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Del frío al fuego/Capítulo XIV

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Capítulo XIV

No soy el hombre de las observaciones -lo es Enrique; pero he observado que Lucía, no baja al té algunas noches... precisamente estas en que su marido, ciego con el tresillo, olvídase de subir por ella a la cubierta... ¿Disgusto a tal descortesía..., o es que con el capitán aprovecha allá arriba la propicia soledad para cambiar acuerdos?

El capitán no viene nunca a estas horas al comedor; desde que anochece, hasta lo menos las diez, se eclipsa, ocupado en organizar los relevos; y más en las proximidades de tierra. Debemos llegar mañana a Colombo, bien temprano; hemos cruzado esta tarde junto a las islas Maldivas; los camareros han quitado las fundas a los divanes, a los muebles; han colgado en las portadas los terciopelos con las cifras de la Compañía y los visillos nuevos en las ventanas de la saleta de señoras; han puesto, en fin, al Reus, de puerto.

Tomo el té frente a Pascual, que devora mortadela mientras charla a su lado Aurora con Enrique. Esto marcha. Ver a la pescadera tan totalmente despreocupada del capitán, me mortifica... ¡Oh, acaso arriba, ahora mismo conversan también!...

¿Qué me importa? ¿qué deber ni qué derecho tengo para mezclar mis enojos a extraños?... Extraños; hace diez y nueve días no sabíamos los unos de los otros ni los nombres...; hace veinte, ni la existencia...

Se van ladeando las tazas, las pastas, los fiambres... De otra mesa (yo las he huido esta noche) trasládase el grupo de al piano. El comedor está fresco, relativamente cruzado de aire por las mangueras... Canta Sarita. Son canciones siempre, las suyas, de amor:

«¡Ay de mí! ¡ay de mí!
si acabaré llorando,
yo que siempre reí...»


Pascual se acerca y me levanto también, dejando en la mesa al húsar con Aurora.

Mas..., no, puedo estar. Detrás de la infantil cantante, que sabe dar un diablo de emoción a su queja, pienso en Lucía, en el capitán deslizándose tal vez un segundo por el puente para cambiarle rápidas palabras, la cita... ¡Ah, sí, sí! ¡yo vigilaré toda la noche!

He sido un necio. Dispuesta a una aventura de viaje, me hubiese preferido... ¿Por qué la he respetado así?... ¡cuánto ha debido rabiar y reírse! Ahora me odia, sin duda. Desde hace muchos, días no he vuelto a procurar con ella nuestra intimidad.

Noto que lo que me atosiga, principalmente, es que tenga de mí y haya yo de dejarle el concepto de un estúpido, de un botarate espiritual... La frase aparéceseme sangrienta.

¿Y por qué?

Me levanto, otra vez. Un pensamiento me ha cruzado: probarle lo contrario... Será inútil ya, para alcanzar favores...; pero al menos me oirá entre rabias, con palabras dulces, la intención de lo que pude haber ido insinuándola pleno de esperanza.

Subo. No concibo cómo pude concederle a Lucía el título de consciente virtuosa sin haberla obligado siquiera al rechazo de la más leve tentación, de la más vaga invitación -nunca envuelta en mis palabras. Cruzando ante el fumadero, sólo hallo otro que me gane a «idiota complicado»: Alberto, que juega su partida rodeado de mirones. ¿De qué le sirven sus celos?... Harto ha debido contar el capitán, para sus noches, con que a un vicioso lo clavan en la silla.

Llego a la cubierta.

Está Lucía en la penumbra de entre dos bombillas distantes. Inmóvil, medio tendida en un canapé, su blanca figura se alumbra y se obscurece a la luna velada y desvelada alternativamente en los estratos de las nubes. Allá abajo no veo en esta banda más que al doctor Roque y su mujer, siempre aislados... ¿Duerme o piensa? Tiene suavemente tendidos los brazos, cerrados los ojos. Si piensa, su meditación es reposada como un sueño. Si duerme, su sueño es noble como una meditación.

¡Me impone su sueño reverencia! Traía la saña de odio bastante para haber podido despertarla con un beso..., y no siento de la fugitiva impulsión sino su bellaquería... Un afán de contemplarla me invade -una ansia de deplorar los errores de mujer en tan bella y delicada figura, al fulgor argénteo. Pero al reclinarme cauto en mi sillón, crujen los bejucos, y ella abre los ojos:

-¡Oh, deja usted el concierto!

Se han abierto sus ojos sin sorpresa, sin la menor contrariedad.

-Sí. Hace calor. Creí que estaba usted con Charo.

-No, no he bajado. ¿Quién canta?

-Sarita.

-Ah, Sarita... ¿y usted se sube?... Pobre niña.

No quiero ver la relación entre su piedad hacia Sarah y mi alejamiento. Alude Lucía por vez primera a la tristeza singular de la chiquilla. Moléstame la idea de que haya podido pensar que me divierto sandiamente en turbar a una criatura.

El canto, en las notas del piano, nos llega confuso por la banda. Lo rima el sordo estruendo del agua y de la hélice. En un fuerte, se oye:

«...si acabaré llorando
yo que siempre reí.»


Parece que sube del mar.

-¿Dormía usted? -pregunto acabando de apartar de Sarah nuestra atención.

-No, meditaba -respóndeme Lucía fijándose en la luna-. Dos problemas, los dos arduos... Uno, de cielo.

-¿Y el otro?

-De la tierra...; tonto, grave... también irresoluble. Mire, ¿ve las nubes?

Cruzan en grandes bandas paralelas, lenta, diagonalmente.

-Son blancas allá, -dice Lucía abarcando con un movimiento de la mano la mitad de la bóveda infinita-; fíjese: tan pronto como pasan de la luna, se obscurecen. Medio cielo blanco, otro medio obscuro. ¿Por qué?... Era mi problema.

Reflexiono... Y confieso que me sorprende. Yo tampoco me lo explico. Cada franja nueva que va entrando en la luz, se entenebrece, sin embargo, y marca con perfecta rectitud por todo el cielo, hasta que otra llega a aumentarla, la sombría zona.

Callamos -contemplando el espectáculo que muda por instantes. Son iguales los estratos vaporosos, anchos, como hechos de igual acumulación de fofas huatas, y de bordes deslenachados que dejan entre sí veladas cintas de azul.

Miramos, fijamente... sin decir nada. A ratos está la luna oculta por las masas densas, cuya sombra se nimba de plata vívida...; otros, queda en los espacios libres con clarísimas rompientes que casi lastiman los ojos... Velos níveos, más altos en el boquete siniestro de profundas claridades, la envuelven y la dejan, la van fugaces tapando, con sus labores de encaje sutilísimo, la boca, la chata nariz de espléndida burlona, la frente... Pequeñas briznas de otro celaje más alto, que se ennegrecen también cruzando por delante, la fingen crespones luctuosos, bigotes, luengas cabelleras de harpía...

Juega, juega al clown, con una inclinada caperuza..., a una diosa calva que se baña rodando su oval cabeza bruñida detrás de tétricos canchos; y el lago es azul encima, diáfano, purísimo... Y sale sin cuerpo, jocosa... se esconde, aparece, viajera silenciosa entre nubes que hubieran de decirse entristecidas con sus burlas al pasar.

Intriga a Lucía decididamente la súbita mutación de claro a obscuro.

-Oh... ¿por qué? -vuelve a excitarme.

Nótaseles la opacidad a las nubes, por singular contrasentido, desde que van entrando en la zona de máximo esplendor. Forman un tinte tostado, que alcanza a ser casi un fulgor cobrizo, en algún punto del halo luminoso, cuando está detrás el astro... Yo imagino, me esfuerzo... Las bandas blancas vienen uniformemente de frente a la luna y así la cruzan, así la pasan... negras en seguida. -Comprendo al fin.

-¡Oh, sí! -exclamo, mal disimulando el triunfo.- ¿Ve?... Penden las nubes oblicuas, casi verticales, sin duda... ¡las bambalinas de un teatro!... Un solo foco de luz colgado encima, en el centro, haríaselas ver al espectador, por las caras que muestran, la mitad de atrás en luz, la mitad de delante en sombra, si no son transparentes...; y suponiendo que marcharan todas a un mismo impulso del telar...

Ríe Lucía. No me deja acabar, comprendiendo.

-¡Ah, sí, sí!... ¡qué simpleza!... ¡qué simpleza!

No deja por eso de sentir el gozo de una pequeña verdad descubierta, ni de concederle a mi perspicacia su admiración.

En el silencio que sigue, gustando a toda alma la inocencia del propósito que nos ha entretenido un rato, yo, como el cielo, siento mi expandido ser dividirse en dos: uno alto, etéreo y claro, que parece envolver en amistad infinita a esta mujer tan audaz de voluntad y de pensamiento y tan niña de emociones; otra -que ella no ve ni siente, que está debajo de mí como hundiéndose en el mar-, hecha de miserias de hombre. Todavía, en esta torva parte de mi ser, para proclamar monstruosamente necias sus pasadas dudas, tiene que concretar mi conciencia con palabras: «No, nunca ha ocultado liviandades su gentil despreocupación, ni hacia ti, ni hacia ninguno. Su voz no te hiere con los dardos de reserva y de desprecio que la inspirarían un estúpido. Te habla como siempre, más amiga».

Ni siquiera el otro problema «de la tierra», que llegó a infundirse desconfianza, me la da ya. Cierto de que será digno de ella, sea el que fuere, digo con llaneza:

-Venga el otro problema. Uno, lo hemos resuelto.

-Lo ha resuelto usted.

-Por usted propuesto. Ver un problema, es más difícil que comprenderlo, frecuentemente. ¿Y el otro?

Vuelve a reír.

-El otro... ¡ah! Más simple, más difícil, como tantas simples cosas de aquí abajo... Un antojo de mero agrado de mis ojos, que es a bordo todo un secreto horrible y formidable... ¡Y especialmente para mi marido!... Perdóneme si lo guardo.

Cállase, en efecto, cambiando perezosamente de postura.

Yo callo también, en súbita seriedad que no sé si es de espanto o de delicia. ¿Será capaz esta mujer de llevar sus franquezas serenas y divinas hasta...?

Mírame ella, extrañada de mi silencio casi hosco. Comprende la involuntaria osadía o el equívoco de su frase, y desvanécelo pronta, no vacilando, con tal de lograrlo a gran amplitud, en hacerme partícipe de una de sus delicadísimas frivolidades de mujer.

Y hay un sólido valor de estética en la confesión, estimada según sabe Lucía.

-Mi marido -dice-, confía demasiado poco en mi prudencia; y siendo para mí un tormento la fealdad, como para los antiguos griegos, no me gusto sin rizados en el pelo. Cuando embarcamos, descubrió el alcohol de mis tenazas, y lo tiró al mar. Ha resultado, al fin, que lo tienen todas. Charo me salvó dándome un poco de sus reservas, pero se me concluye. Pensaba, pues, cuál de los camareros tiene más cara de ser capaz de traerme un poco, de Colombo, sin descubrirme y delatarme al capitán como presunta incendiaria...

-¡Bah! Déjeme el encargo: el mío. Juan... Yo mismo, ¡si no! -atrévome a decir maravillado.

-¡Oh!

-Acépteme de cómplice para esta incendiaria traición al buque... Pienso también comprarme cerillas, Lucía.

Va a protestar, y la enmudece una especie de blanca visión que se desprende no lejos de la borda. Hemos reconocido a Sarah, torva, rígida, cruzando, sin mirarnos, hacia la escalera, cerca de nosotros... Estaba oyéndonos tal vez. La distancia de su escondite de espía, tras la blanca boca de un ventilador, no es tan corta, al menos, que haya podido escuchar íntegra nuestra conversación en su insignificancia. Acaso ha entendido solamente mis sueltas palabras de... «cómplice»... «traición»... o las antes pronunciadas por Lucía de «marido»... «secreto formidable»...

La amiga nobilísima concédele también al incidente la misma atención recelosa. Luego lo desprecia; pero juzga preferible conmigo, sin embargo, otra jovial franqueza, antes que verse forzada a penetrar la significación de la escena con más personales e inútiles si no imprudentes comentarios.

-¡Pobre criatura! -dice-. ¡Es usted con ella cruel!

-¿Yo? ¿Cruel?

-Sufre.

-¿Por... qué?

-¡Oh, bah!... ¡por usted! -replica dulce a mi asombro-. Usted lo sabe... Está enamorada... ¡pobrecilla!

-¡Lucía!

Se ha vuelto a contemplarme, en una fraternal acusación de esquivez a sus franquezas. Mas, es tal la espontaneidad de mi estupor y de mi enojo, que acababa por vacilar.

-¡Cómo!... ¡De veras, Andrés, no lo había usted advertido!

-¡No! -contesto ganado por su acento-. O al menos no había podido explicármelo...

Detállola en seguida, con afán de entrega, lo que he imaginado con referencia al afecto y la tristeza de Sarah muchas veces: mis cortesías, su gratitud por verse tratada en mujercita... Veo entonces, contento, que Lucía ha ido interpretando igual desde el primer momento todo ello, y que no me agravia ni con sombras de creer que he tenido el propósito de ilusionar a una chicuela. Y vibran en sus frases tal solidaridad con mi hidalguía y tantas hondas piedades al hablarme de la pobre Sarah con la madre imbécil, a la cual habrá tenido que dejar por imposible don José, con todo su mundo y su talento, que empiezan a convertírseme en congoja los absurdos de tanta injuria como ha podido hacerme pensar de Lucía una horquilla despreciable...

-Tengo la evidencia -afirma-, de que el hombre más sabio y de mayor tenacidad fracasará en la educación de una hija si la madre es tonta, a menos de separarlas.

Llegan los concertistas, Charo, Pura, el relojero, Aurora, Enrique... No muestra Lucía inquietud de que nos encuentren solos, ni aun después del siniestro paso de Sarah -que no vienen con ellos.