Del frío al fuego/Capítulo XI

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo XI

Es nuestro tercer domingo de a bordo, y oímos la misa, en la ancha entrecubierta del palo mayor, frente al altar improvisado bajo un velacho a medio arriar en sus cordajes, formando baldaquino. Gran concurrencia y caras alegres, gracias al mar bien humorado. Es un tirano el padre mar, que se extiende ahora planamente rosado al infinito: si ríe, todos gozosos; si se entristece, no hay más remedio que imitarle.

Pero la francesa no ha acudido, defraudando al grupo de «señores de misa de una», como disculpa humorísticamente el capitán a estos que no vienen a oírla jamás, «porque es temprano». No habrían venido hoy tampoco en no siendo por madama. No la vemos; sigue, pues, la reclusión del camarote.

-Grave debió de ser la falta -comenta don Lacio-, ¡ah, ladrón de doctor!

Sólo que mira al húsar, al decirlo -porque como en el mar y en la tierra, según él, unos cardan la lana y otros se llevan la fama, estamos ya más de tres en la evidencia de que el pobre doctor Roque se pudo calzar el tiro por cuenta de Enrique..., más y más anticipadamente aprovechado en el misterio de la noches...

Acaba de confesármelo, él propio, antes de venir a misa -viendo que ya algunos le hacíamos objeto de indirectas a cargo de otras del capitán, entre amenazadoras y afables, siempre que nos quedamos «los íntimos» hablando del suceso... o lo que es igual, riéndonos del doctor.

-Bien cuando vuelva a marearse, le haremos la guardia, querido -insiste don Lacio- ¡Da mucho de sí el mareo bien administrado!

Enrique tira de mí, cuando bendice el cura.

¡Oh portento!... es el hombre de las indagaciones. Hay a bordo incluso apartments garnies todo reservados para el amor. Su diablo de mareo, que le va quitando las conquistas, primero Pura, luego Aurora, le sirve al menos, mal que bien administrado, para observar y resarcirse como puede. Me ha traído, seis más acá del nuestro, ante un camarote de preferencia que nadie ocupa, ancho, lujoso, con dorada cama. Él tiene un llavín que lo abre. ¿Por qué lo tiene?... secretos de tanto o cuánto toma a un camarero, al mayordomo... Se guarda de abrirlo y limitase a decirme enseñándome el llavín:

-¡A su disposición, mi amigo! A usted le luce más... ¡no se marea!

¡Oh! me inmuto. Habrá pensado que Lucía...

Siento impulso de hablar, sincerándola; pero advierto la imprudencia de nombrarla ni aludirla. Además, él pasa a su asunto:

-¿Ve usted?... éste, ése, aquél: son los tres de preferencia de esta banda; usted lo sabe... ¿eh? van desocupados... Mas, ¿por qué, entonces, vi una mañana, al pasar, que hacía la camarera la cama, en el 15?... A la segunda vez que me ocurrió lo mismo, entré, como por verlo... Entre las sábanas descubrí... ¡ah! ¡uf!

-¿Qué descubrió?

-Ah, horquillas, querido!... ésta entre otras.

Sacándola del bolsillo, me la muestra.

Una horquilla de concha, corrida en su curva por una metálica cintita en espiral.

-Pero vámonos de aquí -añade con misterio-. ¿Es imprudente, verdad?

Y después de tirar de mí, corredor adelante, hacia la proa, donde me detiene junto al jaulón de los pavos, como mirando al mar, me da un susini, encendemos, y sigue:

-Comprenderá que era un encuentro precioso: algo más que el hilo de la intriga... ¿a quién pertenecía la horquilla?... Yo he advertido que mi zapatero de San Sebastián, siempre que me encontraba, me miraba las botas...; pues, yo he estado convertido algunos días en peluquero, mirándolos peinados... Estas horquillas se usan por pares, por juegos de cuatro, de seis... Un día llegué a sospechar que fuesen de Charo... Otro, ¡ah, la misma espiral metálica!... Y no dudé más... ¡de Lucía!

-De...¡ella!

El asombro me trastorna.

-La misma cinta, el mismo color caramelo -prosigue el húsar, en quien advierto ahora que me está hablando con cierta burlona insinuación-. ¡Qué horror de impaciencia la mía!... Estaba sentada contra la lumbrera, en medio del grupo, y no podía descubrir su cabeza sino a semiperfil, según la giraba hablando, ni me era dable observarla por detrás... ¡Lucía! ¡Lucía!... la altiva y bella Lucía ¡bocato di cardinali!... mas ¿quién el mortal feliz?.. ¿su marido?... bah, ellos tienen un camarote igual, solos, en la cámara baja... Y además se ve a cien leguas que le apesta...

Yo sufro. Estoy decididamente nervioso, inquieto. Recuerdo efectivamente haberle visto horquillas semejantes, a Lucía... El húsar se ha contenido; ve mi emoción y trata escrutadoramente de interpretarla. Teme acaso haberme contrariado, sólo que puede más su aguda curiosidad y entre ansioso y receloso pregúntame de pronto:

-¿Era Lucía?

Me estremezco.

Su intención se me ha clavado como un dardo. ¡Oh, ella... ella!... La imagen del capitán me cruza odiosa. Es, después de mí, la única persona con quien habla siempre amable. Creo absurda, de todo punto absurda, no obstante, mi sospecha y la de Enrique.

-Perdóneme, capitán -continúa él cortés, pero serio-; aunque estas dulces historias de un viaje no merecen gran reserva, tratándose de esa singular mujer de ese ente ridículo de Alberto..., tratándose de usted, además, la he guardado...

Ha debido de inmutarse mi gesto nuevamente en una vibración que detiene a Enrique; mas no es por él, sino de ira contra mí, contra Lucía, por aquel concepto de excelsitud en que la he tenido... Una rabia canalla desbórdaseme:

-¡Ah, Lucía!... ¡Tal vez... no sé!... Pero tiene usted razón, si es... ¡no el marido... ciertamente!... Acaso el capitán... ¿no interrogó a la camarera?

-Temí ser indiscreto, si estaba en papel de tercería... Me he limitado a observar... a observar...

Yo medito. Él me observa, no convencido todavía de que no le juego la comedia. Me cree quizás apasionado... Y no lo estoy, el hecho de pensar que lo está pensando, me serena... ¿qué me importa Lucía?... Y no está convencido Enrique; sigue con tiento, como midiendo y calculando mi impresión de sus palabras:

-Me he limitado a observarle... a usted, mi dulce amigo: anoche durmió sobre cubierta, es verdad, junto o mí... Y despertó junto a mí, junto a don Lacio... ¿quién juraría, sin embargo, que no tuvo usted su hora de dichosa ausencia durante el sueño general?... Porque esta mañana, esta mañana, caro Serván, ha sido la última que he visto hacer la cama del 15!

Sí, me es indiferente Lucía. Lo conozco en la misma miserable vanidad que vuelve a invadirme cuando se me confirma su amante afortunado... Una vanidad llena de ira y desprecio a mí, y casi justa, porque en realidad yo he podido ser su amante si no hubiese sido un generoso imbécil con ella al brazo buque abajo y buque arriba...¡cuánto ha debido reírse de mis delicadezas!

No ceja Enrique:

-Bien. Esta horquilla... es usted el primero que la ve en mis manos... el único. Le pertenece si la quiere.

Me la alarga, voy a cogerla, por no sé qué complejidad de sentimientos y ambiciones... Y la rechazo al fin:

-¡No!... Será de otro... ¡del capitán!... Désela.

-¡Oh! -hace Enrique, guardándola, con fastidio-; ya ve que no debe dudar de mi discreción. Estas cosas me sirven para aprovecharme, solamente: usted descubrió esos camarotes deliciosos, yo descubrí que usted los descubrió, y me he limitado a agenciarme el mío y a traerme a la francesa un par de noches... ¡lástima que me la tengan prisionera!... ¿No quiere usted la horquilla!... ¡Bien, como si fuese del capitán... del otro pobre viejo capitán!... ¡qué capitán ni qué diablo!

-¡Cómo! -pregunto- ¿Cree que no?

Porque vuelve a parecerme absurdo todo esto.

-¡Quia!

Su incredulidad me consuela. Enrique, además, ha dicho que no pudo verle bien a Lucía el peinado, de frente, desde lejos.

-¿Llegó usted a comprobar, al menos, que fuese de ella la horquilla?

-Casi no. Casi sí, por lo mismo -responde maligno en la idea de que le burlo-. Confiésole que fui torpe..., que a pesar de su despreocupada amistad con usted, yo había pensado en todas menos en Lucía... En todas; en primer término, claro es, en la pescadera; en Charo, en Pura, en la india, en la mujer incluso del coronel, hasta en la francesa por último..., una a una en las mujeres del pasaje... Precisamente tal investigación perpetua, llegó a hacerme sospechoso, al punto de advertirse pronto reparada

Lucía en aquella tarde queme llamaron sus horquillas la atención... La vi escamarse, llevarse la mano al pelo, atenta a mi fijeza..., darse cuenta quizás del peligro y hundirse las horquillas en los bucles... Cuando anocheció, bajó a cambiarse de peinado... Y no ha vuelto a ponérselas.

El detalle, recogido por Enrique, que es en efecto un puntual observador, torna a irritarme.

-¡Hace falta averiguar quién la despeina! -digo.

-Pero... ¿no es usted?

-No.

-¿Que no?

-Que no.

-¿Palabra?

-De honor.

-¡Caracoles!! -exclama, no teniendo más remedio que creerme.

Reflexionamos. Por si se las vuelve a poner, debo conocer la horquilla. Me la deja. Es amarillenta, de color carameloso y veteada de obscuro. La espiral dorada tiene a todo su largo una guirnalda de diminutos pensamientos en relieve.

-¡No es de Lucía! -profiero queriendo recordar que las de ella tienen enroscado un áspid.

-¡Pues a mirar, a indagar... será de otra!

-¡A indagar! -digo menos intrigado.

Y viendo en este instante a Juan, nuestro camarero, le llamo:

-¡Juan!¡Juan!

Trae jarros de agua. Los deja en una puerta y acércasenos por la galería.

-No será éste el que ha dado a usted el llavín... -asegúrome antes.

-No es éste.

-Bien, acaso nos es más expedito oír que mirar. El caballero de la dama que pierde horquillas, debe tener cierto derecho al camarote 15, puesto que hacen la cama de día a vista de la gente.

-¡Posible! -accede Enrique- ¡la mía me la hago yo!... fue condición al recibir la llave...

Sospechaba esto, que corresponde a mi idea de la pescadera y el capitán en el departamento contiguo, contra la creencia del húsar.

Juan llega.

-Dime, Juan...

-Señorito.

-He visto que hay ahí tres camarotes grandes, seguidos, vacíos...; el nuestro es para ahogarse, y además, don Pascual nos es a don Enrique y a mi antipático. ¿No podrías tú mandarnos nuestros trastos a uno de ellos?

-Ah, son primera preferente, señorito... No puede ser.

-Tendrás tu propina, hombre.

-No puede ser. Ya ven los señores que van des ocupados, no obstante la apretura del pasaje,

-¿Desocupados?... En el 15, Juan, duerme alguien.

-Sí, señor, el capitán. Aunque el suyo está arriba, contra el puente, prefiere ese algunas noches.

El húsar y yo hemos cambiado una mirada rapidísima.

-¿Y sabes por qué lo prefiere? ¿No es más cómodo el suyo? -pregunta Enrique a su vez.

-Sí, señor, más grande, más fresco... Digo yo que sea por el ruido. ¡Como arriba siempre hay charla!

- Está bien, Juan. Anda con Dios.

Se aleja. Vuelve a coger sus jarros.

-¿Eh?

-¡Oh!! -contesta Enrique,

Y añade, en consigna:

-Ahora... a saber... ¿quién es ella?... ¡Podría auxiliarnos don Lacio!

-¡Nunca! ¡Nada de casados!... Y que luego resultase la condesa...

-Verdad. En todo caso, no hemos de quedarnos en peinados -díceme deteniéndome al partir. La vigilancia discreta. Si usted ayuda, nos dividirnos la noche, de una para arriba. Éste será el gran observatorio, a obscuras, entre estas cuerdas... con todo el pasillo a la vista, alumbrado...

Cuando anochece, hoy, hemos revisado de proa a popa todos los peinados de mujer, inútilmente.

Y no esperamos la una. Antes de media noche está Enrique de guardia.

Me gana en afán..., aun persistiendo en mí más o menos vaga la duda de la amiga noble cuya alta estimación sintiera tanto ver derrumbada en grosería...

Hemos visto incluso a la francesa, ya puesta en libertad... Mi compañero se ha apartado a saludarla y ella le ha pedido rápidamente por todos los santos de Francia que no vuelva a hablarla nunca... ¡hay por parte del indio la amenaza de abandono, en seco!...

Y por injurias de la suerte, aunque sea blanco el húsar y el indio color de ciruela, no puede el primero permitirse, como éste, el lujo de un trasplante de amor del bulevar a la Oceanía.

-Pas plus! Jamais... je vous en prie! -ha dicho carrément madama tornándole la espalda.