Digno de ser comandante

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Poemas sueltos, IV
Digno de ser comandante​
 de Miguel Hernández

Hombres que nunca veía,
porque no tengo bastantes
ojos para tanto ver,
cuerpo para tantas partes:
hombres que lejos de mí,
aunque hasta mí se acercasen,
vivían como eclipsados
bajo el eclipse del traje,
de repente se aproximan
a mis ojos, a mi carne,
a mi corazón poblado
de batallas y habitantes.
Se aproximan, se desnudan,
se desoscurecen y arden,
y para siempre en mi frente
graban la luz de su imagen.

Ayer te desconocía
en medio de los eriales,
de paso por las encinas,
en el resplandor del aire
y en el resplandor rabioso
de las bombas y los tanques.
Ayer no hacía memoria
de ti, teniente González.
Hoy te conozco y publico
tus ímpetus de oleaje,
tu sencillez de eucalipto,
tu corazón de combate,
digno de ser capitán,
digno de ser comandante.

Aquel día del enero
salió prometiendo sangre
al cielo de la mañana
y a la tierra de la tarde.
El alba pasó ante un grupo
forajido de alemanes,
carnívoro de italianos,
cagado de generales,
y el sol apuntó queriendo
inundarlos de vinagre.
La luz se halló entre cañones,
el rocío entre cadáveres,
el azul y sus laureles
y el valor entre encinares,
sobre las frentes erguidas,
sobre los huesos tajantes,
sobre la piel de una tropa
de campesinos leales.

Se oyó una voz torrencial,
se alzó un brazo detonante:
eran los de Valentín,
que como tres huracanes
campaba cuando decía:
¡Qué no retroceda nadie!
¡Que la muerte nos encuentre
yendo siempre hacia adelante
o dentro de las trincheras
firmes lo mismo que árboles;
a cada herida más fieros,
más duros a cada ataque,
más grandes a cada asalto
y a cada muerte más grandes!
¡Y al que ofrezca las espaldas
al enemigo, matadle!

La guerra se hermoseaba
al pie de sus ademanes.
Tronaron las baterías
nutridas de tempestades,
y la voz del Campesino
no cesaba de escucharse
ni de iluminarse el humo
de la pólvora salvaje.

El teniente de Leal,
Gonzáles el admirable,
no apartaba de la oreja
aquella voz desbordante,
y echó en su puesto raíces
del heroísmo y de romance.

Por tres veces con tres plomos,
vino la muerte a buscarle:
tres heridas le clavaron
tres fusiles criminales,
y a pesar del enemigo,
y a pesar de los pesares,
su juventud parecía
una cumbre invulnerable,
una bandera invencible
y campeadora y gigante.

Cuando perdieron tus venas
fuerzas con que sustentarse
y la sangre te sonaba
por los bolsillos, González,
no pediste un hospital
como piden los cobardes,
que pediste una camilla
sobre la que reclinarte
para seguir disparando,
mandando fuego y coraje.

¡Mirad qué ademán tan alto,
mirad qué pecho tan fácil
al viento varón y extenso
de las generosidades!

Mujeres que vais al fondo
de la vida a haceros madres:
vuestros abrazos fecundos,
vuestros vientres palpitantes,
hombres de tanto tamaño
sólo merecen poblarles.
Llevan el pueblo en los huesos
y el mediodía en la sangre.