Discurso de José Manuel Balmaceda en el meeting convocado por los liberales independientes para enfrentar las elecciones de 1876 (26 de septiembre de 1875)
Discurso de José Manuel Balmaceda, interpelando a Benjamín Vicuña Mackenna, en el meeting convocado por los liberales independientes para enfrentar las elecciones de 1876, Santiago, 26 de septiembre de 1875.
No es de mis labios, es de labios del señor Vicuña Mackenna que vosotros, señores, sabéis que no acepta nuestras ideas, que combate principios fundamentales como la libertad de enseñanza, en cuanto se refiere a la libertad de profesionales, el matrimonio civil, que nosotros sustentamos sin restricciones, en su origen y en sus consecuencias, en todo su natural desarrollo.
¡Pues bien! Yo declaro en mi nombre y en el de mis amigos de ideas, en el vuestro y al país, que el señor Vicuña Mackenna viene a esta solemne y numerosa reunión, en calidad de transeúnte, es nuestro huésped. (Aplausos estrepitosos que se prolongan por mucho tiempo)
Si el señor Vicuña Mackenna no acepta nuestro programa, si le pone restricciones, y, sin embargo, se encuentra entre nosotros, no le dirigiré por ello un reproche.
Yo me felicito, y creo que vosotros, señores, debéis felicitaros también de que el señor Vicuña Mackenna nos honre con su presencia. Siempre será un huésped ilustre. (Calurosos y sostenidos aplausos).
Aunque quisiera, yo no podría callar, cuando el señor Vicuña Mackenna, liberal, que invoca el patriotismo y el esfuerzo de sus compatriotas en nombre del liberalismo, combate en la libertad de profesiones la libertad de enseñanza, y el matrimonio civil la solución de derecho con que nosotros, en homenaje a la fe religiosa de todos los chilenos, de todos tos extranjeros que pisen nuestro suelo, queremos, la separación entre la Iglesia y el Estado. (¡Muy bien! ¡Muy bien!)
Nosotros sostenemos la libertad de enseñanza como consecuencia de la libertad del pensamiento. Si el pensamiento no puede reflejarse libremente en la enseñanza, la libertad de enseñar será una triste quimera.
¡Y bien¡ Acordar la libertad de enseñar sin acordar igual libertad al ejercicio de las profesiones, es negar la sanción, la eficacia de la libertad de enseñar.
No es ésta una cuestión de poco momento: es cuestión muy capital. La enseñanza es la palanca más poderosa del progreso humano, y el medio de elaborar las grandes conquistas de inteligencia. ¿Cómo, señores, reducir en nombre de la libertad a la libertad misma, querer la enseñanza libre, y no dar sanción sino a la enseñanza oficial, a la aparente oficial? ¿Por qué privar a la sociedad de las fuerzas espontáneas, que son sus propias fuerzas, y obligarla a no recibir sino los destellos de doctores con patente, siempre doctores y no siempre doctos? (Aplausos).
¿Se trata de la ciencia médica? No combato las ciencias, no miro los resultados de la medicina científica comparados con los de la medicina no patentada y práctica y no me coloco en ese estado de vacilación, de duda, de escepticismo, que trabaja al espíritu observador del hombre maduro. Pero el hecho es el hecho.
Vamos a la práctica. De los 2.000.000 de hombres que forman la nación, como los tres cuartos, o sea, aproximadamente 1.500.000 almas, habitan en los campos, y carecen de los recursos de la medicina científica; no tienen otros que los de la medicina practica.
¡Y bien! Relativamente a la población, ¿mueren más en los campos que en las ciudades? Me inclino a creer que no.
Apunto el hecho, no para rechazar la ciencia, sino para manifestar que la libertad de profesiones en medicina está muy lejos de ser un peligro, ni una amenaza trastornadora de la seguridad de la salud social. (¡Muy bien! ¡Muy bien!).
Dejemos a la sociedad en libertad de dispensar su confianza, y no la sometamos a las consecuencias de un saber autorizado, pero falible, tanto más falible cuanto más se confía en la patente y se aleja de las observaciones prácticas.
Es un error creer que los titulados en medicina tienen el arte de salvar la vida. Pueden aliviarla, pueden salvarla, es cierto; pero no con grandes ventajas sobre los no titulados, que consagran tiempo, experiencia y estudio, a la medicina práctica. Los hechos nos hablan con una viva elocuencia.
¡Ah! Señores; si hubiera alguien que en nombre de la ciencia hubiera descubierto el secreto de garantir la vida o de salvarla, yo sería el primero en rendirle el mayor homenaje que es permitido a nivel moral. Pero yo no conozco a ese alguien y dudo que haya quien lo conozca. (Risas). Pero si hay quien le conozca y nos lo indique, yo me llenaría de júbilo; pero seriamente señores, no veo aquí al hombre que haga tal indicación. (Aplausos y general hilaridad).
¿Y qué decir de los patentados del foro?
Yo respeto la toga, como respeto el saber del hombre de ley. Mas no comprendo la exclusión que nuestras leyes hacen, y que el señor Vicuña Mackenna sostiene, de hombres probos e inteligentes, que no pueden defenderse a si mismos, que tienen que entregar a los sabios autorizados la gestión de sus propios negocios, y que no pueden presentarse ante los tribunales del Estado.
En Chile no pueden los ciudadanos no titulados defenderse a sí mismos, tienen que entregar sus intereses, su honra, quizá la vida, a la buena voluntad, a la diligencia de los extraños; y aunque quisieran ejercer el derecho de defensa, en causa propia, se les niega en nombre de la libertad, y de la admirable sabiduría con que el Estado provee a estas necesidades supremas de la sociedad y del individuo. (Aplausos).
Yo acepto la sabiduría del Estado, como voluntaria para la sociedad; pero no creo que haya el derecho de imponerla necesariamente ante la sociedad.
Tenemos en consecuencia, que mientras en Chile no haya libertad de profesiones, no habrá libertad de enseñanza. (¡Muy bien! ¡Muy bien!)
Nosotros ponemos sus límites, sin embargo, a esa libertad, y ese límite es el que nace de las garantías que el Estado debe a la sociedad respecto de funcionarios con el encargo necesario de ejercer los poderes constitucionales.
Si el Estado administra justicia, si los funcionarios del Poder Judicial deben fallar sobre los más graves intereses sometidos a su jurisdicción, es natural que el Estado exija de ellos pruebas de competencia, títulos de saber, para consultar el acierto. Ya no se trata, mirando este aspecto de la libertad de profesiones, de hacer el individuo o la sociedad lo que le plazca, sino de consultar garantías por el Estado respecto de resoluciones de funcionarios que los ciudadanos no tienen el derecho de elegir, pues que el Estado los impone como base y como fundamento de los poderes que producen el equilibrio social.
Es por esta razón que, proclamando la libertad de profesiones, la limitamos en cuanto se exigen pruebas de competencia para el ejercicio de funciones públicas.
El señor Vicuña Mackenna hace restricciones a la libertad religiosa que arranca de una fuente perenne de verdad; el derecho. No dice si acepta o no la separación entre la Iglesia y el Estado, y dice que el matrimonio civil, reforma grave y fundamental, la refiere a la ley.
¿A qué ley se refiere el señor Vicuña Mackenna? ¿Es a ley actual? Pues ella somete lo relativo al matrimonio a los cánones de la Iglesia. La ley no reconoce sino el matrimonio privilegiado: en ésta o en aquella forma, pero privilegiado.
¿Es acaso a la ley que pueda dar el futuro Congreso? ¡No! No es eso lo que hoy mueve a los chilenos, y nos mueve a nosotros a cumplir con energía nuestros deberes ciudadanos. No remitimos nuestra opinión a la ley por hacerse de un Congreso que aún no ha sido elegido, ¡no! Nos remitimos a nuestra opinión personal, a una convicción formada. Y puesto que tenemos una convicción, y deseamos realizarla, nos reunimos para pedir a nuestros amigos y al país que nos den sus votos para elegir en la próxima renovación de los poderes públicos, hombres que conviertan en ley nuestra convicción. (Entusiastas aplausos).
No es esta cuestión que debemos librar al Congreso futuro, no es una palabra de anuncio de una gran reforma, es y debe ser una opinión proclamada, sostenida y defendida, para encargarla a hombres que en nombre del derecho la ejecuten como representantes en 1876. (Aplausos).
La ley actual es altamente vejatoria e ilógica. Nuestros códigos reconocen los efectos civiles de matrimonios civiles contraídos en país extranjero. Y el legislador y la ley que aceptan como bueno el efecto, condenan la causa en Chile, estableciendo un privilegio del carácter más singular y en daño de los que viven y nacen en Chile y en beneficio de los extranjeros. ¡Preciosa situación! (¡Muy bien! ¡Muy bien!) No señores, sobre las preocupaciones de la tradición o del espíritu, sobre los peligros y fatigas de la lucha, sobre el privilegio, sobre malas leyes y peores razones para sostener un matrimonio espurio, de querellas incesantes, de fines y propósitos que se excluyen, está esa divinidad del templo de las leyes, es garantía suprema de la razón pública convertida en razón de estado: El derecho. (Aplausos prolongados). He ahí el principio y el fin de nuestras acciones públicas.
Matrimonio civil, secularización de cementerios, registro civil, separación definitiva de la Iglesia y el Estado, todo, lo sometemos a esa solución de libertad, que no es odio ni es persecución, que no es amenaza ni es trastorno, que es el derecho.
Todos los hombres están sujetos a unas mismas leyes en el nacimiento, y el Creador no hizo en esta parte distinciones, porque hizo a todos los hombres iguales, y porque en el desarrollo progresivo de la sociedad, es preciso que todos los hombres se sientan iguales ante el derecho, y unos mismos en presencia de la ley.
Entre otros dones, recibimos la divina Providencia el corazón para el sentimiento, y la inteligencia para el discurso. ¿Queremos, en nombre de una libertad incompleta, poner mano de acero sobre los corazones que sienten el entusiasmo de la fe? ¿Queremos apagar la luz del espíritu que brota de la frente de los hombres de pensamiento?
¡Ah! Ésa sería una obra que nosotros en nombre de Dios debemos destruir en su homenaje, porque la fe es sagrada, y a todo hombre de fe debemos la más amplia libertad para constituir su hogar, y hacer las manifestaciones externas del culto, cualquiera que sea esa fe, cualesquiera los medios con que los mortales juzguen propio dirigirse a Dios.(Aplausos).
Razón tenía nuestro digno huésped, señor Vicuña Mackenna, para decir con su habitual franqueza, que no aceptaba nuestro programa, sino con limitaciones.
El señor Vicuña Mackenna, liberal, quiere una parte de la libertad, y nosotros queremos la libertad completa, toda la libertad.
La queremos principalmente en esta grave cuestión de Iglesia y Estado, porque es ella la piedra de toque, el distintivo esencial del liberalismo serio y completo. (¡Muy bien! ¡Muy bien!)
Puesto que la presencia del señor Vicuña Mackenna entre nosotros ha suscitado una discusión de ideas y también de política de actualidad, creo mi deber, interpretando el espíritu de los amigos y de todos vosotros, señores, que me escucháis, expresar claramente nuestra actitud política.
Ya lo ha dicho nuestro honorable presidente, señor Arteaga Alemparte, y yo lo repetiré a mi vez: dentro del espíritu y de los propósitos del programa ya conocido del público, buscamos la unificación del Partido Liberal. Es éste el medio de concluir con fraccionamientos que esterilizan las fuerzas vivas de los partidos liberales, y de asegurar el éxito para la reforma que los principios y nuestras prácticas de la vida libre reclaman. (Entusiastas aplausos).
Queremos el bien, y creemos que todos los buenos liberales deben sentirse animados de nuestro espíritu, de nuestro amor al país y a la libertad en que debe crecer y prosperar el progreso común del Estado.
Creo que el mismo señor Vicuña Mackenna, como bueno y como liberal, debe concurrir a esta obra de honra, de patriotismo, de engrandecimiento público. (Aplausos).
Que los conservadores cumplan su misión política, y que los liberales cumplan la suya, formando un solo y gran partido, animado de un solo y gran propósito: Realizar por la libertad la completa conquista del derecho. (Aplausos).