Del frío al fuego/Capítulo XXI

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Capítulo XXI

Gran oficina de memorialistas, el Reus. Dondequiera hay gentes escribiendo, por el comedor, por el fumadero, impidiendo las partidas de tresillo y de ajedrez; por la cubierta, en sillas, con tinteros de muelle, no bastando los de a bordo. Al arribo de los puertos se impone la breve comunicación con los ausentes queridos, cuyo recuerdo nos renueva y embuenece a todos en la misma onda de ternura. Tengo en el bolsillo mis cartas, y veo desde la borda, a través de una ventana de la saleta, cómo escribe Enrique. Su enérgica faz de rubio domador, creyérase que va a inundarse de lágrimas. Yo medito cuán lejos de él estarán aquellas sus teorías de «práctico sensualismo», entregado ahora el corazón a su madre, a sus hermanas...; y sin embargo, también ellas son mujeres que parecían incluidas en su generalidad. Con sólo que adivinase que pienso esto determinadamente, me daría una bofetada, y se la daría yo a él en caso inverso... ¡Pobres mujeres! ¡Cuánto tiene de irreflexivo y salvaje el modo como os tratamos!... para cada uno, santas su hermana, su madre; brutas de pechos y muslo de lujuria las otras... que son, no obstante, madres y hermanas de los demás...

Huyo del pensamiento volviendo a contemplar el maravilloso espectáculo de fuera. El más bello del mundo -según el capitán. Encanta, efectivamente, como una magia. Conforme navegamos hacia Singapore, nos van rodeando y estrechando los islotes, los flotantes vergeles de tierra roja de coral y de fina y varia vegetación de parque. Los lagos, es decir, las extensiones de mar en que se ensanchan los canales, son verdes, verdes en su calma dilatada, verdes de un verde lívido y fantástico, como las fosforescencias de los ojos felinos. El cielo es verde, decididamente verde en su pálida transparencia de ensueño. Acá y allá, por las islas, cerca, lejos, se ven floridas colinas de la tierra de coral, por cuyas faldas bajan, entre fronda, las casitas de madera, hasta grupos de ellas sumergidos en el agua, sobre estacas... Aldeas divinas... Rústicas Venecias deliciosas.

Doblamos una punta, y un buque hundido asoma su bauprés y las crucetas inclinadas de los palos. Tiene por señal de aviso faroles encendidos, aunque no ha hecho el sol más que ponerse. Está así hace años. Ya había hablado de él el capitán en la mesa. -¡A su vista voy figurándome los Pascuales, las Auroras, las Charos que yacerán dentro del casco inmenso dignificados por la muerte! ¡Cuántas veces el morir nos torna respetable una vida estúpida!

«Excelentísima señora condesa de Fuente-Fiel»..., leería entre los nombres de los náufragos cualquier lector de periódico si nos hundiésemos; y soñaría, antes que esta bufa partiquina repintada, cualquier augusta heroína de leyenda, como D'Annunzio en sus retratos del Vinci.

Vuelvo los gemelos a la proa. La rada enorme de Singapoore se desenvuelve, rodeada enfrente por más islas. Vamos siempre entre piraguas, entre blancas velas, entre vaporcitos que cruzan por todas partes. Un mar bien animado.

-¿Vas con nosotras, eh?

¡Oh, Sarah!

Póneseme cerca, y asesta sus gemelos. Detrás llegan las damas, Alberto, don Lacio, que suben engalanados para el desembarco. Lucía trae un traje malva de crespón, y un sombrero lleno de gasas y rosas, que la hace elegantísima. Son del grupo también Pascual, Aurora y Enrique, y Pura y su madre con el teniente. Fue Sarah esta mañana en el almuerzo la que decidió pérfidamente la comida en restorán... «¿Qué, mamá, no comeremos en tierra? -lanzó- ¡estoy hastiada de esta mesa de conservas!» -«¡Sí, sí!... ¿quiénes iremos?...: ¡guerra a los pavos! ¡suscripción!» -clamó al punto don Lacio. Y no pude menos de suscribirme.

Consiste la pena de don Lacio, y lo dice ahora relamiéndose, en no comer pescados frescos... ¡en el mar!

El puerto es vasto. Lo enfilan los anteojos. Se pierden en el crepúsculo sus muelles lineados de grandes, buques, de grandes navíos de vela, sin fin... Es indudablemente el más importante puerto comercial de la Malacea, acaso del extremo Oriente, el de esta ciudad que asoma tras las frondosas colinas, aquí saltadas por chalets, por pequeños reductos, por observatorios marinos... Fondeando en medio de las aguas verdes descubrimos un crucero español...

-¡Allí, allí, miren... la bandera nuestra! -dice Lucía.- El Don Juan de Austria.

Y este nuestra ha saltado orgulloso en sus labios; y esta bandera roja y amarilla, tan lejos de la patria, crúzanos de una devoción de patriotismo casi santa... Don Lacio, Alberto y el comandante se descubren. Yo también -todos los hombres; saludan las señoras con los pañuelos, mientras se dan el bienhallados el Austria y el Reus, de largo, con gallardetes que izan y arrían en los mástiles... Conoce Lucía los buques, en su calidad de hija de almirante y cosmopolita gaditana que ha vivido en Francia y Nueva-York, amiga de los mares... Ha visto en mis ojos una lágrima y se enjuga otra al descuido... ¡Cómo se quiere a España, fuera de España!... Y fuese un miserable quien creyese que yo no abrazaría a Lucía, en este instante, como a una hermana predilecta... La efusión y la pureza del abrazo se han donado en nuestros ojos.

Nos tapan el Austria otros buques. Minutos después, estamos atracando en un estrecho hueco que dejan en la muralla dos barcos de alto bordo. Vemos pronto la amenaza de los cerros de carbón, cargado aquí por chinos..., por chinos altos, macilentos, obedientes al látigo del capataz. A la derecha, en la explanada, entre la multitud, pasean inglesas; y de pronto, entre ellas, divisamos una bellísima dama cuya gracia inconfundible nos hace exclamar:

-¡Española!

En efecto, vémosla dirigirse a un bote del Austria, con el señor que la acompaña. -El cónsul, tal vez, y su mujer.

Poco después, tres coches, cuyos cocheros nubios nos dicen a todos «papá», nos llevan a Singapoore, por anchas carreteras bordeadas de arbustos y que tienen a su izquierda los frondosos cerros de las villas, y a su derecha las dársenas y no sé qué otras invasiones muradas del mar. Al subir, barqueros chinos, con sus piraguas cargadas bajo un puente, nos han ofrecido nácares y caracoles de todas formas, y cajas y lindos armaritos de maque, a buen mercado... Esto motiva una pequeña detención para que Charo y Pascual, que todo lo compran, lleven a bordo sus conchas y armaritos.

Cuando llegamos a la población, a pesar de estar cerca, se ha encendido la luz eléctrica. Los crepúsculos son tan claros como cortos en estas latitudes. Dejamos los coches, con el deseo de andar. Hemos embocado a Singapoore por el barrio indígena. La calle, tortuosa, está formada, por tenduchos desastrados en los bajos de las casas estrechas, altísimas, viejas, sucias -perforadas sin orden por míseras ventanas. Un olor a fiera, a menagérie, llena el aire. La mayor parte de las tiendas son zapaterías, cordelerías, y muchas familias chinas comen arroz a las puertas.

Todo le choca a Pura. La bella muchacha es imprudente, con sus risas locas, con sus entretenimientos y su verdadera falta de educación, que trae asombrada a Aurora. Primeramente se ha acercado a un grupo de chinos para verlos comer con los palitos, inclinándoseles materialmente en el hombro, riéndoseles en las narices. Luego se ha detenido a ver a otros que fuman opio en su largo tubo y su anafrillo de ascuas, tumbados como cerdos, y nos ha mostrado entre los dedos la coleta de uno, llamándole el Guerra... El chino, incorporado, la mira fosco, sin atreverse a protestar...

-¡Qué bruta! -me dice al lado Sarah, en su condición de comedida hija de condesa que sabe tratar a las gentes.

Mas no paran aquí los desafueros de Pura, que ya empiezan a alarmarnos. Bajo un globo voltaico está adosado a la columna, inmóvil, un policeman vestido de blanco, un gigantesco nubio como vez y media don Lacio, que es el más alto de nosotros. Todavía aumenta su estatura una especie de peludo y monumental chacó de medio metro. Atraída Pura por su talla enorme y por sus rizosas barbas, pónese a decirle a gestos que es guapo, que le gusta... El nubio, grave con su gravedad britanizada, al principio, sonríela pronto... Y yo estoy viendo al fin que abraza a la muchacha, despierto, dentro de su uniforme, en africano por las carantoñas andaluzas... y estoy viendo que mi bravo y minúsculo teniente de Cazadores, interpuesto al cabo cuando ya el nubio se anima, vuela por los aires sin que le valgan para el coloso los arrestos con que dejó tamañito al relojero...

Mediamos oportunamente, y una regular reprimenda del novio y de la madre templan a la revoltosa.

-¡Qué bruta! -díceme Sarah otra vez.

Y don Lacio corrígeme al oído:

-¡No! ¡qué... consonante con menos letras!

La involuntaria ironía que le resulta, para su hija, múevenle a piedad.

Por un momento dudo si este frecuente ridículo del lado serio de los hombres nace de una falsa posición nuestra o de una real insensatez de las mujeres. A tratarse en vez de un policeman de una policewoman, aun sin ser tan arrogante, cualquiera de nosotros hubiese hecho más que Pura...; más, bastante más..., lo que en Port-Said, lo que en Colombo -a ser posible. Y súbitamente, la reticencia que anoche estimé en Sarah de repugnante osadía, se me aparece con un sentido nuevo de queja justa y terrible que me aturde...: «...Y mientras, nosotras al vapor..., ¡como de estuco!»... Igual en la inconsciente boca podía significar: «...¡sedlo vosotros! ¡sed honrados! ¡si hemos de serlo nosotras también!»...

Cuando menos, bajo ahora la cabeza y niégome el derecho a abominar de Sarah, de Pura, si son abominables. ¡Lástima que no pueda transferírselo a estas incoloras vírgenes del coronel, que aun antes que buenas parecen tontas!... ¡lástima que... Mas, no: ¡Lucía! ¡Siempre Lucía!... la buena, la noble, la virtuosa inteligente en plena conciencia del bien y del mal, y de su amable desprecio a todos.

Nos guía, nos sirve, nos salva Lucía de la humana vergüenza de no entendemos entre humanos -con su inglés. Háblasele a unos chinos que nos ofrecen cars como los de Colombo. Útil y dulce, bella y audaz, perpetuamente flotando sobre lo tosco en un indulgente sonreír de diosa resignada, la ven mis ojos en verdad como la diosa-mujer de ignoro cuál nueva religión que habrá de redimirnos a los hombres de impureza, de tiranía, de hipocresía, de vandalismo...

Dos a dos montamos en los maqueados y ligeros cars. Conmigo ha subido don Lacio. Parten los chinos al trote, entre las varas, tirando, por la gran plaza que tiene en sus lejos de jardín de encanto la amplitud inglesa, francesa, rusa... desconocida en España, como si siempre al construir nos faltase tierra. Hermosa, la población europea; pero sin carácter. Aleccionado por Lucía, a la cual acompaña Alberto, su car, seguido de todos los otros, recorre las principales calles... pasa ante los mejores edificios, la Iglesia protestante, la Logia masónica, el Palacio del gobernador..., y por el Botánico, un paseo como el Retiro, abandonado ya, a las nueve de la noche... El aire diáfano se agita en brisa entre las risas de la leve y charolada cabalgata sin caballos. Asómbranos cómo los chinos, largos y enjutos, trotan tanto, resisten tanto. No se duelen de sus piernas, trotan, trotan, lanzándose también entre ellos gritos jubilosos como relinchos.

Es que el olor de las flores, el aroma plástico y meloso que ni en el buque desde Colombo nos ha vuelto a abandonar, embriaga a todos. Piensa don Lacio que están estos jacos indo-chinos compensados de la fealdad de sus mujeres con la espléndida hermosura de sus noches. Las estrellas lucen a miríadas, infinitas, como tachonazos de lumbre. Los árboles olorosos, a nuestro alrededor, están aureoleados a millones por luciérnagas con alas, como estrellas fugitivas...: el fulgor que forma este polvo volante de estrellas sobre las copas de algunos es tan fuerte, que da sombra a los coches... Y óyese el rumor del mar.

Por último, entre los esteros que fórmanle al parque como estanques las saladas aguas, nos vuelven a la población los chinos y nos dejan ante la escalinata de un Hotel.

Todo facilidad, con Lucía. La mesa se nos sirve en un salón donde las aspas de un gran ventilador eléctrico, debajo de la araña, sustituyen con ventas: al viejo típico panká. Comemos frutas, mangostanes de una deliciosa pulpa en corona de ajos dentro de una especie de casco de granada...; lanzones como perfumados bombones de una goma exquisita... Luego, durante la cena, se alegra Charo, de champaña..., y junto a ella, frente a mí, admírame ver tan niña, tan cándida, tan absolutamente despreocupada de su Andrés, al diablito de Sarah -que bebe también, no obstante, como si se quisiera ahogar algo de la misma ansia de besos y de abrazos que me ha encendido a mí en la sangre la noche voluptuosa...

La trata en pitusilla el comandante, que ahora no la enoja:

-¿No has comprado una muñeca?

-No. No la he comprado. China. ¡Con este correr!... Y cuando salgamos será tarde.

Apártase atrás las melenas, de la sien, diciéndolo -tan inocente con el dolor de la muñeca no comprada, que nadie pudiese sospechar qué otro juego de muñeca soñaba conmigo anoche.

La larga sobremesa, aquí encerrados, pasada un poco la explosión alegre de los vinos, empieza a fastidiarnos. No hay que pensar en el buque. Es la una. Saldrá al amanecer. Debe encontrarse aún en el trajín de los carbones... Y como Pura, que antes ha venido siempre en el car con el novio y que ahora vuelve a sus sandias imprudencias, vagando a su lado «distraída» se lo lleva a un gabinete contiguo, la rígida pescadera tose, y Enrique propone pasear la población, hasta la vuelta al barco. Se acepta.

Otros chinos de otros cars nos toman a la puerta. Enrique monta conmigo. Sin embargo, no tratándose esta vez sino de matar el tiempo, bajamos a menudo, a ver jardinillos, fuentes..., y trocamos las parejas en los coches. He ido en un trayecto con el coronel, luego con la famosa pescadera, mantenida al lado en la perfecta corrección de su ya bien ganada señoría... Últimamente llegamos a una pagoda... Y está abierta, pese a la hora.

Es un recinto de murallas, llenos sus lienzos de letras chinas. El lienzo principal rómpese al agobio de una portada en atrio que soporta una gran torre cuadrangular de cuatro cuerpos en disminución, de pura arquitectura indígena muy recargada de adornos y relieves, y separados los cuerpos entre sí por voladas cejas. Nos recibe el guardián. Dentro hay un espacioso patio donde crece a su sabor la hierba, y un templete central sobre cuadradas columnas que dejan entrada por todas partes. Sin embargo, hay que descalzarse para pasar, y renunciamos, en gracia al pudor de las señoras... no sin grandes risas de Charo al imaginar el cuadro del descalzamiento general... Y «medias también»... por el suelo, pues no hay bancos. -Vamos dando la vuelta en el interior de la muralla, investigando lo que más podemos en el obscuro laberinto de columnas, y no logramos divisar más que una cabra sagrada que come en una espuerta.

Don Lacio, reclinado, le improvisa la oración:

«Virgen cabra, madre de Brahma; virgen rabuda, madre de Buda, venga a nos, el tu pienso...

La cabra hace:

-Béeee...

Entonces don Lacio se sobrecoge: ¡cómo! es cabra y bala como borrego... Las cabras, según él, hacen estremecidamente:

-Bé, bé, bé...

Entáblase discusión, entre risotadas -temiendo yo que vamos a dar todos en la cárcel por irreverentes. Gracias a que le pone fin Pascual, imitando el trémulo -Bé, bé, bé... de las cabras, tan a la perfección, que la divina cabra le contesta con toda claridad:

-Bé, bé, bé...

Una ovación a Pascual termina el incidente; y salimos -orgulloso don Lacio de lo que llama nuestro diálogo con los dioses, para calmar la iniciada irritación de Aurora por haber hecho la cabra, «el burro», Pascual... En cambio, Pura, a quien la oración le ha caído en gracia, no cesa de repetir...

«Virgen cabra, virgen cabra...»

Sigue el paseo, barrio chino adelante. A mitad de una calle, igual que todas desierta, por tres altas ventanas oímos música... música singular, sartenera, del país... Ya ha hecho parar don Lacio, que marcha al frente; y están las damas alarmadas, creyendo en... la orquesta de Port-Said. Pero si lo es, vive el cielo que indecente -en tal casucón cuya fachada se inclina roñosa y sucia para hundirse. Baila, alguien, arriba; una silueta salta proyectada por la luz en la pared frontera; la curiosidad de lo indígena en su propia salsa nos excita; pero es el caso que estos chinos de los cars no saben más inglés que dos docenas de palabras para uso de las calles, y Lucía no los entiende. En vista de ello, repítese la previa indagación de Port-Said. Se destacan don Lacio y el húsar..., vuelven a bajar...

-¡Un baile!

¡Bravo, a él!... Realizada con pena la tenebrosa ascensión por un recto y larguísimo tramo de escalera poco más cómoda que la de un albañil, invadimos un miserable camaranchón colgado de telas rojas y dividido en dos por una mampara de petates... Los chinos nos reciben con un silencio estupefacto. Descansan ahora. Uno, en medio, viste túnica y caperuza de augur y le llegan a mitad del pecho las guías lacias del bigote. Además, las chinas están detrás de los petates y sólo asoman por encima las cabezas.

Inquirimos. El asombro de ellos y el asombro nuestro es igual, en el silencio de intimidad perturbada. Mas, puesto que si no nos invitan a nada tampoco nos echan, permanecemos, en pie, en grupo, esperando.

Arde en una cazuela una especie de aceite nauseabundo, delante del augur. Suena a golpe de gong-gong la música, que no vemos; coge el chino dos puñales, y después de rociar el piso de borujones de papeles rojos, pónese a danzar a grandes saltos.

-¡Juegos de manos! -opina alguien en el grupo.

-¡Sí, sí, un juglar!

Pero las risas, la gozosa posesión que pronto establecemos sobre la siempre severa y silenciosa concurrencia, tórnase luego en un histérico terror de las señoras, de Purita sobre todo... El augur, furioso ya como un energúmeno, agita a cada brinco los grandes puñales por el aire, cae sobre los papeles rojos, clavándolos de un golpe sobre el piso de madera, y los va encendiendo en la cazuela, sin dejar de bailar, sin dejar de saltar, frenético, espantoso... Luego los agita encendidos, y es milagro que no ardan cien veces las túnicas de los concurrentes, el techo de reseca nipa, el suelo de viejas tablas que botan bajo los pies como teclas de piano...

Y su furor aumenta. Los agudos puñalones pasan descompuestos cerca del grupo...; y una congoja, un casi desmayo de susto, al fin, de Pura, nos obliga a partir... a tomar de nuevo la escalera alumbrándonos con fósforos... Sólo ahora logra entender Lucía a los cocheros, con gran esfuerzo, ¡horror!... que es un agonizante a quien exorcisan, según el culto búdico... Debió de hacerles una gracia muy grande nuestra gozosa irrupción de turistas.

Vamos subiendo a los cars. En el barullo, siento de pronto a Sarah en el mío. Un abanico que, apenas en marcha, ella deja caer hábilmente, nos detienen lo preciso para que nuestro cochero-caballo tenga ya que ir siempre tras de los otros. La orden se ha dado, al Reus, en retirada; y el designio de la chiquilla lo veo bien claro..., es decir, lo siento en plena boca (ya que no puedo verlo bien en la semioscuridad de la carretera), con el calor de la suya al beso largo, mortal, interminable... en que sus brazos me ahogan sin obstáculos de vidrio...

Ésta es nuestra salida de Singapoore, siguiendo a los otros cars algo distantes, mientras trota el indio entre las varas, advertido o no advertido de los besos... ¡qué importa!...

Del beso, porque no es más que uno, ansioso, sin término, en que Sarah contra mi hombro se muere...