Del frío al fuego/Capítulo XVII

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Capítulo XVII

Cuando hoy bajamos del baldeo don Lacio y yo, veo una silueta femenina que nos huye, escondiéndose en el fumador... ¡Oh!... Don Lacio no la ha visto; yo nada le digo... Pasamos... Nos separamos, cada uno a nuestro camarote. El interior del buque yace en noche todavía, con luces por los pasillos.

¿Quién es? ¿Por qué se esquiva?... No puedo saberlo. La blanca visión ha sido rápida, al fondo de la escalera. Parecía subir, su intento. -Deténgome en mi puerta..., y entro al fin; la intención que me ha cruzado de ir a descubrirla, aparéceseme villana... No importándome, no iría, en efecto, si en vez de una mujer fuese un hombre dispuesto a castigar la indiscreción a puñetazos. Además, estoy calado de agua como un perro acabado de bañar.

Múdome de ropa. Me acuesto. La roja cortina, en la ventana, basta para ocultarme el fulgor del alba. En la sombra ronca Pascual. Me impide el sueño, y envidio a Enrique, que duerme.

¿Quién... ella?... ¿nuestra misteriosa?.. Podría jurar que llegaba del comedor, y no de este pasillo del camarote 15...; iba como a la cubierta.

Cierto que en la cubierta está la cámara del capitán...: ¡pero fuese audacia inverosímil buscarle al rayar el día!

Cuento. Una, dos, tres... Trato de dormirme.

No puedo admitir que sea Lucía... ¡jamás! Por esta negación pondría la vida.

Aparte de que Alberto, como siempre, ha bajado a acostarse desde que dejó al baldeo don Lacio el tresillo.

Ciento uno, ciento dos, ciento tres...

No logro dormirme, aunque llego a los dos mil... He dormido anoche desde las diez, arriba, profundamente, según se duerme a bordo a cualquier hora. El mar mece y arrulla. Pasa el agua en un sordo correr de molino. Chirrían siempre los mismos hierros. Dicen perpetuamente igual los ruidos de la máquina, de la hélice, allá en el sótano, tendidos a todo el Reus: -Lo-renzo... Lo-ren-zo... Lo-ren-zo...

Sí, preciso; esto, y no otra cosa: Lo-ren-zo... Lo-ren-zo...

La frase, justa, gangosa, rítmica, dijérase que cae de lo alto, cual si fuera repitiéndola la misma voz lejana en un mástil.

Lo-ren-zo... Lo-ren-zo...

¿Por qué no ha de ser Fe-li-pe... Fe-li-pe?... ¿o Ma-rí-a... Ma-rí-a...? No, señor: Lorenzo.

¿Eh?... me fijo... Lo-ren-zo... ¡está dicho!

Cuento las veces que lo oigo.

Pienso en los millones de veces que lo habré oído al silencio de las noches desde que salí de Barcelona.

En la llegada a los puertos, a media marcha el buque, lo expresa más despacio... pero lo expresa con toda decisión: Lo-ren-zo... Lo-ren-zo...

Salto de la litera y vuelvo a vestirme un leve traje; estas estúpidas obsesiones me irritan. No tengo sueño.

Subiendo, a pesar mío miro a las tinieblas del fumador. ¡Bah! La fugitiva estará ya a salvo. No hay nadie. Cae por la lumbrera, sobre las mesas llenas de ceniza de cigarro, una claridad azulina.

No hay nadie tampoco en la cubierta, mojada, donde los marineros han dejado en orden las sillas y canapés. Los veo ahora limpiando por la proa los bronces de las escalillas, de los pasamanos. -Tiene esto algo de sorprendente y ancho como un café por la mañana. Un fulgor suave de crepúsculo, donde brilla todavía un gran lucero blanco, llena desde el oriente limpio y terso el barco, el mar... el mar tendido como otro cielo.

Es una extraña transparencia sobre el mar esta del alba. Parece que va el barco hendiendo luces de perla, aire de perla, agua de perla. Parece que nos vamos deslizando por una bruma de suavidad, donde nada es límite, donde todo es fondo y extensión de una gloria de inocencia...

Parece que vamos infinitamente perdidos por un alma...

Un alma debe ser algo así tan dulce, tan grande, tan simple, tan lleno de calma y de paz como este mar y como este cielo.

Y el cielo y el mar y el buque, parecen míos, a esta hora. Nadie. Es la hora del misterioso nacer de la alegría.

Alba con trinos. Las pobres aves rojas de Colombo vuelan por las jarcias. No han muerto aún desfallecidas. Nos siguen. Tienden contra el palidísimo azul sus alas escarlata... Trazan círculos, medrosas de quedarse atrás en el líquido desierto. ¡Pobres aves rojas! ¡ellas morirán, mañana, otro día, antes de llegar a nueva tierra! ¡Ellas serán los tristes juguetes de los niños a cuenta de migajas, puestas por el hambre entre la esclavitud o la muerte -en este bosque flotante que no advirtieron que las arrastraba al Océano!

Paso, lentamente, mirando el ondular de estanque de las turbadas aguas. La estela se abre atrás como un abanico inmenso; le riza plumas el batir rumoroso de la hélice. El humo de las chimeneas, tendido recto como un dosel, como un suave toldo encima de la estela, tiene también el color de tórtola -de alma- de la aurora.

Hay a mitad de la cubierta un saliente de la borda, en balconcillo circular, que domina más el horizonte. Se halla casi oculto entre las poleas y los blancos amarres de una verga del trinquete... Pero al acercarme... veo que alguien lo ocupa... ¡oh! una mujer... blanca, entre los cordajes blancos... negro su pelo, de un negro audaz inconfundible... es... ¡chiquilla!... ¡es Sarah!... ¡Oh! la pobre niña me dio la ilusión de aquella ignota pecadora...

Mi impulso es desviarme, pasar y partir de la cubierta. No he hecho sin embargo más que detenerme. Estoy demasiado cerca para que no me haya estado viendo, para que deje de darle a la muchacha una confusión más con mi fuga.

¿Qué hace aquí? ¿De dónde viene?... ¿Es que al divisarme en la cubierta ha querido volver a esconderse como abajo antes?... Quieta, la sien en la mano y en la borda el codo, mira al mar, sin esquivar de mi lado la faz pálida -como para no decir demasiado su voluntad de ocultarse-, en la actitud dolorosa de este encuentro que no deseaba ella, sin duda. Revélame, no obstante, su indolencia triste, que estaban en su pensamiento mi imagen y mi recuerdo... Simple cambio, pues, de ilusión por realidad, que la ha sorprendido poco.

Sigo acercándome, esperando en su mirada un saludo. Está peinada, con su peinado de jovencilla que ella disimula anudándose en la nuca el pelo con un broche, y tiene sobre los negrísimos bucles flojos de la frente una roja anémona, y otra sobre el blanco crespón de la blusa. Entre las dos bermejas y anchas notas de sangre, su cara luce bellísima lividez morena de enferma, acentuada por la sombra lirio de los párpados, de los ojos que arden en seca fiebre de pasiones... Me aterra la chiquilla. Me aterra su mirada baja, fija en el mar, y su enorme palidez en que le tiemblan los labios. No puede por menos de estar viéndome, ya a seis pasos, y espera, espera..., espera crispadamente quieta, pronta a la amargura de quedarse convencida de que soy, capaz de pasar disimulando haberla visto... Esta ostentación singular de mudo reto hay en su quietud.

Yo, llego. Temo no encontrar la frase frívola que nos conviene a los dos.

-Ah, Sarah... ¡buenos días! -digo por último.

Y me detengo, sin pasar al balconcillo.

-Oh, Andrés... ¡buenos días! -exclama sin sorpresa, sin mirarme, con violenta indiferencia.

Dejando caer el brazo al antepecho y pasándose con fuerza los dedos de la otra mano por la frente, por las sienes, cual si apartase entre los negrísimos rizos árido ensueño, quiere decir algo, y no lo dice.

Queda seria. Me ha mirado. Mira al mar. Yo he doblado los codos en la borda, y miro también al mar.

Luego, saco un cigarro y lo enciendo. Inspírame agria curiosidad la espontaneidad del sentir de la muchacha. Querría oírla cómo explica su presencia aquí, a tal hora; mas no habla ni parece sentir la tirantez del silencio. Los dos vemos alejarse en la ondulación del oleaje, que promueve el buque, la envoltura del paquete de cigarros que, al sacar el último, yo he arrojado.

Últimamente es más cobarde mi callar, y lo interrumpo -un tanto dominado por el suyo:

-¡Ah, Sarita!... ¿No ha dormido, aún?

El diminutivo la hiere. No he debido emplearlo. He podido notar en sus labios la fulguración del desagrado.

-Sí. He dormido dice escuetamente.

Me lanza el odio fugaz de una mirada, y añade:

-He dormido. Yo madrugo... ¿sabe usted... señor Serván?

Vacilo. ¿A qué, no obstante, recogerle su ironía?

-¡Gran madrugadora! ¡oh!... ¿Todos los días lo mismo?

-Lo mismo. Todos los días.

-¿A qué hora se acuesta entonces?

-A las diez. Ya lo ve..., es decir, ya hubiera podido verlo... anoche... si en mí reparase nadie... Cuando acabó el ensayo, quedeme en la saleta..., durmiendo... hasta que bajó mamá. Igual siempre.

-¿Hábito suyo?

-¡De... niña! Es la hora a que los niños se acuestan.

-¡Oh, Sarah!

Calla, arráncase la anémona del pecho; la huele, la rompen sus dedos, la tira...; vémosla también marchar como en busca del paquete de cigarros.

En seguida, dice:

-Hábito mío... del barco. Es ventaja que tenemos las chiquillas..., podemos hacer cuanto nos place. Ustedes, Lucía también, adoran al sol cuando se pone...; yo al salir... Subo, cada día. Tengo sola también mis oraciones. Son gustos. A mí me encanta la soledad... ¡señor Serván!

Va pronunciando todo muy despacio. Me da miedo. Su boca tiembla, sus manos tiemblan. Veo inmenso, feroz, el odio de sus ojos.

-Ustedes -continúa-, no saben de mí... ¡Sarita!... cuando yo me sentaba de tertulia... ah, los chiquillos!... Ahora que no me ven... no advierten que no estoy... Leo por los rincones... juego...; mamá me dice que tengo trastrocado el sueño... Verdad, señor Serván, que...

Se interrumpe, en ira:

-¿A qué ha subido usted?... ¿por qué diga, si es la hora en que duerme?

Vuelve a interrumpirse en un desfallecimiento de sonrisa de martirio:

-¿Verdad, señor Serván, que, usted también lo cree? ¿que soy una chiquilla?...

-¡Ah, Sarah! ¡Por Dios!... Yo no creo...

Pero el dolor, súbito, horrible, la ha agotado los enojos; y huida, de bruces sobre la banda al lado opuesto del pequeño balconcillo circular como un púlpito, llora... llora...

Una desolada humildad de mártir hay en toda la niña blanca, que muéstrame, abrumada entre sus brazos, la espalda, el negro pelo en el broche de oro, el borde corto de la falda canalado y oscilante sobre las botas de lona, marcando el ritmo sin ritmo del sufrir que retuerce su cintura de muñeca...

Mi silencio la mata; mas yo no sé realmente qué decirla, ni sé acercarme... a mentirle un...

-¡Sarah!...¡Oh, chiquilla! ¡ahora sí!... ¿qué tiene? Su lloro aumenta. Aumentan sus sollozos, en suma desesperación.

-¡Sarah! ¡Sarah!... ¿por qué llora?

No responde. Se retuerce, recogida en sí misma. Y llora tanto, y gime tanto, convulso y ahogado su pecho, que yo, movido de piedad, paso a su lado, en el balcón, y sigo dulce y obstinado preguntándola, preguntándola..., tocándola al fin un codo con los dedos para excitarla a que me hable.

-¿Qué tiene? ¿Qué le pasa?, Sarah... ¡Diga! ¿qué tiene?

El ligero contacto hácela erguirse, electrizada..., quedándola doblada atrás contra la borda, don los hombros fuera, con los codos fuera, mirándome entre las lágrimas súbitamente contenidas... Está apartada de mí, cuanto la estrechez de la baranda le consiente... Pero yo, que he dejado el paso franco, a mi vez recogido de polo a polo frente a cha, contemplándola en una sumisa y lamentable indecisión, no sé aguantar el rayo de sus ojos sino con la misma pregunta necia:

-¿Qué tiene? ¿Qué tiene?... ¿Qué le pasa?

Me estremezco. La veo salvar al ímpetu de un pie el breve diámetro que nos separa y quédaseme delante, rígida, con las manos abiertas y convulsas hacia atrás... ansiando y no pudiendo proferir, tan cerca de mis ojos, lo que rompe su garganta...

-¿Qué tengo? -dice al cabo bajando en fe de esclava la mirada y llevándose una mano al corazón- ¡que me muero!... ¡¡QUE LE ADORO A USTED CON TODA MI ALMA!!

Parte, en seguida. Déjame asombrado, inmóvil. Su trágico ademán, que me pasma y me fulmina de centella; su trágico ademán bellísimo y terrible, en que ha puesto la niña nuevas y enteras su alma y su vida y su carne de mujer... se ha resuelto en una huida llena de calma loca y de mortal vacío que la aleja tronchada y lenta, llorando esta vez callada y abundosamente hasta salir de la cubierta...

Ni ha vuelto la cabeza al desaparecer por la escalera.

Nadie.

Los marineros allá, descalzos, limpiando cobres con sus negras pellas de cotón.

El mar desierto. El sol iniciando su aurora de roja lumbre en el oriente.

Nadie ha visto esta otra violenta aurora de mujer.

Pronto estimo en la fuga de ella su mejor rasgo de alma ingenua, de alma franca... Yo no habría sabido qué hacer si espera... yo no habría sabido qué decirla...; y yo habría hecho acaso una vileza dándola por instantáneo consuelo el beso de compasión o vanidad que vibra ahora en mis labios.

Inútilmente permanezco quieto cinco, diez minutos, en tregua a mi pensamiento. No pienso nada.

Sin saber si quiero o no encontrarla, recorro al fin la otra cubierta, la escalera, el comedor... Sí, sí, he de hablarla, yo no sé tampoco qué cosas formidablemente amigas... formidablemente nobles y sinceras...: mi gratitud invádeme de una gran serenidad...

Y vuelvo a mi camarote y me duermo al fin arrullado por el agua, por la máquina... por la alegría divina de la vida que da el saberse rey en otra alma... ¡aun siendo tan pequeña! ¡tan pequeña!


«Sarah está enferma». Lo ha dicho su madre. No viene al almuerzo.

¡Oh, si se muriese Sarah!

Y como me ha cruzado este afán, al oír a Charo, con una tentadora intensidad casi voluptuosa, como en mi relámpago de yo no sé cuáles hondas bondades -bajo la cabeza sobre el plato y quiero profundizar mi extraño sentimiento.

No puedo. Distráenle Alberto, dándole a Pura bromas con el novio. Los de las comidas son los únicos ratos que el bello relojero, en su condición de pasajero de segunda, no está junto a la joven. Luego, ella me pregunta si me gusta el modo que tuvo anoche de recitar su papel. Desconfía. Se cree sosa... Y no le falta razón. Por frecuente paradoja, las más cómicas, las más espontáneas y graciosamente cómicas en su decir y accionar habituales, son las peores actrices... Dijérase que tienen la gracia inconsciente de los gatos.

¡Si se muriese Sarah!

No he vuelto a pensarlo, pronto comprendiendo lo que su mal signifique; pero recuerdo que lo pensé, antes con todo el ímpetu de un deseo, y aquí, ahora, he venido a aislarme en el castillo de la popa, resuelto a desentrañar lo que pude guardar en mi crueldad de generoso.

Me inspiran curiosidad estas recónditas razones de «la alegría del mal ajeno» que me asalta algunas veces. Recuerdo, por ejemplo, haberla sentido al saber que había muerto un ministro general a cuyo influjo iba a deberle un comandante amigo mío el acta de diputado. Mi comandante ya no sería diputado... ¿Por qué mi regocijo?... sí, llegué a saberlo... por algo noble... Mi comandante, absoluto cebollino, sería en el Parlamento una vergüenza más entre tanto cebollino de la huerta de las leyes.

Me he sentado en un ruedo de jarcias, a la sombra del cañón. Este pobre cañoncito de salvas enfundado, me fastidia. Querría que lo hubiésemos tenido que emplear defendiéndonos de piratas y ballenas... ¡Viaje heroico!... Antójaseme que los humanos empequeñecemos un poco lo grande, la tierra, el mar cuerda de la corredera sigue arrastrando en la estela, como un rabo de burla que le hubiesen puesto al Reus en Barcelona...

¡Hala, el Reus!... ¡Allá vas, relleno de ridículo, con tus novios, con tus fieles tresillistas, con tus Charos y exconserjes... debajo de tus humos y tus palos y tu aspecto de ambulante y terrible fortaleza!

Bien, digo que Sarah... Sí, lo pienso y lo comprendo: ¡debía morirse!... Algo muy hermoso ha habido en su libre arranque hacia el amor, en la libertad de sus instintos, en la libertad del abandono de su madre, en la libertad de la explosión de sus ansias de mujer bajo los cielos... Tigrecilla de América, ha sabido saltar fiera y gentil hacia la vida... ¡Debía morirse!... yo ganaría con ello, el bellísimo recuerdo singular e inolvidable de un alma brava, y ella habría de ahorrarse ¡la infeliz!... todo el calvario de tristeza y desengaño que está detrás de una pasión que nace ancha como el mar y que tendrá que romperse o que infiltrarse o infectarse en hilos de arroyo subterráneo por los aludes de sociales conveniencias...

Ya es sabido, tales conveniencias: fango de joyosa hipocresía... de hipocresía cínica, no importa... si sabe enseñar las ligas al descuido como Charo, si sabe siquiera como Aurora procurarse un Pascual.

Y en mí el primero -lo hipócrita, el respeto al qué dirán... Olvido el gesto de ingenua gladiadora, y veo no más en este instante su falda corta, su trenza suelta a la espalda...; y veo no más esta tarde, mañana, en los días que hubiese de venir sin que el Reus siguiese conduciéndonos por un alba infinita a ella y a mí solos, la ridícula pareja de novios que hiciesen frente al relojero y Pura, frente a la pescadera y Enrique, frente al comandante y Charo, ¡esta morena bebé con todo un capitán de Artillería!...

¡Oh!... Y huyendo del ridículo, únicamente quedaría la senda oculta de lo infame...

¡Pobre Sarah!

-¡Don Andrés!

-¡Ah! Hola.

-¡Digo!... es usted don Andrés Serván... ¡dispense!...

-Yo soy. ¿Qué desea?

Es una camarera que he visto rara vez por las galerías del comedor.

Sonríe y saca una carta.

-Dispense. La señorita Sarah me da esto para usted.

Cojo la carta. El sobre no tiene escrito.

Lo rompo en cuanto veo descender a la camarera por la escala, y leo -en letra firme, igual, con lápiz:

«Me creería una niña. Me creerá una loca. No me importa; esto último, por usted. No estoy mala, y estoy tan mala que me ahogo. Sin embargo, creo ahora ¡qué rareza!... que no estoy tan mala ni tan loca como he estado hasta amanecer el día de hoy. Parece que me alivia el que usted sepa ya mi mal y mi locura, y al mismo tiempo me da miedo que lo sepa, porque yo estoy casi convencida de que en estos días que lo ignoraba usted, en que Sarah no era para usted más que la chiquilla triste y tonta que para todo el mundo, no me he tirado una noche al mar por rabia de pensar que el barco seguiría sin mí y sin mi recuerdo y sin la pena y el remordimiento en usted, siquiera, de haber sabido que por usted se ahogaba una chiquilla rezando como una última oración: te adoro... te adoro... te adoro... ¡y recoge tú el suspiro de mi alma!...

»Ahora, no me tema. No volverá usted a verme. Le digo que soy casi feliz con sólo haberle dicho que le adoro. Me estoy mirando a un espejo, y veo que no hay nada en mí que no sea de usted... pero como usted ya lo sabe, parece que cada pedazo de mi carne y de mi alma podrán ir muriéndose y dejándole la vida a su alma y a su vida, para siempre, como en un abrazo. Si le estorba, si le enoja la chiquilla enamorada, no me tema; enferma para el médico no volveré a salir del camarote; enferma, para usted, de cariño y de vergüenza. Si no le enojo, dígamelo, escríbame por la camarera..., mande a la que le adora, a la que le adora, a la que le adora...

»Déjeme decirlo una vez más, todavía... ¡a la que le adora!...

SU ESCLAVA.»

Guardo el pliego.

Me ha invadido una emoción enorme.

Trato de examinarme, y no puedo. Sobre la vibrante sacudida de mi ser, flota sólo una idea fría y suelta, desprendida de todo lo demás:

«Sarah... ¡la chiquilla!», como Lucía, sería capaz, es capaz, ha escrito esta carta como un artista escritor. ¿Es una artista?... ¡Oh, bah, a sus quince anos -¡ni con sus veintitrés Lucía, en su inexperiencia!... Sarah, y Lucía, son dos mujeres de corazón, y el corazón escribe siempre en artista del gran arte. Es sin duda que los grandes artistas lo son porque son siempre y para todo lo ideal mujeres de corazón apasionado.

Y lo raro es que la adquisición de esta verdad sobre la carta de Sarah, déjame tranquilo en una tranquilidad de idiota que no sabe, que no sabrá resolver nada acerca de ella.

Ni lo intento, de sumo persuadido de mi torpeza.

Durante un rato, veo el cordel de la corredera dando vueltas en las olas.

Alzo los ojos y veo las pobres aves rojas de Colombo posadas en las crucetas, cansadas de volar.

Voy, llego a la borda, y miro el humo de un buque de dos palos que apenas se divisa hacia el oeste. El sol brilla en el mar, casi redondo, de tan serena el agua, como en un charco.

Diviso dos mujeres, Conversan reclinadas en la borda de la cubierta de segunda. Una es la dulce rubia, la pobre viuda; otra Lucía. La reconozco en su inconfundible gentileza, a pesar de la distancia. Mi corazón (también lo tengo) díceme de un golpe que Lucía, la amiga hermana, la mujer de corazón que tiene además tesoros de bondad y de inteligencia, es la única que podrá darme un consejo de nobleza y de bondad para esta otra pobre mujer niña que tiene nada más en su locura vehemencia y corazón.

Bajo la escala, cruzo la entrecubierta y subo al lado de Lucía.

Ella advierte pronto mi preocupación, y deja a la rubia, alejándose conmigo, paseando...

-¡Es de Sarah! -la he advertido.

Al lado de una ringlada de anchas trompas enhiestas de ventiladores, donde la cubierta de segunda se estrecha con un servicio de grúas y de botes salvavidas plegados y amarrados bajo manchas de aceite y polvo de carbón, nos detenemos.

Le doy la carta. Antes que la lea, le cuento la escena del amanecer.

-Y bien, ¿qué piensa hacer? -pregúntame cuando ha leído, llena de una grave admiración por la lectura.

-No lo sé. En absoluto, no lo sé.

-¿Usted la quiere?

-¡Ah, Lucía... por Dios!... ¡una chicuela!... Además, yo... ¡una niña!... casarme, pensar en casarme... ¡tengo acaso!...

-Sus afectos.

-¡Es posible!

Sonríe, pero con una sonrisa triste. La he dicho una verdad, y no sabría contestarla si me preguntara en dónde, en quién... Tal vez ella adivina esta misma vaguedad mía.

-Bien, Andrés. Hay tres modos de contestar a esta carta: dos honrados, sinceros; el otro... disculpable al menos en su farsa... Usted puede escribirla y decirle que tiene novia, en España, en Filipinas mejor; que le esperan para casarse...

-Sí, sí, ese.

-No, no -me corta-, el peor, el más cruel. Una mujer, una muchacha, no se hace cargo de previos compromisos; y vería antes la rival... Y habría usted aumentado inútilmente su martirio. El segundo sería hablarle sencillamente a su padre, si usted creyese que Sarita podría llegar a ser su mujer algún día... Mas como no lo piensa, no queda, por exclusión, sino el más falso, pero el más humano también y compasivo.

Calla, y yo tiemblo ante esta mujer capaz quién sabe si de toda clase de indulgencias en sus francas visiones de la vida. Tiemblo, porque su consejo siento que va a ser la sentencia de Sarah, sea cual sea.

Maga peregrina, adivinadora, como siempre, deshace mi confusión -honrada, dulce, firme, formidable en su bondad:

-Usted, ya que no puede alzar a sus treinta años a esta niña que tiene, después de todo, tesoros de ternura, debe, Andrés, bajar un poco a jugar con ella a los chiquillos. No se mata, no, aunque usted la diga no te quiero: pero ¿a qué tormentos, la infeliz, si tantos le guardan los años con esa madre y esa alma?... ¡quién sabe si usted no le dará a su vida, toda pasión abierta a usted, el asombro de altezas y delicadezas que no vio en su madre nunca... y que sirviérala al fin para guiarla ennoblecida en respetos de sí propia!... Yo creo que la primera página, en la historia emocional de una mujer, decide de su suerte.

-¡Oh, Lucía!

-Escríbala. Dígale que quiere verla, que la adora. Que ha sufrido más que ella... Y que se lo hubiera cien veces confesado, ante todo el mundo, sin el miedo de sus padres... Dígale que esconda su pasión, que se escribirán los dos cada día...; y luego, al término del viaje, ellos a su capital, usted... a otra; algunas cartas más, con tierra al medio... Y acabó el idilio; teniendo la chiquilla su ilusión calmada y un montoncillo de pliegos color rosa por noble devocionario inolvidable del amor... ¿No, mi amigo?

-¡Oh, mi amiga! -exclamo oprimiendo con mi alma entera, en mis manos, la suya al entregarme la carta.

Y hay una sonrisa y un grande y valiente mirar de sus ojos nobles... que yo no diera por todos los besos de todas las mujeres del Reus.