cak!...
Un negro, sí... un negro con toda la barba... ¡Don Lacio!
Se agita don Lacio como un perro al salir del baño y desprende nubes negras que flotan y caen pesadamente al suelo.
-¡Hombre, que va usted a llenarme, don José!
-«¡Quítate, que me tiznas!»
¡Horror!... ¡otro negro, yo mismo!...
-¡Ahora puede usted ir a todas partes! -me dice.
-¿Por qué?
-¡Porque tiene usted ropa negra, amigo!
Me levanto. Despréndese de mí el polverío... Todo es negro alrededor. Una nevada negra que ha caído sobre el buque. Sólo es blanca la huella de mi cabeza en la almohada. «Mi retrato, vaciado al carbón -un camafeo; o si se quiere una cama fea, negra, cochina, asquerosa...» -según don Lacio. Por suerte han desaparecido las balsas con sus demonios, y una ligera brisa riza el mar.
-¡No es ducha la que nos van a dar esta mañana!