Dios (Barrett)
La grandeza de Dios, velada de azul con la distancia, aparece en lo alto del pasado como deslumbradora cumbre de soledad y de hielo; a instantes se disuelve el ancho y oscuro pedestal que la ata a tierra y entonces, suspendida en el vacío, finge una ilusión tejida por la luz.
Pero las ilusiones, si alguna lo es, tienen un poder mayor que la evidencia, porque no son destruidas sino por otras ilusiones y no por las cosas. La mentira divina fue más real que todas las verdades. Llenó el firmamento y el abismo, y nuestra ciencia terrible es incapaz todavía de medir el hueco que ha dejado. Preñó las almas y moldeó las pasiones, dando al crimen mismo un sagrado resplandor. Fue la poesía de la vida para las vírgenes, el consuelo de ella para los miserables y el desprecio de ella para los héroes. Hizo surgir y flotar las entrañas sobrenaturales del mundo, desvanecidas hoy y buscadas a tientas.
Y sin embargo, Dios fue vencido: vencido por el número. Era fuerte, mas estaba solo; tenía que luchar contra la humanidad innumerable, contra las humanidades renovadas en cada siglo, inquietas; diversas, imprevistas; contra las humanidades lejanas que no alcanzó a poseer bastante pronto; contra las ideas, los caprichos y las locuras; contra la marcha insensible de lo desconocido; contra lo infinitamente pequeño, contra el azar y la fatalidad. Para someter a lo múltiple, intentó lo múltiple. Preparó santos y predicadores, mártires y filósofos, templos y fortalezas y expediciones de conquista, el rayo del milagro y el recurso de la esperanza y de lo imposible. Aplicó la tortura y sembró el ensueño. Desató un huracán de llamas y de prodigios. Se volvió político y guerrero, y por fin, para apoderarse del hombre, se hizo hombre. Y todo fracasó. Sus huestes se desgarraron entre sí, desgarrándole a Él. Su enorme sombra vaciló. Una doctrina extraña nació en silencio: una divinidad nueva se levantó en el horizonte, prometiendo riqueza y libertad aquí abajo. Los hombres consentían en vivir y aceptaban la muerte. Y Dios fue desposeído, desahuciado, procesado y condenado; le imputaron y le imputan todas las injusticias, todos los embustes, todos los absurdos, todos los males. Hasta se le echó en cara que no existe.
Y existe, sí, respira en larga decadencia. Su dolor infinito baña las fábricas complicadas que sobrevivieron a su gloria; su débil voluntad estremece aún, de tarde en tarde, la red ya caduca con que sus ministros trataron de apresar el globo. Su espíritu, despedido de la razón viril, se refugia en la ingenua y mudable fantasía de las mujeres y de los niños; su historia marchita entretiene a los poetas y a los sabios; su espectro vaga en la penumbra de las catedrales desiertas. Dios se arrastra entre sus propias ruinas; sólo las ruinas humanas se arrastran hacia Él; sólo la desesperación y la noche visitan su fúnebre aislamiento. Apagada la radiante hoguera, todavía remueven la ceniza manos temblorosas y humildes, manos de viejos y de agonizantes.
No fue el Hombre quien perdió la fe en Dios, sino Dios, al renunciar a su ideal inmenso, quien perdió tal vez la fe en el Hombre. Pero ni los Hombres ni los Dioses conocen el destino.
Publicado en "Germinal", N.º 8, 20 de setiembre de 1908.