Dios te salve
I
Cuando se haga en ti la sombra;
cuando apagues tus estrellas;
cuando abismes en el fango más hediondo, más infecto,
más maligno, más innoble, más macabro —más de muerte,
más de bestia, más de cárcel—,
no has caído todavía,
no has rodado a lo más hondo...,
si en la cueva de tu pecho —más ignara, más remota,
más secreta, más arcana, más oscura, más vacía,
más ruin, más secundaria—,
canta salmos la tristeza,
muerde angustias el despecho,
vibra un punto, gime un ángel, pía un nido de sonrojos,
se hace un nudo de ansiedad.
II
Los que nacen tenebrosos;
los que son y serán larvas;
los estorbos, los peligros, los contagios, los satanes,
los malditos, los que nunca —nunca en seco, nunca siempre,
nunca mismo, nunca, nunca—
se podrán regenerar,
no se auscultan en sus noches,
no se lloran a sí propios...,
se producen imperantes, satisfechos —como normas,
como moldes, como pernos, como pesas controlarias,
como básicos puntales—
y no sienten el deseo
de lo sano y de lo puro
ni siquiera un vil momento, ni siquiera un vil instante,
de su arcano cerebral.
III
Al que tasca sus tinieblas;
al que ambula taciturno;
al que aguanta en sus dos lomos —como el peso indeclinable,
como el peso punitorio de cien urbes, de cien siglos;
de cien razas delincuentes—
su tenaz obcecación;
al que sufre noche y día
—y en la noche hasta durmiendo—
como el roce de un cilicio, como un hueso en la garganta,
como un clavo en el cerebro, como un ruido en los oídos,
como un callo apostemado,
la noción de sus miserias,
la gran cruz de su pasión;
yo le agacho mi cabeza; yo le doblo mis rodillas;
yo le beso las dos plantas; yo le digo: Dios te salve...
¡Cristo negro, santo hediondo, Job por dentro,
vaso infame de dolor!