Delirios II: Alquimia del verbo

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​Delirios II: Alquimia del verbo​ de Arthur Rimbaud

Ahora yo. La historia de una de mis locuras.

Desde hacía largo tiempo, me jactaba de poseer todos los paisajes posibles, y encontraba irrisorias las celebridades de la pintura y de la poesía moderna.

Me gustaban las pinturas idiotas, dinteles historiados, decoraciones, telas de saltimbanquis, carteles, estampas populares; la literatura anticuada, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos para niños, óperas viejas, canciones bobas, ritmos ingenuos. Soñaba con cruzadas, con viajes de descubrimientos de los que no hay relatos, con repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones de costumbres, desplazamientos de razas y de continentes: creía en todos los encantamientos.

¡Inventé el color de las vocales! -A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde-. Reglamenté la forma y el movimiento de cada consonante y me vanagloriaba de inventar, con ritmos instintivos, un verbo poético accesible, cualquier día, a todos los sentidos. Me reservaba la traducción.

Al principio fue un estudio. Yo escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresable. Fijaba vértigos.


* * * * *

Lejos de pájaros, de aldeanas, de rebaños,
¿Qué bebía, de hinojos en aquella maleza
Circundada de tiernos boscajes de avellanos,
Entre la bruma tibia y verde de la siesta?

¿Qué podía beber en ese joven río,
-¡Olmos sin voz, cielo oscuro, césped sin flor!
En gualdas cantimploras, sin mi choza querida?
Haciéndome sudar, algún áureo licor

Parecía el equívoco cartel de una taberna.
-Una tormenta borró el cielo. Al atardecer
El agua de los bosques huyó hacia arenas vírgenes,
Dios en los charcos carámbanos dejó caer.

Lloré mirando el oro -y no pude beber.


* * * * *

A las cuatro de la mañana, en el verano,
El sueño del amor aún se prolonga.
De la noche de fiesta, en los boscajes,
El olor se evapora.

Bajo del sol de las Hespérides,
Lejos, en su vasto astillero,
En mangas de camisa agítanse
Los Carpinteros.

En sus Desiertos de musgo, tranquilos,
Preparan los artesones dorados,
En los que la ciudad
Pintará cielos falsos.

Oh, por esos Obreros admirables,
Súbditos de algún rey de Babilonia,
¡Venus! deja un instante los Amantes
Cuya alma lleva tu corona.

Oh Reina de Pastores,
Ofrece a los trabajadores el licor de alegría,
Que apacigüe sus fuerzas,
En espera del baño de mar a mediodía.


* * * * *

Las vejeces poéticas eran buena parte de mi alquimia del verbo.

Me acostumbré a la alucinación simple: veía muy claramente una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores instalada por los ángeles, calesas en las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; monstruos, misterios; un título de sainete erigía espantos delante de mí.

¡Después explicaba mis sofismas mágicos con la alucinación de las palabras!

Acabé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu. Permanecía ocioso, presa de una pesada fiebre: envidiaba la felicidad de los animales; las orugas, que representan la inocencia de los limbos; los topos, el sueño de la virginidad.

Se me agriaba el carácter. Decía adiós al mundo con unas especies de romances:


CANCIÓN DE LA MÁS ALTA TORRE

Que llegue, que llegue,
El tiempo en que se quiere.

Tanta paciencia tuve
Que todo lo he olvidado.
Temores y dolores
Al cielo se han volado. Y la malsana sed
Mis venas ha nublado.

Que llegue, que llegue,
El tiempo en que se quiere.

Tal como la pradera Entregada al olvido,
En que incienso y cizañas
Creciendo han florecido,
Bajo las sucias moscas
Y su feroz zumbido.

Que llegue, que llegue,
El tiempo en que se quiere.

Yo amaba el desierto, los vergeles quemados, las tiendas marchitas, las bebidas tibias. Me arrastraba por las callejas hediondas y con los ojos cerrados, me ofrecía al sol, dios de fuego.

«General, si queda un viejo cañón sobre tus murallas derruidas, bombardéanos con bloques de tierra seca. ¡Bombardea los espejos de los almacenes espléndidos! ¡Bombardea los salones! Haz tragar su polvo a la ciudad. Oxida las gárgolas. Llena los tocadores de briznas de rubí quemante ...»

¡Oh! el moscardón embriagado en el mingitorio de la posada, enamorado de la borraja y al que disuelve un rayo de luz.


HAMBRE

Si tengo apetito es sólo
De la tierra y de las piedras.
Yo almuerzo siempre con aire,
Hierro, carbones y peñas.

Hambres mías, girad. Hambres, cruzad
El prado de sonidos.
Atraed el veneno alegre
De los lirios.

Comed los cascotes rotos,
Piedras de viejas iglesias,
Guijas de antiguos diluvios,
Panes sueltos en grises glebas.


* * * * *

El lobo aullaba entre el follaje,
Las bellas plumas escupiendo
De su comida de volátiles:
Como él me estoy consumiendo.

Las ensaladas, las frutas,
Sólo esperan la cosecha;
Pero la araña del seto
No come más que violetas.

¡Que yo duerma! Que borbotee
En los altares de Salomón.
El hervor corre por la herrumbre,
Y se mezcla con el Cedrón.

Por fin, oh felicidad, oh razón, aparté del cielo el azur, que es negro, y viví, chispa de oro de la luz naturaleza. En mi alegría, adopté la expresión más bufonesca y extraviada que pueda concebirse:


¡Ha sido encontrada!
-¿ Qué?- La eternidad.
Es, al sol mezclada,
La mar.

Alma mía eterna,
A tu voto haz honor,
Pese a la noche sola,
Y del día al fulgor.

¡Tú te liberas, pues,
De humanos formularios,
De impulsos ordinarios!
Y vuelas al través...

-Jamás ya la esperanza.
No hay orietur, te juro.
La ciencia y la paciencia,
El suplicio es seguro.

Ni un mañana queda,
Oh brasas de seda,
Vuestro arder
Es el deber.

Ha sido encontrada!
-¿Qué?- La Eternidad.
Es, al sol mezclada,
La mar.


* * * * *

Me convertí en una ópera fabulosa: vi que todos los seres tienen una fatalidad de dicha: la acción no es la vida, sino una manera de estropear cualquier fuerza, un enervamiento. La moral es una flaqueza del cerebro.

Me parecía que a cada ser le eran debidas otras vidas. Ese señor no sabe lo que hace: es un ángel. Esta familia es una camada de perros. Ante muchos hombres, hablaba yo en voz alta con un momento de alguna de sus otras vidas. De ese modo, amé a un puerco.

Ninguno de los sofismas de la locura -de la locura a la que se encierra-, fue olvidado por mí; podría repetirlos a todos; tengo el sistema.

Mi salud se vio amenazada. Me invadía el terror. Caía en sopores de varios días, y una vez levantado, continuaba con los sueños más tristes. Estaba maduro para la muerte, y por una ruta de peligros, mi debilidad me conducía hacia los confines del mundo y de la Cimeria, patria de la sombra y los torbellinos.

Tuve que viajar, para distraer los hechizos reunidos en mi cerebro. Sobre el mar, que amaba como si hubiera tenido que lavarme de una mácula, veía yo alzarse la Cruz consoladora. Había sido condenado por el arco iris. La Dicha era mi fatalidad, mi remordimiento, mi gusano: mi vida sería siempre demasiado inmensa para consagrarla a la belleza y a la fuerza.

¡La Dicha! Sus dientes, suaves para la muerte, me advertían al cantar el gallo -ad matutinum, al Christus venit-, en las ciudades más sombrías:

¡Oh castillos, oh estaciones!
¿Qué alma no tiene reproche?

Estudié el mágico enigma
De la ineludible dicha.

Saludemos su regalo,
Cuando canta el gallo galo.
Ya no tendré más envidia:
Se ha encargado de mi vida.

Su hechizo el alma y el cuerpo
Cogió, y dispersó el esfuerzo.

¡Oh castillos, oh estaciones!
La hora de su fuga, ¡oh suerte!
Será la hora de la muerte

¡Oh castillos, oh estaciones!


* * * * *

Todo eso ha pasado. Hoy, sé saludar la belleza.