Del sentimiento trágico de la vida: VIII
No creo que sea violentar la verdad el decir que el sentimiento religioso es sentimiento de divinidad, y que sólo con violencia del corriente lenguaje humano puede hablarse de religión atea. Aunque es claro que todo dependerá del concepto que de Dios nos formemos. Concepto que depende a su vez del de divinidad.
Conviénenos, en efecto, comenzar por el sentimiento de divinidad, antes de mayusculizar el concepto de esta cualidad y, articulándola, convertirla en la Divinidad, esto es, en Dios. Porque el hombre ha ido a Dios por lo divino más bien que ha deducido lo divino de Dios.
Ya antes, en el curso de estas algo errabundas y a la par insistentes reflexiones sobre el sentimiento trágico de la vida, recordé el timor fecit deos de Estacio para corregirlo y limitarlo. Ni es cosa de trazar una vez más el proceso histórico por que los pueblos han llegado al sentimiento y al concepto de un Dios personal como el del cristianismo. Y digo los pueblos y no los individuos aislados, porque si hay sentimiento y concepto colectivo, social, es el de Dios, aunque el individuo lo individualice luego. La filosofía puede tener, y de hecho tiene, un origen individual; la teología es necesariamente colectiva.
La doctrina de Schleiermacher que pone el origen, o más bien la esencia del sentimiento religioso, en el inmediato y sencillo sentimiento de dependencia, parece ser la explicación más profunda y exacta. El hombre primitivo, viviendo en sociedad, se siente depender de misteriosas potencias que invisiblemente le rodean, se siente en comunión social, no sólo con sus semejantes, los demás hombres, sino con la Naturaleza toda animada e inanimada, lo que no quiere decir otra cosa sino que lo personaliza todo. No sólo tiene él conciencia del mundo, sino que se imagina que el mundo tiene también conciencia como él. Lo mismo que un niño habla a su perro o a su muñeco, cual si le entendiesen, cree el salvaje que le oye su fetiche o que la nube tormentosa se acuerda de él y le persigue. Y es que el espíritu del hombre natural, primitivo, no se ha desplacentado todavía de la Naturaleza, ni ha marcado el lindero entre el sueño y la vigilia, entre la realidad y la imaginación.
No fué, pues, lo divino, algo objetivo, sino la subjetividad de la conciencia proyectada hacia fuera, la personalización del mundo. El concepto de divinidad surgió del sentimiento de ella, y el sentimiento de divinidad no es sino el mismo oscuro y naciente sentimiento de personalidad vertido a lo de fuera. Ni cabe en rigor decir fuera y dentro, objetivo y subjetivo, cuando tal distinción no era sentida, y siendo como es, de esa indistinción de donde el sentimiento y el concepto de divinidad proceden. Cuanto más clara la conciencia de la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo, tanto más oscuro el sentimiento de divinidad entre nosotros.
Hase dicho, y al parecer con entera razón, que el paganismo helénico es, más bien que politeísta, panteísta. La creencia en muchos dioses, tomando el concepto de Dios como hoy le tomamos, no sé que haya existido en cabeza humana. Y si por panteísmo se entiende la doctrina no de que todo y cada cosa es Dios—proposición para mí impensable—, sino de que todo es divino, sin gran violencia cabe decir que el paganismo era politeísta. Los dioses, no sólo se mezclaban entre los hombres, sino que se mezclaban con ellos; engendraban los dioses en las mujeres mortales, y los hombres mortales engendraban en las diosas a semi-dioses. Y si hay semi-dioses, esto es, semi-hombres, es tan sólo porque lo divino y lo humano eran caras de una misma realidad. La divinización de todo no era sino su humanización. Y decir que el Sol era un dios, equivalía a decir que era un hombre, una conciencia humana más o menos agrandada y sublimada. Y esto vale desde el fetichismo hasta el paganismo helénico.
En lo que propiamente se distinguían los dioses de los hombres, era en que aquéllos eran inmortales. Un dios venía a ser un hombre inmortal, y divinizar a un hombre, considerarle como a un Dios, era estimar que, en rigor, al morirse no había muerto. De ciertos héroes se creía que fueron vivos al reino de los muertos. Y este es un punto importantísimo para estimar el valor de lo divino.
En aquellas repúblicas de dioses había siempre algún dios máximo, algún verdadero monarca. La monarquía divina fué la que, por el monocultismo llevó a los pueblos al monoteísmo. Monarquía y monoteísmo son, pues, cosas gemelas. Zeus, Júpiter, iba en camino de convertirse en dios único, como en dios único, primero del pueblo de Israel, después de la humanidad y, por último, del universo todo, se convirtió Jahvé, que empezó siendo uno entre tantos dioses.
Como la monarquía, tuvo el monoteísmo un origen guerrero. «Es en la marcha y en tiempo de guerra—dice Robertson Smith, The Prophets of Israel, lect. I —cuando un pueblo nómada siente la instante necesidad de una autoridad central, y así ocurrió que, en los primeros comienzos de la organización nacional en torno al santuario del arca, Israel se creyó la hueste de Jehová. El nombre mismo de Israel es marcial y significa Dios pelea, y Jehová es en el Viejo Testamento Iahwé Zebahât, el Jehová de los ejércitos de Israel. Era en el campo de batalla donde se sentía más claramente la presencia de Jehová; pero en las naciones primitivas, el caudillo de tiempo de guerra es también el juez natural en tiempo de paz».
Dios, el Dios único, surgió, pues, del sentimiento de divinidad en el hombre como Dios guerrero, monárquico y social. Se reveló al pueblo, no a cada individuo. Fué el Dios de un pueblo y exigía celoso se le rindiese culto a él solo, y de este monocultismo se pasó al monoteísmo, en gran parte por la acción individual, más filosófica acaso que teológica, de los profetas. Fué, en efecto, la actividad individual de los profetas lo que individualizó la divinidad. Sobre todo al hacerla ética.
Y de este Dios surgido así en la conciencia humana a partir del sentimiento de divinidad, apoderóse luego la razón, esto es, la filosofía, y tendío a definirlo, a convertirlo en idea. Porque definir algo es idealizarlo, para lo cual hay que prescindir de su elemento inconmensurable o irracional, de su fondo vital. Y el Dios sentido, la divinidad sentida como persona y conciencia única fuera de nosotros, aunque envolviéndonos y sosteniéndonos, se convirtió en la idea de Dios.
El Dios lógico, racional, el ens summum, el primum movens, el Sér Supremo de la filosofía teológica, aquel a que se llega por los tres famosos caminos de negación, eminencia y causalidad, viae negationis, eminentiae, causalitatis, no es más que una idea de Dios, algo muerto. Las tradicionales y tantas veces debatidas pruebas de su existencia no son, en el fondo, sino un intento vano de determinar su esencia; porque, como hacía muy bien notar Viuet, la existencia se saca de la esencia; y decir que Dios existe, sin decir qué es Dios y cómo es, equivale a no decir nada.
Y este Dios, por eminencia y negación o remoción de cualidades finitas, acaba por ser un Dios impensable, una pura idea, un Dios de quien, a causa de su excelencia misma ideal, podemos decir que no es nada, como ya definió Escoto Eriugena: Deus propter excellentiam non inmerito nihil vocatur. O con frase del falso Dionisio Areopagita, en su epístola 5: «La divina tiniebla es la luz inaccesible en la que se dice habita Dios». El Dios antropomórfico y sentido, al ir purificándose de atributos humanos, y como tales finitos y relativos y temporales, se evapora en el Dios del deísmo o del panteísmo.
Las supuestas pruebas clásicas de la existencia de Dios refiérense todas a este Dios-Idea, a este Dios lógico, al Dios por remoción, y de aquí que en rigor no prueben nada, es decir, no prueban más que la existencia de esa idea de Dios.
Era yo un mozo que empezaba a inquietarme de estos eternos problemas, cuando en cierto libro, de cuyo autor no quiero acordarme, leí esto: «Dios es una gran equis sobre la barrera última de los conocimientos humanos; a medida que la ciencia avanza, la barrera se retira». Y escribí al margen: «De la barrera acá, todo se explica sin El; de la barrera aliá, ni con El ni sin El; Dios, por lo tanto, sobra». Y en respecto al Dios-Idea, al de las pruebas, sigo en la misma sentencia. Atribúyese a Laplace la frase de que no había necesitado de la hipótesis de Dios para construir su sistema del origen del Universo, y así es muy cierto. La idea de Dios en nada nos ayuda para comprender mejor la existencia, la esencia y la finalidad del Universo.
No es más concebible el que haya un Sér Supremo infinito, absoluto y eterno, cuya esencia desconocemos, y que haya creado el Universo, que el que la base material del Universo mismo, su materia, sea eterna e infinita y absoluta. En nada comprendemos mejor la existencia del mundo con decirnos que lo crió Dios. Es una petición de principio o una solución meramente verbal para encubrir nuestra ignorancia. En vigor, deducimos la existencia del Creador del hecho de que lo creado existe, y no se justifica racionalmente la existencia de Aquél; de un hecho no se saca una necesidad, o es necesario todo.
Y si del modo de ser del Universo, pasamos a lo que se llama el orden y que se supone necesita un ordenador, cabe decir qué orden es lo que hay y no concebimos otro. La prueba esa del orden del Universo, implica un paso del orden ideal al real, un proyectar nuestra mente a fuera, un suponer que la explicación racional de una cosa produce la cosa misma. El arte humano, aleccionado por la Naturaleza, tiene un hacer conciente con que comprende el modo de hacer, y luego trasladamos este hacer artístico y conciente a una conciencia de un artista, que no se sabe de qué naturaleza aprendió su arte.
La comparación ya clásica con el relój y el relojero, es inaplicable a un Sér absoluto, infinito y eterno. Es, además, otro modo de no explicar nada. Porque decir que el mundo es como es y no de otro modo porque Dios así lo hizo, mientras no sepamos por qué razón lo hizo así, no es decir nada. Y si sabemos la razón de haberlo así hecho Dios, éste sobra, y la razón basta. Si todo fuera matemáticas, si no hubiese elemento irracional, no se habría acudido a esa explicación de un Sumo Ordenador, que no es sino la razón de lo irracional y otra tapadera de nuestra ignorancia. Y no hablemos de aquella ridícula ocurrencia de que, echando al azar caracteres de imprenta, no puede salir compuesto el Quijote. Saldría compuesta cualquier otra cosa cosa que llegaría a ser un Quijote para los que a ella tuviesen que atenerse y en ella se formasen y formaran parte de ella.
Esa ya clásica supuesta prueba redúcese, en el fondo, a hipostatizar o sustantivar la explicación o razón de un fenómeno, a decir que la Mecánica hace el movimiento, la Biología la vida, la Filología el lenguaje, la Química los cuerpos, sin más que mayusculizar la ciencia y convertirla en una potencia distinta de los fenómenos de que la extraemos y distinta de nuestra mente que la extrae. Pero a ese Dios así obtenido, y que no es sino la razón hipostatizada y proyectada al infinito, no hay manera de sentirlo como algo vivo y real y ni aun de concebirlo si no como una mera idea que con nosotros morirá.
Pregúntase, por otra parte, si una cosa cualquiera imaginada pero no existente, no existe porque Dios no lo quiere, o no lo quiere Dios porque no existe, y respecto a lo imposible, si es que no puede ser porque Dios así lo quiere, o no lo quiere Dios porque ello en sí y por su absurdo mismo no puede ser. Dios tiene que someterse a la ley lógica de contradicción, y no puede hacer, según los teólogos, que dos más dos hagan más o menos que cuatro. La ley de la necesidad está sobre El o es El mismo, Y en el orden moral se pregunta si la mentira, o el homicidio, o el adulterio, son malos porque así lo estableció o si lo estableció así porque ello es malo. Si lo primero, Dios o es un Dios caprichoso y absurdo que establece una ley pudiendo haber establecido otra, u obedece a una naturaleza y esencia intrínseca de las cosas mismas independiente de él, es decir, de su voluntad soberana; y si es así, si obedece a una razón de ser de las cosas, esta razón, si la conociésemos, nos bastaría sin necesidad alguna de más Dios, y no conociéndola, ni Dios tampoco nos aclara nada. Esa razón estaría sobre Dios. Ni vale decir que esa razón es Dios mismo, razón suprema de las cosas. Una razón así necesaria, no es algo personal. La personalidad le da la voluntad, necesariamente libre, lo que hará siempre del Dios lógico o aristotélico un Dios contradictorio.
Los teólogos escolásticos no han sabido nunca desenredarse de las dificultades en que se veían metidos al tratar de conciliar la libertad humana con la presencia divina y el conocimiento que Dios tiene de lo futuro contingente y libre; y es porque, en rigor, el Dios racional es completamente inaplicable a lo contingente, pues que la noción de contingencia no es en el fondo sino la noción de irracionalidad. El Dios racional es forzosamente necesario en su sér y en su obrar, no puede hacer en cada caso sino lo mejor, y no cabe que haya varias cosas igualmente mejores, pues entre infinitas posibilidades sólo hay una que sea la más acomodada a su fin, como entre las infinitas líneas que pueden trazarse de un punto a otro sólo hay una recta. Y el Dios racional, el Dios de la razón, no puede menos sino seguir en cada caso la línea recta, la más conducente al fin que se propone, fin necesario como es necesaria la única recta dirección que a él conduce. Y así la divinidad de Dios es sustituida por su necesidad. Y en la necesidad de Dios perece su voluntad libre, es decir, su personalidad conciente. El Dios que anhelamos, el Dios que ha de salvar nuestra alma de la nada, el Dios inmortalizador, tiene que ser un Dios arbitrario.
Y es que Dios no puede ser Dios porque piensa, sino porque obra, porque crea; no es un Dios contemplativo, sino activo. Un Dios Razón, un Dios teórico o contemplativo, como es el Dios éste del racionalismo teológico, es un Dios que diluye en su propia contemplación. A este Dios corresponde, como veremos, la visión beatífica como expresión suprema de la felicidad eterna. Un Dios quietista, en fin, como es quietista por esencia misma la razón.
Queda la otra famosa prueba, la del consentimiento, supuesto unánime, de los pueblos todos en creer en un Dios. Pero esta prueba no es en rigor racional ni a favor del Dios racional que explica el Universo, sino del Dios cordial que nos hace vivir. Sólo podríamos llamarla racional en el caso de que creyésemos que la razón es el consentimiento, más o menos unánime, de los pueblos, el sufragio universal, en el caso de que hiciésemos razón a la vox populi que se dice ser vox Dei.
Así lo creía aquel trágico y ardiente Lamennais, el que dijo que la vida y la verdad no son sino una sola y misma cosa—¡ojalá!—, y que declaró a la razón una, universal, perpetua y santa. (Essai sur l'indifférence, IV partie, chap. VIII). Y glosó el «o hay que creer a todos o a ninguno—aut omnibus credendum est aut nemini—, de Lactancio, y aquello de Heráclito de que toda opinión individual es falible, y lo de Aristóteles de que la más fuerte prueba es el consentimiento de los hombres todos, y sobre todo lo de Plinio (in Paneg. Trajani LXII) de que ni engaña uno a todos ni todos a uno—nemo omnes, neminem omnes fetellerunt.—¡Ojalá! Y así se acaba en lo de Cicerón (De natura deorum, lib.III, cap. II, 5 y 6) de que hay que creer a nuestros mayores, aun sin que nos den razones maioribus autem nostris, etiam nulla ratione reddita credere.
Sí, supongamos que es universal y constante esa opinión de los antiguos que nos dice que lo divino penetra a la Naturaleza toda, y que sea un dogma paternal, πατριος δοξα, como dice Aristóteles (Metaphysica lib. VII, cap. VII); eso probaría sólo que hay un motivo que lleva a los pueblos y a los individuos—sean todos o casi todos o muchos—a creer en un Dios. Pero, ¿no es que hay acaso ilusiones y falacias que se fundan en la naturaleza misma humana? ¿No empiezan los pueblos todos por creer que el Sol gira entorno de ellos? ¿Y no es natural que propendamos todos a creer lo que satisface nuestro anhelo? ¿Diremos con W. Hermann (v. Christlich systematische Dognatik, en el tomo Systematische christliche Religión, de la colección Die Kultur der Gegenucart, editada por P. Hineberg), «que si hay un Dios, no se ha dejado sin indicársenos de algún modo, y quiere ser hallado por nosotros?»
Piadoso deseo, sin duda, pero no razón en su estricto sentido, como no le apliquemos la sentencia agustiniana, que tampoco es razón, de «pues que me buscas, es que me encontraste», creyendo que es Dios quien hace que le busquemos.
Ese famoso argumento del consentimiento supuesto unánime de los pueblos, que es el que con un seguro instinto más emplearon los antiguos, no es, en el fondo y trasladado de la colectividad del individuo, sino la llamada prueba moral, la que Kant, en su Crítica de la razón práctica, empleó, la que se saca de nuestra conciencia—o más bien de nuestro sentimiento de la divinidad—, y que no es una prueba estricta y específicamente racional, sino vital, y que no puede ser aplicada al Dios lógico, al ens summum, al Sér simplicísimo y abstractísimo, al primer motor inmóvil e impasible, al Dios Razón, en fin, que ni sufre ni anhela, sino al Dios biótico, al Sér complejísimo y concretísimo, al Dios paciente que sufre y anhela en nosotros y con nosotros, al Padre de Cristo, al que no se puede ir sino por el Hombre, por su Hijo (v. Juan XIV, 6), y cuya revelación es histórica, o si se quiere anecdótica, pero no filosófica, no categórica.
El consentimiento unánime—¡supongámoslo así!— de los pueblos, o sea el universal anhelo de las almas todas humanas que llegaron a la conciencia de su humanidad que quiere ser fin y sentido del Universo, ese anhelo, que no es sino aquella esencia misma del alma, que consiste en su conato por persistir eternamente y porque no se rompa la continuidad de la conciencia, nos lleva al Dios humano, antropomórfico, proyección de nuestra conciencia a la Conciencia del Universo, al Dios que da finalidad y sentido humanos al Universo y que no es el ens summus, el primum movens ni el creador del Universo, no es la Idea-Dios. Es un Dios vivo, subjetivo—pues que no es sino la subjetividad objetivada o la personalidad universalizada—, que es más que mera idea, y antes que razón es voluntad. Dios es Amor, esto es, Voluntad. La razón, el Verbo, deriva de El; pero El, el Padre, es, ante todo, Voluntad.
«No cabe duda alguna—escribe Ritschl (Rechtfertigung und Versöhnung, III, cap. V)—, que la personalidad espiritual de Dios se estimaba muy imperfectamente en la antigua teología al limitarla a las funciones de conocer y querer. La concepción religiosa no puede menos de aplicar a Dios también el atributo del sentimiento espíritual. Pero la antigua teología ateníase a la impresión de que el sentimiento y el afecto son notas de una personalidad limitada y creada, y transformaba la concepción religiosa de la felicidad de Dios, v. gr., en el eterno conocerse a sí mismo, y la del odio en el habitual propósito de castigar el pecado.» Sí, aquel Dios lógico, obtenido via negationis, era un Dios que, en rigor, ni amaba ni odiaba, porque ni gozaba ni sufría, un Dios sin pena ni gloria, inhumano, y su justicia una justicia racional o matemática, esto es una injusticia.
Los atributos del Dios vivo, del Padre de Cristo, hay que deducirlos de su revelación histórica en el Evangelio y en la conciencia de cada uno de los creyentes cristianos, y no de razonamientos metafísicos que sólo llevan al Dios-Nada de Escoto Eriugena, al Dios racional o panteístico, al Dios ateo, en fin, a la Divinidad despersonalizada.
Y es que al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por camino de razón, sino por camino de amor y de sufrimiento. La razón nos apartá más bien de El. No es posible conocerle para luego amarle; hay que empezar por amarle, por anhelarle, por tener hambre de El, antes de conocerle. El conocimiento de Dios procede del amor a Dios, y es un conocimiento que poco o nada tiene de racional. Porque Dios es indefinible. Querer definir a Dios, es pretender limitarlo en nuestra mente; es decir, matarlo. En cuanto tratamos de definirlo, nos surge la nada.
La idea de Dios de la pretendida teodicea racional, no es más que una hipótesis, como, por ejemplo, la idea del éter.
Éste, el éter, en efecto, no es sino una entidad supuesta, y que no tiene valor sino en cuanto explica lo que por ella tratamos de explicarnos: la luz, o la electricidad, o la gravitación universal, y sólo en cuanto no se pueda explicar estos hechos de otro modo. Y así, la idea de Dios es una hipótesis también que sólo tiene valor en cuanto con ella nos explicamos lo que tratamos con ella de explicarnos: la existencia y esencia del Universo, y mientras no se expliquen mejor de otro modo. Y como en realidad no nos la explicamos ni mejor ni peor con esa idea que sin ella, la idea de Dios, suprema petición de principio, marra.
Pero si el éter no es sino una hipótesis para explicar la luz, el aire, en cambio, es una cosa inmediatamente sentida; y aunque con él no nos explicásemos el sonido, tendríamos siempre su sensación directa, sobre todo la de su falta, en momentos de ahogo, de hambre de aire. Y de la misma manera, Dios mismo, no ya la idea de Dios, puede llegar a ser una realidad inmediatamente sentida; y aunque no nos expliquemos con su idea ni la existencia ni la esencia del Universo, tenemos a las veces el sentimiento directo de Dios, sobre todo en los momentos de ahogo espiritual. Y este sentimiento, obsérvese bien, porque en esto estriba todo lo trágico de él y el sentimiento trágico todo de la vida, es un sentimiento de hambre de Dios, de carencia de Dios. Creer en Dios es, en primera instancia, y como veremos, querer que haya Dios, no poder vivir sin Él.
Mientras peregriné por los campos de la razón a busca de Dios, no pude encontrarle porque la idea de Dios no me engañaba, ni pude tomar por Dios a una idea, y fué entonces, cuando erraba por los páramos del racionalismo, cuando me dije que no debemos buscar más consuelo que la verdad, llamando así a la razón, sin que por eso me consolara. Pero al ir hundiéndome en el escepticismo racional de una parte y en la desesperación sentimental de otra, se me encendió el hambre de Dios, y el ahogo de espíritu me hizo sentir con su falta, su realidad. Y quise que haya Dios, que exista Dios. Y Dios no existe, sino que más bien sobre-existe, y está sustentando nuestra existencia, existiéndonos.
Dios, que es el Amor, el Padre del Amor, es hijo del amor en nosotros. Hay hombres ligeros y exteriores, esclavos de la razón que nos exterioriza, que creen haber dicho algo con decir que lejos de haber hecho Dios al hombre a su imagen y semejanza, es el hombre el que a su imagen y semejanza se hace sus dioses o su Dios, sin reparar, los muy livianos, que si esto segundo es, como realmente es, así, se debe a que no es menos verdad lo primero. Dios y el hombre se hacen mutuamente, en efecto; Dios se hace o se revela en el hombre, y el hombre se hace en Dios, Dios se hizo a sí mismo, Deus ipse se fecit, dijo Lactancio (Divinarum institutionum, II, 8), y podemos decir que se está haciendo, y en el hombre y por el hombre. Y si cada cual de nosotros, en el empuje de su amor, en su hambre de divinidad, se imagina a Dios a su medida, y a su medida se hace Dios para él, hay un Dios colectivo, social, humano, resultante de las imaginaciones todas humanas que le imaginan. Porque Dios es y se revela en la colectividad. Y es Dios la más rica y más personal concepción humana.
Nos dijo el Maestro de divinidad que seamos perfectos como es perfecto nuestro Padre que está en los cielos (Mat., V, 48), y en el orden del sentir y el pensar nuestra perfección consiste en ahincarnos porque nuestra imaginación llegue a la total imaginación de la humanidad de que formamos, en Dios, parte.
Conocida es la doctrina lógica de la contraposición entre la extensión y la comprensión de un concepto, y como a medida que la una crece, la otra mengua. El concepto más extenso y a la par menos comprensivo, es el de ente o cosa que abarca todo lo existente y no tiene más nota que la de ser, y el concepto más comprensivo y el menos extenso es el del universo, que sólo a sí mismo se aplica y comprende todas las notas existentes. Y el Dios lógico o racional, el Dios obtenido por vía de negación, el ente sumo, se sume, como realidad, en la nada, pues el ser puro y la pura nada, según enseñaba Hegel, se identifican. Y el Dios cordial o sentido, el Dios de los vivos, es el Universo mismo personalizado, es la conciencia del Universo.
Un Dios universal y personal, muy otro que el Dios individual del rígido monoteísmo metafísico.
Debo aquí advertir una vez más cómo opongo la individualidad a la personalidad, aunque se necesiten una a otra. La individualidad es, si puedo así expresarme, el continente y la personalidad el contenido, o podría también decir en un cierto sentido que mi personalidad es mi comprensión, lo que comprendo y encierro en mí —y que es de una cierta manera todo el Universo—, y mi individualidad es mi extensión; lo uno, lo infinito mío, y lo otro, mi finito. Cien tinajas de fuerte casco de barro están vigorosamente individualizadas, pero pueden ser iguales y vacías, o a lo sumo llenas del mismo líquido homogéneo, mientras que dos vejigas de membrana sutilísima, a través de la cual se verifica activa ósmosis y exósmosis pueden diferenciarse fuertemente y estar llenas de líquidos muy complejos. Y así puede uno destacarse fuertemente de otros, en cuanto individuo, siendo como un crustáceo espiritual, y ser pobrísimo de contenido diferencial. Y sucede más aún, y es que cuanta más personalidad tiene uno, cuanta mayor riqueza interior, cuanto más sociedad es en sí mismo, menos rudamente se divide de los demás. Y de la misma manera, el rígido Dios del deísmo, del monoteísmo aristotélico, el ens summum, es un ser en quien la individualidad, o más bien la simplicidad, ahoga a la personalidad. La definición le mata, porque definir es poner fines, es limitar, y no cabe definir lo absolutamente indefinible. Carece ese Dios de riqueza interior; no es sociedad en sí mismo. Y a esto obvió la revelación vital con la creencia en la Trinidad que hace de Dios una sociedad, y hasta una familia en sí, y no ya un puro individuo. El Dios de la fe es personal; es persona, porque incluye tres personas, puesto que la personalidad no se siente aislada. Una persona aislada deja de serlo. ¿A quién, en efecto, amaría? Y si no ama, no es persona. Ni cabe amarse a sí mismo siendo simple y sin desdoblarse por el amor.
Fué el sentir a Dios como a Padre lo que trajo consigo la fe en la Trinidad. Porque un Dios Padre no puede ser un Dios soltero, esto es, solitario. Un padre es siempre padre de familia. Y el sentir a Dios como Padre, ha sido una perenne sugestión a concebirlo, no ya antropomórficamente, es decir, como a hombre —ánthropos— sino andromórficamente, como a varón —aner—. A Dios Padre, en efecto, concíbelo la imaginación popular cristiana como a un varón. Y es porque el hombre, homo, ἄνθρωπος, no se nos presenta sino como varón, vir, ἀνήρ, o como mujer, mulier, γυνή. A lo que puede añadirse el niño, que es neutro. Y de aquí para completar con la imaginación la necesidad sentimental de un Dios hombre perfecto, esto es, familia, el culto al Dios Madre, a la Virgen María, y el culto al niño Jesús.
El culto a la Virgen, en efecto, la mariolatría, que ha ido poco a poco elevando en dignidad lo divino de la Virgen, hasta casi deificarla, no responde sino a la necesidad sentimental de que Dios sea hombre perfecto, de que entre la feminidad en Dios. Desde la expresión de Madre de Dios, θεοτόκος, deipara, ha ido la piedad católica exaltando a la Virgen María hasta declararla corredentora y proclamar dogmática su concepción sin mancha de pecado original, lo que la pone ya entre la Humanidad y la Divinidad y más cerca de ésta que de aquélla. Y alguien ha manifestado su sospecha de que, con el tiempo, acaso se llegue a hacer de ella algo así como una persona divina más.
Y tal vez no por esto la Trinidad se convirtiese en Cuaternidad. Si πνεῦμα, espíritu en griego, en vez de ser neutro fuese femenino, ¿quién sabe si no se hubiese hecho ya de la Virgen María una encarnación o humanación del Espíritu Santo? El texto del Evangelio según Lucas, en el versillo 35 del cap. I, donde se narra la Anunciación por el ángel Gabriel que le dice: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti», πνεῦμα ἅγιον ἐπελεύσεται ἐπὶ σέ, habría bastado para una encendida piedad que sabe siempre plegar a sus deseos la especulación teológica. Y habríase hecho un trabajo dogmático paralelo al de la divinización de Jesús, el Hijo, y su identificación con el Verbo.
De todos modos, el culto a la Virgen, a lo eterno femenino, o más bien a lo divino femenino, a la maternidad divina, acude a completar la personalización de Dios haciéndole familia.
En uno de mis libros (Vida de Don Quijote y Sancho, segunda parte, cap. LXVII) he dicho que «Dios era y es en nuestras mentes masculino. Su modo de juzgar y condenar a los hombres, modo de varón, no de persona humana por encima de sexo; modo de Padre. Y para compensarlo hacía falta la Madre, la Madre que perdona siempre, la Madre que abre siempre los brazos al hijo cuando huye éste de la mano levantada o del ceño fruncido del irritado padre; la madre en cuyo regazo se busca como consuelo una oscura remembranza de aquella tibia paz de la inconsciencia que dentro de él fué el alba que precedió a nuestro nacimiento y un dejo de aquella dulce leche que embalsamó nuestros sueños de inocencia; la madre que no conoce más justicia que el perdón ni más ley que el amor. Nuestra pobre e imperfecta concepción de un Dios con largas barbas y voz de trueno, de un Dios que impone preceptos y pronuncia sentencias, de un Dios Amo de casa, Pater familias a la romana, necesitaba compensarse y completarse; y como en el fondo no podemos concebir al Dios personal y vivo, no ya por encima de rasgos humanos, mas ni aun por encima de rasgos varoniles, y menos un Dios neutro o hermafrodita, acudimos a darle un Dios femenino y junto al Dios Padre hemos puesto a la Diosa Madre, a la que perdona siempre, porque como mira con amor ciego, ve siempre el fondo de la culpa y en ese fondo la justicia única del perdón...»
A lo que debo ahora añadir que no sólo no podemos concebir al Dios vivo y entero como solamente varón, sino que no le podemos concebir como solamente individuo, como proyección de un yo solitario, fuera de sociedad, de un yo en realidad abstracto. Mi yo vivo es un yo que es en realidad un nosotros; mi yo vivo, personal, no vive sino en los demás, de los demás y por los demás yos; procedo de una muchedumbre de abuelos y en mí los llevo en extracto, y llevo a la vez en mí en potencia una muchedumbre de nietos, y Dios, proyección de mi yo al infinito —o más bien yo proyección de Dios a lo finito—, es también muchedumbre. Y de aquí, para salvar la personalidad de Dios, es decir, para salvar al Dios vivo, la necesidad de fe —esto es sentimental e imaginativa— de concebirle y sentirle con una cierta multiplicidad interna.
El sentimiento pagano de divinidad viva obvió a esto con el politeísmo. Es el conjunto de sus dioses, la república de éstos, lo que constituye realmente su Divinidad. El verdadero Dios del paganismo helénico es más bien que Zeus Padre (Jupiter), la sociedad toda de los dioses y semi-dioses. Y de aquí la solemnidad de la invocación de Demóstenes cuando invocaba a los dioses todos, y a todas las diosas: τοῖς θεοῖς εὔχομαι πᾶσι καὶ πάσαις. Y cuando los razonadores sustantivaron el término dios, θεός, que es propiamente un adjetivo, una cualidad predicada de cada uno de los dioses, y le añadieron un artículo, forjaron el dios —ὁ θεός— abstracto o muerto del racionalismo filosófico, una cualidad sustantivada y falta de personalidad por lo tanto. Porque el dios no es más que lo divino. Y es que de sentir la divinidad en todo no puede pasarse, sin riesgo para el sentimiento, a sustantivarla y hacer de la Divinidad Dios. Y el Dios aristotélico, el de las pruebas lógicas, no es más que la Divinidad, un concepto y no una persona viva a que se pueda sentir y con la que pueda por el amor comunicarse el hombre. Ese Dios que no es sino un adjetivo sustantivado, es un dios constitucional que reina, pero no gobierna; la Ciencia es su carta constitucional.
Y en el propio paganismo greco-latino, la tendencia al monoteísmo vivo se ve en concebir y sentir a Zeus como padre, Ζεὺς πατήρ que le llama Homero, Iu-piter o sea Iu-pater entre los latinos, y padre de toda una dilatada familia de dioses y diosas que con él constituyen la Divinidad.
De la conjunción del politeísmo pagano con el monoteísmo judaico, que había tratado por otros medios de salvar la personalidad de Dios, resultó el sentimiento del Dios católico, que es sociedad, como era sociedad ese Dios pagano de que dije, y es uno como el Dios de Israel acabó siéndolo. Y tal es la Trinidad cuyo más hondo sentido rara vez ha logrado comprender el deísmo racionalista, más o menos impregnado de cristianismo, pero siempre unitariano o sociniano.
Y es que sentimos a Dios, más bien que como una conciencia sobrehumana, como la conciencia misma del linaje humano todo, pasado, presente y futuro, como la conciencia colectiva de todo el linaje, y aun más, como la conciencia total e infinita que abarca y sostiene las conciencias todas, infra-humanas, humanas y acaso sobre-humanas. La divinidad que hay en todo, desde la más baja, es decir, desde la menos consciente forma viva hasta la más alta, pasando por nuestra conciencia humana, la sentimos personalizada, consciente de sí misma, en Dios. Y a esa gradación de conciencias, sintiendo el salto de la nuestra humana a la plenamente divina, a la universal, responde la creencia en los ángeles, con sus diversas jerarquías, como intermedios entre nuestra conciencia humana y la de Dios. Gradaciones que una fe coherente consigo misma ha de creer infinitas, pues sólo por infinito número de grados puede pasarse de lo finito a lo infinito.
El racionalismo deísta concibe a Dios como Razón del Universo, pero su lógica le lleva a concebirlo como una razón impersonal, es decir, como una idea, mientras el vitalismo deísta siente e imagina a Dios como Conciencia, y, por lo tanto, como persona o más bien como sociedad de personas. La conciencia de cada uno de nosotros, en efecto, es una sociedad de personas; en mí viven varios yos, y hasta los yos de aquellos con quienes vivo.
El Dios del racionalismo deísta, en efecto, el Dios de las pruebas lógicas de su existencia, el ens realissimum y primer motor inmóvil, no es más que una Razón suprema, pero en el mismo sentido en que podemos llamar razón de la caída de los cuerpos a la ley de la gravitación universal, que es su explicación. Pero dirá alguien que esa que llamamos ley de la gravitación universal, u otra cualquiera ley o un principio matemático es una realidad propia e independiente, es un ángel, es algo que tiene conciencia de sí y de los demás, ¿qué es, persona? No, no es más que una idea sin realidad fuera de la mente del que la concibe. Y así ese Dios Razón, o tiene conciencia de sí o carece de realidad fuera de la mente de quien lo concibe. Y si tiene conciencia de sí, es ya una razón personal, y entonces todo el valor de aquellas pruebas se desvanece, porque las tales pruebas sólo probaban una razón, pero no una conciencia suprema. Las matemáticas prueban un orden, una constancia, una razón en la serie de los fenómenos mecánicos, pero no prueban que esa razón sea consciente de sí. Es una necesidad lógica, pero la necesidad lógica no prueba la necesidad teleológica o finalista. Y donde no hay finalidad no hay personalidad tampoco, no hay conciencia.
El Dios, pues, racional, es decir el Dios que no es sino Razón del Universo, se destruye a sí mismo en nuestra mente en cuanto tal Dios, y sólo renace en nosotros cuando en el corazón lo sentimos como persona viva, como Conciencia, y no ya sólo como Razón impersonal y objetiva del Universo. Para explicarnos racionalmente la construcción de una máquina nos basta conocer la ciencia mecánica del que la construyó; pero para comprender que la tal máquina exista, pues que la Naturaleza no las hace y sí los hombres, tenemos que suponer un ser consciente constructor. Pero esta segunda parte del razonamiento no es aplicable a Dios, aunque se diga que en Él la ciencia mecánica y el mecanismo constructores de la máquina son una sola y misma cosa. Esta identificación no es racionalmente sino una petición de principio. Y así es como la razón destruye a esa Razón suprema en cuanto persona.
No es la razón humana, en efecto, razón que a su vez tampoco se sustenta sino sobre lo irracional, sobre la conciencia vital toda, sobre la voluntad y el sentimiento; no es esa nuestra razón la que puede probarnos la existencia de una Razón Suprema, que tendría a su vez que sustentarse sobre lo Supremo Irracional, sobre la Conciencia Universal. Y la revelación sentimental e imaginativa, por amor, por fe, por obra de personalización, de esa Conciencia Suprema, es la que nos lleva a creer en el Dios vivo.
Y este Dios, el Dios vivo, tu Dios, nuestro Dios, está en mí, está en ti, vive en nosotros, y nosotros vivimos, nos movemos y somos en Él. Y está en nosotros por el hambre que de Él tenemos, por el anhelo, haciéndose apetecer. Y es el Dios de los humildes, porque Dios escogió lo necio del mundo para avergonzar a los sabios, y lo flaco para avergonzar a lo fuerte, según el Apóstol. (I Cor., I, 27.) Y es Dios en cada uno según cada uno lo siente y según le ama. «Si de dos hombres —dice Kierkegaard— reza el uno al verdadero Dios con insinceridad personal, y el otro con la pasión toda de la infinitud reza a un ídolo, es el primero el que en realidad ora a un ídolo, mientras que el segundo ora en verdad a Dios». Mejor es decir que es Dios verdadero Aquel a quien se reza y se anhela de verdad. Y hasta la superstición misma puede ser más reveladora que la teología. El viejo Padre de luengas barbas y melenas blancas, que aparece entre nubes llevando la bola del mundo en la mano, es más vivo y más verdadero que el ens realissimum de la teodicea.
La razón es una fuerza analítica, esto es, disolvente, cuando dejando de obrar sobre la forma de las intuiciones, ya sean del instinto individual de conservación, ya del instinto social de perpetuación, obra sobre el fondo, sobre la materia misma de ellas. La razón ordena las percepciones sensibles que nos dan el mundo material; pero cuando su análisis se ejerce sobre la realidad de las percepciones mismas, nos las disuelve y nos sume en un mundo aparencial, de sombras sin consistencia, porque la razón fuera de lo formal es nihilista, aniquiladora. Y el mismo terrible oficio cumple cuando sacándola del suyo propio la llevamos a escudriñar las intuiciones imaginativas que nos dan el mundo espiritual. Porque la razón aniquila y la imaginación entera, integra o totaliza; la razón por sí sola mata y la imaginación es la que da vida. Si bien es cierto que la imaginación por sí sola, al darnos vida sin límite nos lleva a confundirnos con todo, y en cuanto individuos, nos mata también, nos mata por exceso de vida. La razón, la cabeza, nos dice: ¡nada! la imaginación, el corazón, nos dice: ¡todo!, y entre nada y todo, fundiéndose el todo y la nada en nosotros, vivimos en Dios, que es todo, y vive Dios en nosotros que sin Él, somos nada. La razón repite: ¡vanidad de vanidades, y todo vanidad! Y la imaginación replica: ¡plenitud de plenitudes, y todo plenitud! Y así vivimos la vanidad de la plenitud, o la plenitud de la vanidad.
Y tan de las entrañas del hombre arranca esta necesidad vital de vivir un mundo ilógico, irracional, personal o divino, que cuantos no creen en Dios o creen no creer en Él, creen en cualquier diosecillo, o siquiera en un demoniejo, o en un agüero, o en una herradura que encontraron por acaso al azar de los caminos, y que guardan sobre su corazón para que les traiga buena suerte y les defienda de esa misma razón de que se imaginan ser fieles servidores y devotos.
El Dios de que tenemos hambre es el Dios a que oramos, el Dios del pater noster, de la oración dominical; el Dios a quien pedimos, ante todo y sobre todo, démonos o no de esto cuenta, que nos infunda fe, fe en Él mismo, que haga que creamos en Él, que se haga Él en nosotros, el Dios a quien pedimos que sea santificado su nombre y que se haga su voluntad —su voluntad, no su razón—, así en la tierra como en el cielo; mas sintiendo que su voluntad no puede ser sino la esencia de nuestra voluntad, el deseo de persistir eternamente.
Y tal es el Dios del amor, sin que sirva el que nos pregunten como sea, sino que cada cual consulte a su corazón y deje a su fantasía que se lo pinte en las lontananzas del Universo, mirándole por sus millones de ojos, que son los luceros del cielo de la noche. Ese en que crees, lector, ese es tu Dios, el que ha vivido contigo en ti, y nació contigo y fué niño cuando eras tú niño, y fué haciéndose hombre según tú te hacías hombre y que se te disipa cuando te disipas, y que es tu principio de continuidad en la vida espiritual, porque es el principio de solidaridad entre los hombres todos y en cada hombre, y de los hombres con el Universo y que es como tú, persona. Y si crees en Dios, Dios cree en ti, y creyendo en ti te crea de continuo. Porque tú no eres en el fondo sino la idea que de ti tiene Dios; pero una idea viva, como de Dios vivo y consciente de sí, como de Dios Conciencia, y fuera de lo que eres en la sociedad no eres nada.
¿Definir a Dios? Sí, ese es nuestro anhelo; ese era el anhelo del hombre Jacob, cuando luchando la noche toda, hasta el rayar del alba, con aquella fuerza divina, decía: ¡Dime, te lo ruego, tu nombre! (Gén., XXXII, 29). Y oid lo que aquel gran predicador cristiano, Federico Guillermo Robertson, predicaba en la capilla de la Trinidad, de Brighton, el 10 de Junio de 1849, diciendo:(1) «Y esta es nuestra lucha —la lucha—. Que baje un hombre veraz a las profundidades de su propio ser y nos responda: ¿cuál es el grito que le llega de la parte más real de su naturaleza? ¿Es pidiendo el pan de cada día? Jacob pidió en su primera comunión con Dios esto; pidió seguridad, conservación. ¿Es acaso el que se nos perdonen nuestros pecados? Jacob tenía un pecado por perdonar; mas en este, el más solemne momento de su existencia, no pronunció una sílaba respecto a él. ¿O es acaso esto: «santificado sea tu nombre?» No hermanos míos. De nuestra frágil, aunque humilde humanidad, la petición que surja en las horas más terrenales de nuestra religión puede ser esta de: ¡Salva mi alma!; pero en los momentos menos terrenales es esta otra: ¡Dime tu nombre!
«Nos movemos por un mundo de misterio, y la más profunda cuestión es la de cuál es el ser que nos está cerca siempre, a las veces sentido, jamás visto —que es lo que nos ha obsesionado desde la niñez con un sueño de algo soberanamente hermoso y que jamás se nos aclara—, que es lo que a las veces pasa por el alma como una desolación, como el soplo de las alas del Ángel de la Muerte, dejándonos aterra dos y silenciosos en nuestra soledad —lo que nos ha tocado en lo más vivo, y la carne se ha estremecido de agonía, y nuestros afectos mortales se han contraído de dolor—, que es lo que nos viene en aspiraciones de nobleza y concepciones de sobrehumana excelencia. ¿Hemos de llamarle Ello o Él? (¿It or He?) ¿Qué es Ello? ¿Quién es Él? Estos presentimientos de inmortalidad y de Dios, ¿qué son? ¿Son meras ansias de mi propio corazón no tomadas por algo vivo fuera de mí? ¿Son el sonido de mis propios anhelos que resuenan por el vasto vacío de la nada? ¿O he de llamarlas Dios, Padre, Espíritu, Amor? ¿Un ser vivo dentro o fuera de mí? Dime tu nombre, tú ¡terrible misterio del amor! Tal es la lucha de toda mi vida seria.»
Así Robertson. A lo que he de hacer notar que: ¡dime tu nombre!, no es en el fondo otra cosa que: ¡salva mi alma! Le pedimos su nombre para que salve nuestra alma, para que salve el alma humana, para que salve la finalidad humana del Universo. Y si nos dicen que se llama Él, que es o ens realissimum o Ser Supremo o cualquier otro nombre metafísico, no nos conformamos, pues sabemos que todo nombre metafísico es equis, y seguimos pidiéndole su nombre. Y sólo hay un nombre que satisfaga a nuestro anhelo, y este nombre es Salvador, Jesús. Dios es el amor que salva:
For the loving worm within its clod,
Were diviner than a loveless God
Amid his worlds, I will dare to say.
«Me atreveré a decir que el gusano que ama en su terrón sería más divino que un dios sin amor entre sus mundos», dice Roberto Browning (Christmas-Eve and Easter-Day). Lo divino es el amor, la voluntad personalizadora y eternizadora, la que siente hambre de eternidad y de infinitud.
Es a nosotros mismos, es nuestra eternidad lo que buscamos en Dios, es que nos divinice. Fué ese mismo Browning el que dijo (Saul en Dramatic Lyrics):
’Tis the weakness in strength, that I cry for! my
flesh, that I seek
In the Godhead!
«¡Es la debilidad en la fuerza por lo que clamo; mi carne lo que busco en la Divinidad!»
Pero este Dios que nos salva, este Dios personal, Conciencia del Universo que envuelve y sostiene nuestras conciencias, este Dios que da finalidad humana a la creación toda, ¿existe? ¿Tenemos pruebas de su existencia?
Lo primero que aquí se nos presenta es el sentido de la noción esta de existencia. ¿Qué es existir y cómo son las cosas de que decimos que no existen?
Existir en la fuerza etimológica de su significado es estar fuera de nosotros, fuera de nuestra mente: ex-sistere. ¿Pero es que hay algo fuera de nuestra mente, fuera de nuestra conciencia que abarca a lo conocido todo? Sin duda que lo hay. La materia del conocimiento nos viene de fuera. ¿Y cómo es esa materia? Imposible saberlo, porque conocer es informar la materia, y no cabe, por lo tanto, conocer lo informe como informe. Valdría tanto como tener ordenado el caos.
Este problema de la existencia de Dios, problema racionalmente insoluble, no es en el fondo sino el problema de la conciencia, de la ex-sistencia y no de la in-sistencia de la conciencia, el problema mismo de la existencia sustancial del alma, el problema mismo de la perpetuidad del alma humana, el problema mismo de la finalidad humana del Universo. Creer en un Dios vivo y personal, en una conciencia eterna y universal que nos conoce y nos quiere, es creer que el Universo existe para el hombre. Para el hombre o para una conciencia en el orden de la humana, de su misma naturaleza, aunque sublimada, de una conciencia que nos conozca, y en cuyo seno viva nuestro recuerdo para siempre.
Acaso en un supremo y desesperado esfuerzo de resignación llegáramos a hacer, ya lo he dicho, el sacrificio de nuestra personalidad si supiéramos que al morir iba a enriquecer una Personalidad, una Conciencia Suprema; si supiéramos que el Alma Universal se alimenta de nuestras almas y de ellas necesita. Podríamos tal vez morir en una desesperada resignación o en una desesperación resignada entregando nuestra alma al alma de la humanidad, legando nuestra labor, la labor que lleva el sello de nuestra persona, si esa humanidad hubiera de legar a su vez su alma a otra alma cuando al cabo se extinga la conciencia sobre esta Tierra de dolor, de ansias. ¿Pero y si no ocurre así?
Y si el alma de la humanidad es eterna, si es eterna la conciencia colectiva humana, si hay una Conciencia del Universo y ésta es eterna, ¿por qué nuestra propia conciencia individual, la tuya, lector, la mía no ha de serlo?
En todo el vasto universo, ¿habría de ser esto de la conciencia que se conoce, se quiere y se siente, una excepción unida a un organismo que no puede vivir sino entre tales y cuales grados de calor, un pasajero fenómeno? No es, no, una mera curiosidad lo de querer saber si están o no los astros habitados por organismos vivos animados, por conciencias hermanas de las nuestras, y hay un profundo anhelo en el ensueño de la trasmigración de nuestras almas por los astros que pueblan las vastas lontananzas del cielo. El sentimiento de lo divino nos hace desear y creer que todo es animado, que la conciencia, en mayor o menor grado, se extiende a todo. Queremos no sólo salvarnos, sino salvar al mundo de la nada. Y para esto Dios. Tal es su finalidad sentida.
¿Qué sería un universo sin conciencia alguna que lo reflejase y lo conociese? ¿Qué sería la razón objetivada, sin voluntad ni sentimiento? Para nosotros lo mismo que la nada; mil veces más pavoroso que ella.
Si tal supuesto llega a ser realidad, nuestra vida carece de valor y de sentido.
No es, pues, necesidad racional, sino angustia vital, lo que nos lleva a creer en Dios. Y creer en Dios es ante todo y sobre todo, he de repetirlo, sentir hambre de Dios, hambre de divinidad, sentir su ausencia y vacío, querer que Dios exista. Y es querer salvar la finalidad humana del Universo. Porque hasta podría llegar uno a resignarse a ser absorbido por Dios si en una Conciencia se funda nuestra conciencia, si es la conciencia el fin del Universo.
«Dijo el malvado en su corazón: no hay Dios.» Y así es en verdad. Porque un justo puede decirse en su cabeza: ¡Dios no existe! Pero en el corazón sólo puede decírselo el malvado. No creer que haya Dios o creer que no le haya, es una cosa; resignarse a que no le haya, es otra, aunque inhumana y horrible; pero no querer que le haya, excede a toda otra monstruosidad moral. Aunque de hecho los que reniegan de Dios es por desesperación de no encontrarlo.
Y ahora viene de nuevo la pregunta racional, esfíngica —la Esfinge, en efecto, es la razón— de: ¿existe Dios? Esa persona eterna y eternizadora que da sentido —y no añadiré humano, porque no hay otro— al universo, ¿es algo sustancial fuera de nuestra conciencia, fuera de nuestro anhelo? He aquí algo insoluble, y vale más que así lo sea. Bástele a la razón el no poder probar la imposibilidad de su existencia.
Creer en Dios es anhelar que le haya y es además conducirse como si le hubiera; es vivir de ese anhelo y hacer de él nuestro íntimo resorte de acción. De este anhelo o hambre de divinidad surge la esperanza; de ésta la fe y de la fe y la esperanza la caridad; de ese anhelo arrancan los sentimientos de belleza, de finalidad, de bondad.
Veámoslo.