Desprecio de las advertencias
Había una vez un hombre que siempre que salía de oír predicar un sermón se ponía a murmurar de los predicadores, diciendo que no hacían más que angustiar el ánimo y entristecer a las gentes hablándoles de peligros, males y castigos, y que tal no era su cometido, sino el de hablar de virtudes y recompensas, y otras cosas por el estilo que dicen muchos, creyendo quizás que a un sermón se va como a una comedia, a divertirse.
Acaeció que tuvo este señor que hacer un viaje, llevando una suma considerable de dinero. Llegó con su criado a una posada, donde descansó.
Mientras le servían la cena en su cuarto, el criado, que se había quedado en la cocina, oyó que decían aquellas gentes que para llegar al punto dónde quería ir el viajero aquel había dos caminos: uno largo, malo y penoso de andar, pero seguro, y otro llano, corto y hermoso, pero que no era seguro, porque había en él ladrones y malhechores.
El criado, como sabía que a su amo no le gustaban advertencias ni nada que le perturbase, no le dijo una palabra de lo que había oído, cuando vio que al día siguiente, sin más preguntar, cogió el camino ancho y llano.
No había andado mucho, cuando les salieron al encuentro unos malhechores, que, después de robarles, los maltrataron y dejaron desnudos, atados a unos árboles sobre un precipicio.
-¡Ay! -dijo el criado-. ¡Bien sabía yo los peligros y el desastroso fin que nos aguardaba por este camino!
-Pues si lo sabías -repuso su amo-, ¿cómo fue, malvado, que no me previniste y diste aviso de los peligros que iba a correr?
-Ha sido, señor -respondió el criado-, porque siempre os he oído decir que los que hablaban de peligros, males y castigos, no hacían más que angustiar los ánimos y entristecer a las gentes.