Discurso de Inauguración de la Sociedad Económica de Amigos del País

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Discurso de Inauguración de la Sociedad Económica de Amigos del País, para promover la felicidad y la riqueza

Sobre la Constitución del Hombre.[editar]

Las desgracias del género humano excitan al mismo tiempo las blasfemias del impío, la confusión del necio, y las meditaciones del filósofo. El primero acusa a la Providencia de crueldad, viendo al hombre lleno de necesidades y miserias, obligado a un penoso trabajo, y expuesto a tantos males como nos cercan en el mundo: cada día que pasa por nosotros es un nuevo dolor, una nueva necesidad, un nuevo trabajo. ¿Para qué venimos al mundo, sino para sentir lo pesado de la existencia, para desear la muerte a cada instante, y para maldecir la luz que nos hace ver nuestras necesidades? Así discurre el impío, echando al ser Supremo la culpa de sus males. El necio solo suma sus necesidades, las abulta demasiado en su imaginación, cuenta los días de su vida; y viendo en su cálculo que son muchos los trabajos bajos, y que la felicidad no está tan próxima como quisiera, se abandona a su dolor, y se confunde en su miseria. El filósofo se hace cargo de su situación, la examina atentamente, conoce que no es tan lisonjera como él pudiera pintársela; pero vuelve los ojos a la naturaleza, medita sobre la perfección de sus obras, y pasando insensiblemente de una verdad en otra, se persuade al fin de que sus trabajos son en realidad un don de la naturaleza, un freno de sus pasiones, un estímulo a la virtud, y un principio benéfico de la felicidad de los pueblos. Sigamos pues los pasos del filósofo para encontrar las verdades más dulces, los consuelos más ciertos, y no nos separemos un punto de la senda estrecha que nos guía al templo de Minerva, en donde hallaremos la antorcha que debe disipar nuestras tinieblas, y quitar nuestros temores.

Consideremos al hombre en todas sus situaciones, y comparemos sus necesidades con los auxilios que le presta la naturaleza. Comencemos a examinarlo desde la cuna y sigamos con él hasta el sepulcro. Apenas sale del útero materno, cuando la impresión del aire le arranca los primeros gemidos. Esta situación la describe sabiamente el inmortal Buffon, cuando dice: “que el niño recién nacido es una imagen viva de la miseria y del dolor; y que por la debilidad en que nace, parece que la naturaleza le quisiese advertir, que si viene a contarse entre los individuos de la especia humana, es para participar de sus penalidades y miserias”. En la infancia somos las criaturas más desvalidas: ni podemos socorrernos, ni conocemos los medios para gobernarnos; cada paso es un peligro y a cada instante se multiplican los riesgos. Antes de entrar en la pubertad, esto es, antes de los catorce, o diez y seis años, en que la naturaleza ha dado a nuestros cuerpos todo el incremento necesario para perfeccionarlos, ya nos encontramos con la robustez y fuerza conveniente para auxiliarnos con nuestros propios miembros, y buscar con nuestras fatigas el remedio de nuestras necesidades. Esta robustez y esta fuerza cada día se aumenta con el mismo trabajo y con las propias fatigas, hasta que llegando a la vejez, no tiene el cuerpo sino un incremento negativo, cuya condición se aumenta con los días.

En la primera época de nuestra vida, cuando parecemos más infelices, entonces es cuando la naturaleza se muestra más próvida, más afable y cuidadosa. Un licor suave, nutritivo y conveniente a nuestra constitución, que hasta el momento del parto negó a los pechos de la madre, viene entonces abundante, y dura alimentándonos hasta que estamos capaces de servirnos de los dientes. Encontramos en la que nos dio el ser todo el cariño, la paciencia, y el desvelo que exige nuestro estado. En todos los períodos de la vida vamos experimentando la misma providencia; y en la vejez, cuando el abatimiento del cuerpo y del espíritu no nos dejaría buscar nuestros auxilios, tenemos los brazos de nuestros hijos, que retribuyen tiernos aquel mismo cuidado y amor con que por nuestro medio salieron ellos del abismo de la nada, y fueron salvados de todos los peligros.


Sobre la Necesidad de Trabajar.[editar]

Ahora, pues, consideremos como la madre naturaleza tomando sobre si nuestras necesidades en el tiempo de nuestra impotencia para socorrernos, nos abandona a nosotros mismos cuando ya podemos auxiliarnos. La razón y la fuerza nos anuncia, que podemos buscar lo que necesitamos, y que ya nos son inútiles el abrigo y socorro que nos dio gratuitamente al principio de la vida el autor de la existencia: nos vemos obligados a un trabajo incesante y conocemos la necesidad de socorrernos mutuamente. En la infancia tuvimos todo el tiempo necesario para aprender a manejarnos, vimos el modo con que nuestros mayores se proveían de lo que necesitaban, y con la frecuencia de las operaciones tomamos el hábito de hacerlas. Nada nos falta para hacernos felices: en nuestra mano estará el serlo; pero solo tendremos para conseguirlo el pequeño trabajo de consultar a la naturaleza en todas nuestras necesidades. Ella nos ofrece sus auxilios: ¿pues qué temor podrá haber de que seamos desdichados?

Así como el Autor del Universo decoró el cielo con la multitud innumerable de astros, que sirven al atribulado navegante para dirigir su incierto rumbo en medio de las tormentas y de los naufragios, así también ostentó su poder, su grandeza, su sabiduría en las producciones de la tierra que mudamente nos imponen de nuestros deberes, y nos guían con un impulso insensible a la felicidad de la vida. No hay obra de la naturaleza que no nos hable a todos los sentidos; pero son raros los hombres que escuchan estas voces tan enérgicas; viven casi todos fuera de sí mismos, y no atienden a otra cosa que a la sensación fugitiva del momento. Parece que no son ellos los interesados en su felicidad, pues miran con grande indiferencia cuantos males y bienes les circundan.

Si examinásemos todos nuestra constitución, conoceríamos que exigiéndonos la naturaleza un trabajo diario aunque parezca penoso, nos pone con él a cubierto de los males físicos y morales, que atacan a la salud y las costumbres de los pueblos. El hombre, sin necesidad que le llevasen al trabajo, sería un ente sedentario, perverso por necesidad, y enemigo de sus semejantes: no llenaría el tiempo de su vida sino de extravagancias y delitos, que le sugerirían sus pasiones favoritas: no habría entre todas las obras del Creador una tan monstruosa como el hombre; pues con pasiones más fuertes que los leones y los tigres, y con más habilidad para hacer daño que ningún otro animal, sería el horror de la naturaleza.

Por esto vemos que las cosas más urgentes para la vida no se producen por sí solas, ni del modo fácil que las menos necesarias.

La agricultura es el primer ejercicio que se nos presenta a la vista. Veamos un campo sembrado de mil yerbas que nadie cultiva, pero que siempre se mantienen lozanas: allí hay árboles y frutas que solas se producen; ni entre las plantas se ve el trigo, ni los frutales son agradables al gusto. ¿Por qué no se produce pues el trigo con la misma facilidad que la maleza? ¿Por qué no le producen unos árboles tan duraderos como el cedro, el pino, o el laurel, que diesen una serie de cosechas continuadas por centenares de años, sin que los hombres nos fatigásemos en cultivarlos? Cosa muy fácil le hubiera sido al Omnipotente ordenar que el algodón, el lino, el cáñamo, la seda, saliesen de la vividora encina, o de la secularia ceiba; y de esta suerte nos libraba de la pensión de arar, regar, cosechar, y beneficiar todos los años, lo mismo que el primero. La tierra pudiera estar cubierta de telas que nos sirviesen de abrigo: los bosques podrían suministrarnos los granos que nos alimentan; pero no es así. ¿Y acaso habrá padecido algún descuido el Autor de la Naturaleza en ordenarlo de esta suerte? ¿Podremos imputarle la ignorancia, de que debiendo hacer su obra más grande, mostrándose más magnífico, no supo conseguirlo?

Aquel Artífice Supremo, que supo concentrar el movimiento de los astros, encerrándolos en los límites de sus órbitas: que ordenó tan admirablemente los cuatro tiempos del año, dirigiendo la lluvia, y el calor en la estación conveniente; que creó la vasta extensión del mar con una valla invisible, para que no inundase la tierra; y en fin, cuyas obras son la misma sabiduría, no podría jamás errar la dirección de una línea. Él condenó al género humano al trabajo de la tierra para alimentarse, para vestirse, para disfrutar comodidades en la vida: él le enseñó los medios de satisfacer estas necesidades: él puso al hombre en medio del campo; le mostró las producciones que necesitaba: le aseguró el éxito feliz de sus labores, y le dijo: “Acabad vos con los auxilios que os he prestado lo que falta a mis obras para vuestro servicio”. Esta es nuestra condición, y debemos creerla justa y favorable.


Sobre el Origen de la Agricultura, y de las Artes.[editar]

Considerémonos, como dice Plinio, desnudos sobre la tierra, expuestos al frío, al calor, a la humedad, y a los choques de los demás cuerpos que nos rodean por afuera, y fatigados del hambre y de la sed que interiormente nos afligen. Bien pronto buscaríamos los arbitrios para cubrirnos, refrescarnos, y aliviar las demás necesidades: haríamos mil pruebas sobre cada objeto, y al fin hallaríamos lo que buscásemos con anhelo, y el tiempo perfeccionaría los descubrimientos. Esto es lo que ha sucedido y lo que sucederá siempre en el mundo: la necesidad apura, el entendimiento discurre los remedios, y el tiempo pule las obras que al principio fueron imperfectas. La necesidad de alimentarse fue el origen de la agricultura; las intemperies dieron motivo a fundar los principios de la arquitectura; la desnudez fue causa de que se discurriese en hilar lana, reducir las plantas a filamentos suaves y consistentes, tejer los hilos entre sí, y formar al fin una cubierta que resguardase nuestra piel. Lo mismo sucedió con respecto a todas las artes que llamamos mecánicas, y aún con las otras que titulamos liberales. De estos principios tan sencillos, e imperfectos, salen las enormes masas de la riqueza nacional; pero no podríamos juzgar exactamente de este todo admirable, sin detenernos primero en la consideración de sus partes principales.

La agricultura, que es el primer auxilio del hombre, debe ser también el primer objeto de nuestras atenciones. Trasladémonos en este momento al campo de donde extraemos casi todas las materias de las artes. De aquí sacaron nuestros padres los alimentos que contribuyeron a nuestra formación; de manera que antes de existir, ya fuimos obligados por los beneficios de la agricultura. Los granos, las frutas, las carnes, los lienzos, las medicinas, los regalos, todo lo encontramos en el campo. Por esto dijo Jenofonte, que la agricultura era la madre de todas las artes; pues acercándonos lo bastante a todas ellas, advertimos que no hay una que pudiera existir sin que el campo hubiese contribuido con muchas producciones. Las mismas artes liberales, las mismas bellas artes son dependientes de la agricultura. La escultura necesita primero del bruto tronco, que del formón y del escoplo: la pintura pide primero una tabla, o un lienzo, que el pincel y los colores; la arquitectura exige andamios, vigas, puertas y otra porción de partes, que dan los bosques, y están al cuidado de los labradores. Así, pues, debemos inferir, que no llegarán jamás las otras artes a su perfección, sino cuando aquella, de donde todas nacen, hayan llegado; y podremos considerar a esta, tanto por sí sola, cuanto con relación a las demás, como el almacén universal de todas las comodidades de la vida.


Sobre la Necesidad de Aprender el Cultivo de la Tierra.[editar]

La agricultura, pues, es el arte que hace producir a la tierra los frutos que necesitamos, y multiplica la clase de animales útiles para el cultivo, y para las demás necesidades del hombre. La naturaleza en sus producciones guarda unas reglas invariables, y tan constantes en el campo, como en la mar, en el aire, y en el cielo. Estas reglas, o estos conocimientos no se pueden adquirir sin estudio y sin aplicación; así como el físico no puede conocer la pesantez del aire sin estudiar la aerostática, ni las propiedades del agua sin la hidráulica, ni el curso de los planetas sin la astronomía. Persuadido de esta verdad Columela, dirigió en una carta sobre la agricultura a sus paisanos estas expresiones dignas de notarse: “Buscáis, les dice, maestros que os enseñen a hablar con elocuencia, que os formen bailarines y músicos; aprendéis cuantas frivolidades hay en el mundo; sólo el arte más necesario a la vida, el arte que más se acerca a la sabiduría, ni tiene discípulos, ni maestros. Por eso el objeto que más importa a la prosperidad de la República, es el más distante de su perfección”.

La tierra que sirve al agricultor debemos considerarla, como es en realidad, un cuerpo físico compuesto de muchas combinaciones de los elementos, con infinitas virtudes ocultas a los ojos del ignorante, y solo perceptibles a la vista del estudioso observador. Esta diversa combinación es la que hace la variedad de los terrenos, y la que pide las primeras indagaciones del hombre, para que con conocimiento del suelo observado dirija las demás operaciones convenientes al cultivo. Cada especie, y cada género de árboles y plantas, como han observado los naturalistas, exige una distinta combinación de sales, jugos grasos, oleosos, y demás modificaciones de los elementos; teniendo tan íntima analogía las pequeñas partículas de tierra con las otras partes de las semillas de los árboles y plantas, que sin ella nada se podría producir. Aunque las observaciones físicas no hubiesen encontrado este principio tan constante de la diversidad de terrenos, bastaba para convencerse de la realidad del sistema la experiencia de tantos años de agricultura, el choque de nuestros mismos sentidos, y los esfuerzos inútiles que en todos tiempos se han hecho en varias naciones para hacer producir los frutos de otros países; pues aun cuando esto se ha logrado, sólo ha sido a fuerza de violentar a la naturaleza, ingiriendo en la tierra con ingentes gastos aquel simple que necesitaba para desarrollar la semilla, o darle a la planta el principio de vegetación conveniente.

Además de la combinación de la tierra necesitan las plantas de un temperamento atmosférico conveniente a cada especie: unas piden la impresión fuerte del aire, otras un grado de calor más activo: la tierra, y el agua debemos considerar como la materia de los frutos, y el aire y el fuego como los agentes de la vegetación. Esta concurrencia de circunstancias, y no otra cosa, es la que hace la desproporción de productos entre unos y otros terrenos; de suerte que siempre que con el arte se pudiesen a poca costa darle a un campo estéril los socorros de los elementos en aquella cantidad necesaria, renovando las sales y jugos perdidos, lograríamos sin duda convertir este campo antes inútil en una fructífera heredad.

¿Cómo podrá el agricultor corregir el defecto, o el exceso de su tierra, no conociendo las partes de que se compone? ¿Cómo podría conocer la causa de la esterilidad, no sabiendo en lo que consistía? Muy bien podría suceder, y esto sería lo más natural, que pretendiendo remediar el daño, no hiciese más que aumentarlo. ¿Cómo podría proveerse de los abonos convenientes, sin saber sus virtudes, ni la calidad de ellos que exija la tierra? Podría suceder también que el abono de que se usase, fuese más perjudicial, empeorando con él el terreno. Esto no tiene remedio; un arte tan complicado, tan vario y tan interesante, debe tener maestros que lo enseñen, y discípulos que lo aprendan; y no en vano se han escrito tantos folios sobre esta necesidad y conveniencia. Sólo yo, que no me tengo por un literato noticioso, he visto librerías llenas de buenos autores que han escrito preceptos de la agricultura; aunque a la verdad no he visto todavía en América, habiéndola corrido casi toda, una ciudad donde haya un colegio de labradores. Me consta que una capital de los reinos septentrionales pretendió establecerlo, para lo cual pidió permiso a la Corte de Madrid; pero por desgracia un gobierno bárbaro y destructor como el de Godoy, no podía jamás contribuir a la felicidad del género humano.

Ya me parece que oigo una objeción que me ponen los amigos indiscretos de la América; dirán que aquí no es necesario el estudio de la agricultura, porque todas las tierras son fértiles, y que solo en Europa, donde aquellas están cansadas de tanto beneficio, podrá tener lugar el aprendizaje de fertilizarlas; pero permítanme estos americanos decir, que este reparo sólo nace de la ignorancia en que vivimos. La tierra tanto peca por demasiada cantidad de frío, como por exorbitante porción de calor, y lo mismo le perjudica la abundancia de jugos nutricios, que la escasez: las muchas sales, la desproporción de materias glutinosas, dan al terreno una feracidad aparente, que aunque hace crecer la planta muy frondosa, no da al fruto la consistencia y tamaño conveniente. Yo he visto en América una tierra tan abundante de los agentes de la vegetación, que es necesario barbecharla con abonos amortiguantes para quitarle el exceso de lo que parece fertilidad, para que den producto las plantas y no crezcan demasiado.

Pero sin embargo de que es un absurdo creer que nuestras tierras no admiten mejora por medio de una enseñanza prolija, para alterar su composición natural, quiero consentir en esta opinión injusta por un momento; y sostengo que aún cuando nuestros labradores no necesitasen de este estudio, porque todos los terrenos fuesen igualmente acomodados a todos los árboles y plantas, (disparate inaudito) no por eso los podemos considerar en estado de saberlo todo y libres de la pensión de aprender. Pudiera suceder alguna, o muchas veces, que el rústico agricultor encontrase un campo con tres o cuatro calidades de tierra, propias para producir otras tantas especies de plantas análogas al temperamento: que acertase por casualidad en destinarle a cada una aquella área del terreno que le correspondía: que tuviese también el tino necesario para dirigirle los riegos y retirarle el agua, cuando conviniese; ¿lo habría conseguido todo? No por cierto; todavía su ignorancia en lo restante del cultivo podría serle más perjudicial que en los principios. Una multitud de operaciones le restan aún para ver logrado el fruto de sus afanes.


Sobre el Auxilio de la Química en la Agricultura.[editar]

Mr. Fothergill demuestra con bastante precisión la necesidad de los principios químicos aplicados a la agricultura y a la economía rural, y hace ver claramente, que además de la combinación de las sustancias que hay en el seno de la tierra, cuyo conocimiento e inspección pertenece a la Química, es esta de una necesidad absoluta para proporcionar los medios seguros de libertar el grano de la niebla, y destruir los reptiles y la multitud de insectos que dañan los frutos, las simientes, y las mismas plantas: así mismo prueba, que aún después de cogidos los frutos en su perfecto estado de madurez, debe el labrador aplicar los mismos principios para conservarlos y precaverlos de la corrupción. ¿Cómo pues nos persuadimos con tanta facilidad de la sencillez de las operaciones agrarias, cuando constan de tan complicados principios? ¿De dónde puede adquirir un rústico estos conocimientos, si los hombres de mejores luces, en vez de comunicarlos, les persuaden de que nada ignoran?


De la Economía Rural.[editar]

La economía rural es un ramo de la agricultura, sin el cual todo el trabajo de los labradores sería perdido, o a lo menos, no podrían sacar estos todo el provecho de que es capaz el arte bien manejado. A este ramo interesantísimo toca el proveer de instrumentos proporcionados al labor [sic] de los terrenos, según sus cualidades, para simplificar las operaciones; evitando aún los gastos que parecen a primera vista indispensables: por él se ahorran los jornales que suspenden el costo de los frutos; enseñan a no sembrar más semilla de la conveniente, y esto por métodos fáciles; proporciona la comodidad de la siega, y el aprovechamiento de aquellos mismos desperdicios que nuestra ignorancia juzga tales, y no son sino una parte de la riqueza del labrador; en una palabra, la economía rural es la principal ventaja de la agricultura, y es lo que nosotros no conocemos en nuestros campos; sembramos por costumbre, y recogemos el fruto por necesidad.


De la Medicina Veterinaria.[editar]

La crianza de los animales útiles al hombre, su multiplicación, y el arte de curar sus enfermedades, que se llama medicina veterinaria, son tres objetos de suma importancia que piden vastos conocimientos, mucha dedicación, y suficiente copia de observaciones, imposibles de adquirirse en la vida de un hombre abandonado en una choza a sus alcances, y separado de la comunicación de los sabios. Debe saber el agricultor cuál es el mejor pasto, el más sano, el más nutritivo y cómodo al ganado lanar, vacuno, caballar, y demás especies. Debe conocer el temperamento de cada una, para proporcionarle los medios de conservarse en el mejor estado de lozanía, precaviendo en los potreros, corrales, o chiqueros el contagio de las pestes epidémicas que destruyen y degeneran las castas, haciéndolas imperfectas y débiles. Debe estudiar la constitución respectiva de cada animal, distinguir los síntomas de sus enfermedades, saber los remedios con que se curan, y conocer los instrumentos a propósito que el arte ha descubierto para este género de operaciones.

La Francia convencida de la utilidad de estos conocimientos erigió en el siglo pasado una escuela donde aprendiesen los agricultores por principios científicos la veterinaria, a cuyo establecimiento debe aquella gran nación los rápidos progresos en este ramo de la agricultura, difundiendo por todo el orbe sus útiles descubrimientos en una gran porción de obras excelentes, entre las cuales se halla la de Vitet recomendada por el conde de Buffon. En España se erigió la misma escuela el año de 1791 para cuidar de los picaderos, y tener sanos los caballos del ejército.


Sobre la Excelencia de la Agricultura.[editar]

Este arte nobilísimo, aunque alguna vez haya sido despreciado por los hombres viciosos, es el que mejor puede contar con la opinión de todos los tiempos en su favor.

Nosotros no lo consideraremos con el desprecio que Salustio, como un mecanismo de operaciones rudas, propias solamente para el empleo de gentes viles y despreciables. Este célebre historiador latino mal podía conocer la dignidad de un arte tan recomendable, cuando su desenfrenada avaricia le condujo a los mayores excesos: así supo enriquecerse con el saqueo vergonzoso que cometió en los habitantes de Numidia, aprovechándose vilmente del trabajo honrado de unos hombres que cumplían con los deberes de la naturaleza.

La agricultura no ha estado desdeñada en todos tiempos de la atención de los mortales. Abramos los fastos de la historia, y veremos a nuestros primeros padres labrando por sus mismas manos un suelo que nosotros miramos con desdén. Los asirios consideraron este arte como la principal riqueza de su estado, y los gobernadores de las provincias contraían el mayor mérito celando el cultivo de las tierras. Los persas observaron la misma política que los asirios. Los romanos tuvieron en tan alto concepto este nobilísimo ejercicio, que muchas veces los cónsules y los dictadores fueron sacados de los surcos del arado para vestir la púrpura u ordenar los ejércitos.

¿Qué reino fue jamás más poblado, más opulento, ni más fuerte que el Egipto, en donde tuvo crédito y dedicación este arte riquísimo? ¿Qué materia o qué facultad cuenta maestros y escritores tan esclarecidos como esta? Los reyes sabios, los famosos generales, los filósofos más profundos, los poetas más célebres, no tuvieron a menos soltar los cetros, las espadas, y los libros, para tomar la pluma y prescribir reglas al cultivo de los campos. ¡Cuánto mejor parece Manlio en su cabaña cociendo las legumbres por su mano, que bañando las tierras de Italia con la sangre de las legiones de Pirro! Y si Washington, peleando por la libertad de su patria, me parece un hijo de Marte teñido de sangre, y cubierto de polvo; recogiendo sus pocas hojas de tabaco en su corta heredad, se asemeja al hermano de Cares, rodeado de placeres y de abundancia. No fueron estos, no, menos héroes en el campo de labor, que en el campo de batalla: en este vencían enemigos, y en el otro dominando sus pasiones, daban reglas de virtud a sus conciudadanos.

Es admirable el aprecio en que el fundador de Roma tuvo a la agricultura. Persuadido de que esta es la única riqueza verdadera, y el origen de todas las comodidades de la vida, quiso que sus vasallos fueran todos labradores, y con este objeto estableció la primera ley agraria sobre el repartimiento de las tierras. Este legislador consideró en su política el cultivo de los campos como la principal y más sólida columna del Estado. Licurgo el legislador de Lacedemonia, sin embargo de no haber tenido las luces necesarias para ver el agravio que hacía a la naturaleza en sus leyes contra los infantes mal formados, y contra la honestidad de las doncellas, supo conocer, que no podría mandar vasallos virtuosos, sin hacerlos primero agricultores.

Entre la multitud innumerable de sabios antiguos que trataron esta materia, y cuyos escritos han podido llegar a nuestros días, aparecen el Gaditano Columela, y el poeta de Mantua. En las obras De re rústica del primero, y en las Geórgicas del segundo, vemos cuanta consideración y cuanto aprecio les mereció a estos grandes hombres un ejercicio, un arte, una ciencia, que hoy abandonamos a la gente que llamamos baja, no dignándonos poner los ojos en aquello mismo por que existimos.

¡Qué lecciones de reconocimiento podíamos tomar aún de aquellos mismos que llamamos bárbaros! Los egipcios, los griegos, y los latinos, penetrados de gratitud por el beneficio de la agricultura dieron el título y adoración de dioses a Osiris, Ceres, Triptolemo, Jano y otros. Su bárbara impiedad contra el verdadero Dios nació de una piedad mal entendida. Los sucesores de Confucio hasta hoy rinden un homenaje debido a la naturaleza, velando sobre la economía de los campos; y el mismo emperador de la China, acompañado de sus sabios, toma un día de cada año el oficio de labrador; ceremonia la más digna de un monarca prudente, que conoce el origen de las riquezas de su estado, y enseña con su ejemplo a no desdeñar el trabajo. El fundador del imperio peruano, el político Manco-Capac redujo naciones enteras al yugo de sus leyes, haciendo conocer a sus vasallos el arte de cultivar la tierra. En fin, nuestros misioneros del Paraguay y de Mainas primero hicieron a los indios labradores, y después cristianos: el primer beneficio que recibían, les disponía el corazón para oír con placer la doctrina religiosa.

Me parece que bastante he dicho para demostrar la necesidad de formar agricultores sabios, a fin de que prospere el primero, y el más vasto ramo de la felicidad de los pueblos; pero nada habría hecho con esta demostración en beneficio de mis semejantes, si no propusiese los medios que me parecen más adecuados para conseguir lo mismo que propongo. Omitiendo esta segunda parte de mis meditaciones, haría lo mismo que aquel médico que reconociendo al enfermo, le ponderase la gravedad del mal que padecía, y se retirase sin ordenarle ninguna medicina: mas antes de entrar en esta parte de mi discurso, trataré de las artes y las ciencias, como de las otras columnas de estado, que acompañan a la agricultura.


De las Artes en General, y de su División.[editar]

Las artes tienen por materia los frutos de la tierra, y por objeto el alivio de las necesidades del hombre. Si buscamos la verdad y la justicia en nuestras indagaciones, hallaremos que solo la ignorancia, el orgullo y el vicio pudieron haber autorizado aquella bárbara diferencia que se estableció entre las artes, dándoles a unas el nombre de bajas, o serviles, y a las otras el de liberales, o nobles; pero nada hay más chocante a los ojos de la razón como el hacer más bajo. O menos noble, lo que es más útil, más necesario, más indispensable en el orden social. El filósofo no debe conocer más diferencia en los ejercicios del hombre, que la que hay entre lo útil, y lo perjudicial; ni debe dar el título de noble sino a la virtud, como tampoco debe llamar bajo o despreciable, que todo es lo mismo, sino a lo que está amasado con el vicio. Pretendieron los antiguos dividir las artes en varios ramos, que clasificaron de distintos modos según sus caprichos particulares. Quintiliano las dividió en especulativas, activas, y efectivas; Aristóteles en arquitectónicas y sirvientes; Vitrubio se acercó mucho a la división de Aristóteles; Galeno fue el primero que les dio, a unas el renombre de nobles, y a otras el de bajas; Posidonio estableció cuatro clases, que distinguió con los títulos de vulgares, deleitosas, pueriles, y liberales; Séneca, finalmente, siguió la doctrina de su maestro Posidonio; y todos ellos no hicieron otra cosa que querer lucir su ingenio especulativo a costa del sólido interés de la sociedad, infundiendo el desprecio más bárbaro a los ejercicios más útiles. Por esto vemos tan frecuentemente que estas profesiones se hacen el patrimonio exclusivo de las gentes corrompidas.


Causas que se oponen al adelantamiento de las artes.[editar]

En vano se quejan los políticos del paso perezoso con que las artes caminan a su perfección; en vano proyectan medios de adelantarlas, si dejan en su raíz el vicio que se opone al incremento. Levantan con mano justa y generosa el bárbaro anatema que echaron sobre aquellos ejercicios: háganlos dignos de la gente honrada, y estudiosa: honren a los artesanos como lo merece la utilidad de su trabajo, y esto solo podrá más que todas las leyes, que todos los estatutos gremiales, y que todas las penas, que más sirven para convidar al ocio con las dificultades, que para hacer amable la labor. ¿No es una injusticia que nos quejemos de la ignorancia y de la mala fe de los artesanos, cuando nosotros mismos les quitamos el placer que tuvieran en instruirse, y los envilecemos antes de cometer el primer delito? ¿Qué hombre honrado, y de alguna delicadeza abrazará unos ejercicios por sí mismos despreciables? Era necesaria mucha despreocupación, mucha filosofía, para contrarrestar al sentimiento universal, y despreciar los errores consagrados por los pueblos, tomando las cosas en aquel sólido principio de verdad que tienen en la naturaleza, y de que solo son capaces algunos pocos hombres ilustrados.

Es una prueba de la miseria humana el error que los sabios cometieron en el envilecimiento de las artes, error tanto más doloroso y degradante, cuanto más opuesto a la felicidad de los hombres. La razón que tuvieron para ello, fue considerar que todo lo que pedía fuerza corporal era indigno del género humano, y por eso Quintiliano llamó noble al arte de danzar, y bajo el de labrar la tierra. ¿Es esto otra cosa que honrar el ocio, y lo inútil, despreciando el trabajo y la virtud? O yo no entiendo, o estos sabios tuvieron más necesidad de aprender, y más errores que corregir que los mismos ignorantes. Aquí me parece digno de repetirse lo que dijo un sabio de nuestros días: “El noble no lo pareciera, si anduviese descalzo y desnudo: ¿y por qué razón deben ser bajos y despreciables los que tienen en su mano los signos de la nobleza?” ¿El zapatero y el sastre, que nos guardan el cuerpo de las incomodidades de la desnudez, por qué serán menos nobles que el sombrerero y el curtidor? El platero, el relojero, el diamantista, no son tan útiles en la sociedad como los primeros, y sin embargo de esto son los más nobles. Luego los ejercicios más útiles son los más envilecidos; luego lo despreciable está más bien en lo necesario y útil de las obras, que en la fuerza corporal, u otra causa alguna; luego este es el error más grosero y menos disimulable que se ha cometido en el mundo contra los intereses de la sociedad; luego hay una necesidad absoluta de corregirse.


De las artes mecánicas.[editar]

No entraré yo ahora en detallar cuales sean todas las artes mecánicas, ni propondré la diferencia que entre estas, y las liberales se ha establecido desde el tiempo de los griegos y romanos; ni menos procuraré apoyar mi sistema con las doctrinas de los autores antiguos. El que guste de adquirir una fastidiosa, e inútil erudición en este ramo, vea la difusísima obra que escribió en España el licenciado Gaspar Gutiérrez de los Ríos, en que hacinó cuantas autoridades pudieran haber esparcidas en su tiempo en inmensas bibliotecas; pero nada más conseguirá que haber leído muchas fojas sin encontrar cosa de provecho. Preocupado este autor con los abusos de su tiempo y con las doctrinas de los antiguos, dice cosas bien diversas de lo que en su intención tenía: él convida al trabajo, pero convida despreciándolo. ¡Que ceguedad! ¡Que locura!

Yo comprendo en las artes mecánicas todos los ejercicios que tienen relación con los principios matemáticos. Esta opinión es del célebre Newton, y es conforme con la verdad y con la exactitud de las demostraciones. Dice, pues, este sabio “Que la mecánica práctica encierra todas las artes manuales que le han dado su nombre; pero que como los artistas y oficiales acostumbran obrar con poca exactitud, se ha distinguido la mecánica de la geometría, refiriendo a ésta todo lo que es exacto y lo que no lo es tanto a la otra”. Esto se convence con el examen de casi todos los ejercicios del hombre: en ninguno se deja de observar cierta medida y combinación sujetas a cálculo, y a demostraciones; en casi todas es esencial el dibujo y parecen auxiliares otros muchos ramos de la física. Lo cierto es que nada existe en la naturaleza sin su carácter y forma diferentes: todo tiene sus leyes particulares; y el variar un cuerpo, dándole nueva forma para nuevos usos, requiere conocimientos varios y combinaciones exactas. En unos casos se requerirá desde luego más talento e instrucción que en otros; pero no por eso se dará un oficio en que no sean necesarios los principios. Todo requiere enseñanza, y sin ella nada puede ser perfecto; esta es una verdad que solo puede contradecirla la ignorancia más supina.


De las artes liberales.[editar]

Las artes liberales se llaman aquellas en que trabaja más el entendimiento que el cuerpo del hombre. Estas artes son casi todas ciertos ramos de una ciencia, cuyos principios generales son invariables, aunque pueden admitir nuevos inventos cada día, para facilitar y mejorar sus operaciones. Si quisiésemos reducir a número determinado estas artes, encontraríamos el mismo embarazo que en las anteriores; pues los autores, tanto antiguos como modernos, ni han podido acordarse en este punto, ni sería posible que sucediese en medio de tantos caprichos y tantas pasiones. Baste apuntar algunas de ellas para que sirvan de ejemplo y proporcionen el conocimiento de las demás. Son artes liberales el dibujo, y todas las que de él nacen, como la pintura, la escultura, el gravado; lo son la música, la poesía, la arquitectura, y la agrimensura. Dáseles el nombre de liberales porque están más inmediatas a las ciencias, y porque se quiso denotar con este nombre, que por su excelencia eran dignas del cultivo de hombres libres. Por tanto son efectivamente acreedoras al más alto concepto de lo hombres; mas no por esto debemos realzarlas sobre el desprecio de las mecánicas; pues todas son útiles en la sociedad, y mientras más fatigas cuesten al artista, tanto más dignas se hacen de nuestra consideración y benevolencia. A todas se les debe protección y elogios, y a ninguna interesa para su elevación que se eche por tierra el mérito de la otra. En obsequio de la verdad debemos confesar, que requiere más virtud el ejercicio de cualquier arte mecánica, que ninguna de las liberales. Estas tienen en sí la variedad, que divierte las fatigas; tienen la comodidad de no agitar tanto el cuerpo, y tienen también el atractivo necesario para agradar al mismo tiempo que dan su primera utilidad. Las otras son penosas, exigiendo más trabajo y menos variedad: su monotonía debe exasperar al cabo de algún tiempo, y su excesiva fuerza corporal puede muy frecuentemente conducir a los artistas al término de una corta vida: su constancia y su paciencia debe ser más grande que la de los otros; y así, tan lejos de baldonarlas con la bajeza que no tienen sus profesiones, conozcamos que son dignos de elogios por las virtudes con que oponen un trabajo grande al ocio perjudicial, padre de los vicios. Seamos justos con despreocupación, separemos los estorbos que impiden el paso a la felicidad, conduzcamos al ciego por la mano, y pronto nos veremos en aquella edad de oro, porque suspiran los poetas.


Sobre las ciencias.[editar]

Por ciencias se deben entender aquellos conocimientos exactos y demostrables que satisfacen al entendimiento, y dan una nueva extensión al discurso. Tales son la matemática pura, y muchos ramos de la física, como la química, la botánica, la historia natural, astronomía y otros. Con estos conocimientos queda convencido el entendimiento, y puede aun adelantar todos los días sus especulaciones y cálculos exactos. Donde no se da esta exactitud no se da la ciencia, pues donde quiera que haya lugar a la duda, o a la oposición de opiniones, es claro que no se sabe de un modo seguro lo que se ventila; y como el saber se opone al dudar, no se puede decir que hay ciencia donde hay duda, que es hija de la ignorancia. Habiendo ya definido las ciencias, pasemos ahora a sus objetos y sus relaciones.

Se puede asegurar que no hay cosa en la naturaleza que no esté sujeta al conocimiento del hombre, pero también es cierto que no se pueden adquirir estos conocimientos sino por medio del estudio de las ciencias. Estas son el tesoro del entendimiento humano, de donde debemos sacar todos los auxilios de la vida. Solo el hombre nace ignorante en la naturaleza, pero también es él solo el que puede con el estudio abrazar en sus conocimientos cuanto está comprendido entre el cielo y la tierra. El animal más estúpido saca al nacer todo el instinto que debe gobernarle por el tiempo de su existencia: nada tiene que aprender para conservarse y vivir en la esfera de su destino; mas el hombre todo lo ignora cuando nace, y es preciso que pasen muchos años para que adquiera los conocimientos más necesarios para la felicidad: por lo menos debe emplear un tercio de su vida en aprender lo indispensable para conocer al Creador, a la naturaleza, al hombre, a la sociedad, a sus leyes gubernativas, económicas y políticas.

Consideremos que sería muy quimérico querer dar al hombre sin estudio unos conocimientos que solo puede adquirir por los órganos de sus sentidos exteriores. Estos deben llevar a su entendimiento, y a su memoria las ideas de las cosas, para que sujetándolas en el primero al análisis más exacto, se grave después en la segunda el resultado de la operación intelectual. Esta no puede producir un bien, sino por medio del orden metódico que comunican las ciencias; y por consiguiente sin ellas no es de esperarse el pulimento de la razón humana, sujeta más a los errores, que asegurada de los aciertos. Por otra parte, debemos advertir que las ciencias son verdaderamente el resultado de las investigaciones de los hombres por todos los siglos: ellas presentan al entendimiento la esencia de la verdad, alquitarada al fuego de los experimentos y demostraciones, separada del error en que estuvo envuelta muchos años, y libre ya de volverse a confundir en el caos de donde fue sacada.

No sería menos absurdo buscar el adelantamiento de la agricultura y de las artes, sin consultarlo con las ciencias, de donde salen todos los conocimientos. Una conducta semejante debería compararse con el proyecto de fabricar castillos en el aire. Así, el primer paso de favorecer al hombre, debe ser el de ilustrarlo. ¿Cómo habrá quien enseñe a corregir los errores, si no hay sabios que estudien la naturaleza y descubran sus arcanos? ¿Y cómo se darán estos sabios, sin que se proporcione el estudio de las ciencias?


Sobre que deben formarse una academia de ciencias, y una sociedad de amigos del país.[editar]

Yo no encuentro otro medio de conseguir la ilustración general en Chile sino congregando a los literatos y sabios en una academia, en donde por los estímulos favoritos del hombre, que son la gloria y el honor, trabajen con eficacia en despreocupar a sus semejantes, comunicándoles las luces de un cuerpo lleno de sabiduría. Los académicos deberían ser necesariamente consumados en alguna facultad, guardándose mucho de no prodigar este honor al favor particular, ni a la pedantería; pues con esta prodigalidad muy pronto se convertiría este establecimiento utilísimo en una tertulia de gentes ociosas y aun perjudiciales. Esta academia deberá tener sus estatutos, formados con las consideraciones necesarias para que prevalezca el grande objeto de su institución. Ninguna clase, dignidad, ni jerarquía; ningún título, ni grado tendrá derecho al honor académico, sino el mérito que le comuniquen al sujeto sus talentos y su ciencia. Pero yo no trato ahora de arreglar un establecimiento superior a mis débiles fuerzas, y así solo me contento con apuntarlo para que se discurra sobre su conveniencia, necesidad y formación. Otros habrá con mejores luces, y más desocupados que yo, para proponer el modo de realizar este útil pensamiento. Ahora paso al objeto principal de este discurso.

La agricultura y las artes en Chile no pueden florecer de otra suerte diversa de la que se ha observado en los países cultos de la tierra. Así deberemos consultar el ejemplar de aquellos, para imitarlos en nuestro país. Ya encontraremos luego formado el plan de beneficencia, sin que tengamos más trabajo que adoptarlo entre nosotros, con alguna corta variación que lo haga más favorable. La Francia, la Inglaterra, la Alemania, la Holanda, la Suiza, la España, los Estados Unidos de América y otras varias naciones cultas nos presentan como el apoyo de sus riquezas a las sociedades patrióticas de hombres cultos, que constituidos en un cuerpo de protectores de la labranza y de las artes, no consultan otra cosa que a extender con mano generosa y activa los medios de conseguir la felicidad de su país.

Persuadido de esta verdad el ciudadano Arnould en su Sistema Marítimo y Político, hace concebir grandes esperanzas de que la España mejorase su situación económica con el establecimiento de las Sociedades Patrióticas que en el año de 1775 se abrieron en Madrid, Toledo, Guadalajara, Segovia, Ávila, y Talavera. Tengo yo en mi concepto por tan bien fundado este sentir del sabio Arnould, cuanto me consta por experiencia el buen suceso de estos establecimientos. La capital del reino de Guatemala erigió una Sociedad económica a mi vista, y gracias al celo paternal de sus meritísimos individuos, cuyos nombres serán siempre respetados, dentro de muy pocos meses hubieron [sic] artesanos que presentaron obras acabadas en su clase; se remitieron a España muestras de cotonias, gasas, y terciopelos de algodón tan excelentes, que temiendo los codiciosos peninsulares se les acabase la introducción de estos, y los demás géneros de su comercio, consiguieron de un rey bárbaro, y de un ministro corrompido, la orden inicua para destruir la sociedad. Esta se destruyó efectivamente, pero como ya estaban echados los cimientos de la prosperidad, duran aun los telares de aquel reino en un pie de perfección que desconoce el resto de la América. ¿Mas quien será capaz de calcular el estado que tendría hoy aquel país, si no se le hubiese precisado a carecer de su Sociedad Patriótica?

Chile podrá conocerlo al poco tiempo de haber tomado este ejemplo tan útil y necesario. Realícese este proyecto de beneficencia pública, y se verá que al momento se empiezan a sentir sus efectos favorables. La humanidad afligida bajo el peso abrumador de las necesidades levantará al cielo sus manos laboriosas, y bendecirá a los autores de su consuelo. El pobre, la viuda, el huérfano, hallarán un protector, y un padre en el cuerpo patriótico que les enseñe los medios de salir de su miseria. El rudo labrador tomará lecciones de sabiduría para sacar del almacén de la naturaleza los dones que le esconde la ignorancia. El artesano humilde será conducido a la perfección de sus artes por el dedo con que la sociedad le señale los defectos que comete, y los aciertos que debe solicitar. Todos los habitantes gozarán de las comodidades de la vida, que proporciona un trabajo bien reglado. Mas es preciso proponer los estatutos de esta sociedad, que debe ser el modelo del orden, y del aprovechamiento. Feliz de mi, si este corto e imperfecto trabajo que he tenido, pudiera contribuir de algún modo al bien de Chile. Yo me tendría por el hombre más afortunado, considerando que había ya cumplido con la primera obligación del hombre de bien y del buen patriota.

Promover el bien de los semejantes.

¡Obligación dulcísima! ¡Acto divino, que es la mejor señal de la semejanza del hombre con su Creador! Baje yo al sepulcro con el consuelo de haber hecho algún servicio a mis hermanos, y no tenga el dolor de morir como los brutos, y los egoístas, que en muy poco se diferencian entre sí.