Discurso sobre la educación: III
III - De los conocimientos cristianos, morales, y útiles, en que conviene instruir la juventud, dedicada a los oficios, y a las artes
[editar]Es también de considerar, que estos jóvenes aprendices de las artes, necesitan instruirse en aquellos conocimientos cristianos, morales y útiles, que son precisos en el resto de la vida; y para poder portarse con una honradez y decencia, que les haga apreciables y bien quistos.
I. De estas tres clases de rudimentos son los primeros, los que pertenecen a la religión. Debe cuidar todo maestro, de que sus hijos y aprendices sepan muy bien la doctrina cristiana; vayan a misa los días festivos, y cumplan con el precepto anual de la iglesia a lo menos; y que unos y otros vivan con honestidad, desempeñando todas las demás obligaciones de cristianos. Puesto que los maestros están obligados a poner en esta parte el mismo cuidado con los aprendices, que con los propios hijos; respecto a construir todos ellos una misma familia; a menos que el aprendiz viva con sus padres o tutores: en cuyo caso son estos los que han de tomar sobre sí aquel cuidado.
Los maestros de primeras letras, y los párrocos están obligados a dar esta enseñanza, y a celar en que nadie sea flojo en tomarla; haciendo exámenes, y eligiendo para todos continuas, y prudentes medidas.
II. Los conocimientos civiles no son desatendibles en esta numerosa porción de ciudadanos, que componen más de una mitad de la población de las ciudades y villas del Reino, o la tercera del todo; y forman la segunda clase de la educación moral de los artesanos.
El aseo y decencia en su porte de vestir, se halla muy descuidada por lo común entre estas gentes, no sólo en los aprendices; sino también en los oficiales y maestros, saliendo a la calle desgreñados, sin peinarse, ni lavarse las manos y cara; y aun con roturas en sus vestidos por el desaliño de no coserles a tiempo. Emplearían ciertamente ellos mismos, o sus madres y hermanas los ratos libres, en repasar su ropa; cosiendola o remendándola del mismo color, y con curiosidad: además de que reparadas con diligencia estas roturas, se conservan los vestidos a menos costa, y con mayor propiedad.
El desaliño actual de muchos de esta clase honrada de vecinos, tiene su origen en la mala crianza, que se les da por los padres y madres; descuidando de todo punto su aseo; rasgando ellos sus vestidos con las luchas, y otros juegos violentos en que se entretienen, y son poco convenientes a los racionales.
Los maestros de primeras letras, los párrocos, y las Justicias son en parte responsables del descuido, que se advierte con tanta generalidad de la falta de aseo.
Contribuye mucho a conservar la salud el cuidado de la limpieza en la ropa; y el de que se peinen, y laven con regularidad y diariamente los muchachos, luego que se levantan de la cama. Los que se acostumbran de niños a andar limpios, hallan tiempo de asearse, sin faltar por eso a sus obligaciones.
Puede atribuirse a este abandono de la decencia en general, parte del menosprecio de los artesanos; porque a la verdad su poca limpieza los suele confundir con los mendigos, o vagos. Y como el traje es tan parecido, no se desdeñan de tratar con ellos; y de ahí procede perderse muchos, contrayendo la misma vida licenciosa y holgazana; huyendo de los obradores y talleres de sus maestros, para aprender el fácil y descansado arte de la tuna, y todo género de bellaquerías.
Si los maestros y padres cuidaran más de su aseo, y modales decentes; los tales hijos y aprendices se avergonzarían de acompañarse con los vagos; librándoles de este modo de un contagio, que se les pega demasiado.
El uso de la capa, a que se acostumbran desde niños, es otra causa de su abandono, y de entregarse no pocos a la ociosidad: cubiertos con esta especie de disfraz.
La capa en sustancia es un alquicel, tomado de los árabes, y aun más embarazosa según el estado, a que se ha reducido en España, comparado con el que usan los moros berberiscos.
Los sayos, ungarinas, y gambetos, de que usan los habitantes de las provincias más industriosas del Reino, abrigan más, y son mucho más desembarazados. Sería muy conveniente, que las gentes prefiriesen este género de vestidos nacionales.
Harían pues muy bien los padres, y maestros en no dar a los muchachos capa; vistiéndolos de las ropas cortas, y ajustadas, que son más baratas; porque llevan menos tela y forro, y son acomodadas para los que se dedican a el trabajo.
Además de que este nunca se ha de hacer con capa, de que sólo pueden usar en la calle; y así por tener la capa, no ahorran el vestido regular.
Si no usasen capa, tendrían menos disposición de salir de casa con las ropas ordinarias del taller. Serían más bien reparados por los Jueces y Regidores; y por sus padres o maestros; ni encontrarían modo de ocultarse a la vigilancia de tantos censores.
La cofia, o redecilla contribuye a fomentar la pereza de no peinarse. Muchos se inficionan de tiña, sarna, y piojos, y aun de fluxiones a los ojos; porque no se peinan, trayendo su cabellera sucia y envuelta en la cofia: de cuyo desaliño ha salido la clase de los majos.
El abuso de entrar en la taberna la gente oficiala, los encamina a la embriaguez, y al juego de naipes en la misma taberna. Entregados los aprendices, y oficiales a estos dos vicios, trabajan de mala gana en los días, que no son de precepto; y consumen en el de fiesta lo que debían guardar, para mantenerse entre semana, y reponer sus vestidos.
De ahí vienen las quimeras en sus casas, cuando toman estado; el mal trato de sus mujeres; la pérdida de la salud; y finalmente el mal ejemplo, que dan a sus propios hijos, los cuales rara vez dejan de imitar las costumbres viciosas, y relajadas de los padres, o de aquellos con quienes tratan frecuentemente.
La permanencia en las tabernas es seguramente lo que más contribuye a desarreglar las costumbres de los artesanos. Por lo cual deben los maestros, y padres impedir por todos medios la entrada de los jóvenes en tales oficinas o escuelas de ociosidad, de los homicidios, y de las expresiones soeces.
Conduciría mucho a desarraigar esta viciosa costumbre, que las justicias impidiesen generalmente, y sin distinción de personas semejantes abusos de jugar, o beber en las tabernas, y en la inmediación de ellas. Sería providencia utilísima, para mejorar las costumbres de los artesanos, y aun de otras clases, mandar a los taberneros, bajo de gravísimas e irremisibles penas, vender precisamente el vino, como los demás géneros de abastos; para que cada uno le consuma en su propia casa, donde hay menos ocasiones de desorden o exceso, llevando vasija o jarro.
No debería permitirse tampoco a los taberneros vender el vino fiado, y por tarja a los artesanos, o labradores. Pues de esta manera unos y otros, no consumirían más de lo que pueden, a proporción de su verdadera necesidad; y se ceñirían a la posibilidad del día.
Las leyes establecen lo mismo, respecto a los que juegan al fiado; anulando, y aun castigando semejantes deudas, para que no se puedan demandar en juicio.
Estas leyes del juego principalmente favorecen a los ricos, cuya disipación es menos perjudicial, que la de los pobres. Y así parece, que el arreglo y policía de las tabernas, reduciéndolas a meras tiendas de vino, vendible al contado con prohibición de beber, ni hacer mansión en ellas, es objeto digno de que se arregle por la autoridad pública.
Entonces los maestros, y los padres con mayor facilidad contendrán a la juventud de su cargo en casa, libre de este género de disipación.
Lo que se dice de las tabernas, tiene lugar en las aguardenterías, y otras oficinas expuestas a los mismos vicios que las tabernas.
Las costumbres tienen tanto poder, como las leyes, en todos los pueblos. El modo de que las gentes sean honradas, consiste en infundirles costumbres virtuosas, y persuadirles de la ventaja, que les producirán. Esta persuasión se ha de infundir desde la niñez en las casas, en la escuela, y por los maestros de las artes. El ejemplo de los mayores ha de confirmar a los niños, en que sus superiores tienen por bueno lo mismo, que les recomiendan.
Las leyes obran, prohibiendo y castigando: requieren prueba de los delitos o faltas; y son necesarias varias formalidades, para imponer conforme a derecho los escarmientos.
La compasión suele debilitar el rigor de la ley, y el que peca sin testigos que le delaten, se cree libre. Porque el juez, sin ofender las leyes, sólo puede castigar, guardando el orden judicial.
No sucede así entre las gentes bien criadas: aborrecen de corazón los delitos o las acciones indecentes. Por no caer en mengua, se abstienen de cometerlas; siguiendo el ejemplo y la costumbre de obrar, que la educación popular encarga, y recomienda generalmente.
Puede sobre esta distinción darse a las costumbres un lugar preeminente en la dirección de los artesanos, y de las demás clases. Todo el deshonor, que hasta ahora tan injustamente se ha prodigado sobre los oficios; convendría aplicarle a los vicios de los artesanos.
De donde se sigue, que los adultos ya no pueden mejorar sus costumbres sin el rigor de las leyes; y que sólo los niños tienen la dicha de poder ser buenos con la educación y ejemplo, sin necesidad de que los castigos los aflijan, e infamen.
No debe la juventud, que se dedica a las artes y oficios, carecer de diversiones; porque los recreos inocentes son una parte esencial de la policía, y buen gobierno. Es necesario absolutamente, que la gente moza se divierta, y tenga días destinados al descanso de sus fatigas ordinarias, y penosas de todo el resto de la semana. Lo contrario sería exponerla a hostigarse con el trabajo, y a aborrecerle.
Los toros, cuando las corridas se hacen en días de trabajo, no es diversión que se debe permitir a los jornaleros, menestrales, y artesanos; porque pierden el jornal del día, y gastan el de tres o cuatro con ruina de la familia.
Si se repiten estas corridas por muchas semanas, se atrasan el maestro y los oficiales en concluir las obras empezadas; faltando a lo que prometen a quienes se las han encargado, que acaso las necesitan con mucha brevedad.
Por esto conviene, que los maestros cuiden, de que sus aprendices, hijos, y oficiales, no vayan a los toros en días de trabajo, ni a la comedia; a los bolatines, ni a otra cualquiera diversión pública, incompatible con él. Porque es cosa impropia, y aun escandalosa, que artesanos, labradores, y jornaleros desamparen sus tareas en días de trabajo, o en que la Iglesia le permite; y mucho más que los pasen en diversión, acostumbrandose a más tiempo de huelga, que conviene a su estado, y permite la estrechez de su caudal.
En Cádiz y Lisboa se corren los toros las tardes de días festivos; y a lo menos no se pierde el trabajo; ni ocupa todo un día al jornalero, como sucede donde no hay este discernimiento.
En los días de fiesta por la tarde apenas van las gentes a la Iglesia. Conque esta práctica en nada puede ofender el culto religioso; y antes apartaría la gente oficiala de quimeras, y de otros lances arriesgados.
Lo mismo se debe evitar con aquellos individuos de oficios, que con reprensible abuso suelen holgar, o como ellos dicen, guardar el lunes; por ser igualmente corruptela reprensible y perjudicial, que la indiscreta tolerancia de los maestros a sus hijos, aprendices y oficiales, ha ido autorizando, como costumbre y derecho de holgar, que el común convenio ha creído disculpable.
Las imprentas he visto yo muchas veces, sin que lo puedan remediar los impresores, ni aun agasajando a sus gentes, desamparadas los lunes de oficiales, como de los aprendices. Cortado este día de la semana, con los de fiesta, hacen un menoscabo considerable a la industria popular; y lo mismo sucede, si en los días festivos, en que oyendo misa es lícito trabajar, se dispensan de sus tareas los artesanos, y se entregan al ocio y a las diversiones.
Estas pueden muy bien tenerse en las tardes de los días festivos con el juego de pelota, de bolos, de bochas, de trucos, tiro de barra o esgrima.
Estos juegos ejercitan las fuerzas corporales, y son útiles a la salud, e inocentes en sí mismos; cuidando la policía de su buen arreglo. Lo propio se ha de decir de otras diversiones de igual naturaleza, como el baile público en semejantes días, que con mucha decencia se estila de tiempo inmemorial en algunas provincias septentrionales de España.
Las diversiones comunes de esta clase son de gran utilidad, cuando no se tienen en días de trabajo; y se observa en ellas orden y compostura. Recrean honestamente el ánimo; acrecientan las fuerzas corporales de la juventud, y acostumbran el pueblo a un trato recíproco y decente en sus concursos.
Los que faltan a ellos, deben ser notados: porque no es en estas concurrencias generales, donde se estragan las costumbres; y sí en los parajes ocultos y apartados del trato común; cuya separación deben estorbar cuidadosamente los padres y maestros, porque allí, y en las tabernas es el paraje, donde se empiezan a corromper y estragar los jóvenes.
No hay otros baluartes en lo humano, para librar al pueblo de tan peligrosos escollos, que ocuparle en los días de trabajo, a fin de que apetezca a su horas el sueño y descanso; acostumbrarle a cumplir en los días de precepto con las obligaciones, que prescribe la Iglesia; y disponer en los tiempos libres las diversiones populares, que agiliten las fuerzas del cuerpo, las cuales por la publicidad misma, y el orden que debe establecer el Magistrado, no pueden degenerar en abuso o corruptela. Estos juegos-públicos piden reglas y horas, estando cerrados en el día de trabajo.
Algunos ratos ociosos del día de fiesta, que son los que únicamente tienen libres, en vez de diversión, los aplican los artesanos en Alemania, a perfeccionarse en el dibujo. De esta suerte han adelantado mucho en los oficios, en la facilidad y corrección de sus obras. Tanto es el ahínco, con que aprovechan su tiempo sin desperdicio alguno; y así salen los alemanes excelentes obreros.
Esta educación general, aseo y bien porte de nuestros artistas, es facilísimo de lograr, con sólo insinuarlo los superiores en una nación tan honrada. Les hará estimables, y dignos del aprecio común de las demás clases, viendo sus modales civiles y atentas, de que ahora inculpablemente carecen algunos.
La materia de acero, metal, madera, lana &c. sobre que trabaje cualquier artesano, no le debe desconceptuar; ni apartar de semejantes concurrencias públicas con toda igualdad. Todos los oficios son utilísimos en sí, y dignos de estimación; cuando se ejercitan por aquellos, que los profesan con honradez, inteligencia y aplicación.
Más necesario es el calzado y el vestido, que las pelucas. Error sería creer, que un honrado zapatero o sastre deba merecer menos aprecio, que otro oficio de cualquier especie.
Apártales de estas concurrencias públicas el abuso de decirse improperios los de un oficio a los otros; y por un error comúnmente dañoso parece, que de acuerdo conspiran todos a su recíproca destrucción.
Si el zapatero sale a la calle manchado de pez, desaseado y roto; cierto es, que no causará un espectáculo agradable a los demás; y en algún modo provoca la risa y escarnio de su persona. En su mano está ponerse a la par de los demás artesanos; cuidando por virtud de su limpieza y aplicación, de no desdecir del trato regular y decencia de los demás.
Los herreros suelen caer en la misma falta, trayendo la cara tiznada de carbones: de ahí resultan los apodos de chisperos; las pullas, Y el que se escondan, por no poder sufrirlas muchos menestrales.
Los Magistrados tienen estrecha obligación de averiguar, y corregir tales insultos, para establecer la buena crianza, atención, y harmonía recíproca de todos los oficios.
En toda nación son necesarias las artes, que conducen a la utilidad común; ya sea para ocurrir a lo que necesitan los habitantes del país; ya sea para surtir a los extraños, o colonias remotas de la propia dominación, con los géneros sobrantes de la industria de nuestros oficios.
No hay diferencia, en que sean de primera, o de segunda necesidad sus obras: basta que tengan despacho; y este no se puede asegurar sin la perfección y bondad de las maniobras, o de las tareas de cada arte, u oficio. Esta perfección sólo se logra, cuando el aprecio y honor de los artífices se halle bien establecido.
Las leyes del Reino determinan penas contra ciertas palabras injuriosas, para concertar el decoro entre los vecinos. Sería muy conveniente extender su providencia a los que denuestan algunas de las artes, o a sus profesores.
Las inclinaciones de los jóvenes son diferentes, y cada uno adelantará más, eligiendo con preferencia el arte, a que se inclina. Esta elección nace ordinariamente de la mayor perspicacia del sentido, a que pertenece el arte. Es un principio de la educación popular, que nunca deben perder de vista los padres, y tutores de los niños; consultando la disposición del muchacho, que va a entrar de aprendiz, como se dice en otra parte de este discurso.
Artes hay, que requieren mucho ingenio: es contra la naturaleza destinar a ellas los rudos. Tampoco los maestros deben admitir aprendices, que carezcan de la debida aptitud en el sentido, que predomina en el respectivo oficio.
Otras artes necesitan de fuerza, y mayor fatiga: conviene dedicar a tales oficios los más robustos, aunque su talento sea más limitado.
No bastará la acertada elección del muchacho y de los padres al oficio, que es más proporcionado a su percepción natural; si el desde la misma niñez no se cree establecido en una profesión útil y honrada.
En los talleres, en las escuelas, en el teatro, en las conversaciones familiares, en el foro, y aun en el púlpito se debe reprender el error político de excitar preferencia, que cause odiosidad entre los oficios; respecto que todos son igualmente apreciables en sí mismos; porque unidamente concurren a fomentar la prosperidad pública.
Y así como no conviene permitir a los artesanos de distintos oficios, que se denuesten según queda advertido; tampoco se debe dar motivo a tales disputas por los que mandan, o tienen autoridad entre las gentes; estableciendo ordenanzas sobre ello. Ni tampoco se han de tolerar, o inventar sin legítima y urgente causa gravámenes, que ocasionen la necesidad de estas disputas.
Los padres y maestros las deben reprender a los que les están subordinados; haciendo inspirarles este concepto de igualdad, como máxima común de todos.
De aquí resultará otro principio de la educación popular de los artesanos, para desarraigar del común la idea de vileza, y de mecánicos, con que en muchas partes de España se desacredita a algunos de ellos.
En una nación llena de pundonor como la nuestra, causa gran daño esta especie de preocupaciones, difundidas contra varias artes y oficios; porque se retraen las gentes honradas de ejercitarlos, y otros de continuar en los mismos, que ejercieron sus padres.
La transmisión de los oficios en las familias es de suma importancia, e imposible su logro, durando tales errores comunes. Los padres enseñan con mucho más cariño, y afición a sus propios hijos o deudos: heredan estos los talleres, y aun los parroquianos de sus mayores. Y como desde chicos ven estas faenas; las imitan, y aprenden más fácilmente, si la desestimación del oficio no los arredra.
Supuesta la necesidad de establecer la máxima de educación popular referida, acerca de la estimación recíproca de los artesanos entre sí; es reprensible crianza de los maestros o de los padres, apoyarles o tolerarles las pullas y burlas, con que se maltratan los de unos oficios a otros; añadiendo otros bajos apodos, y chanzas de escarnio y mofa.
Los padres y maestros deberían cuidar de instruir a la juventud en la conveniencia, y obligación de honrarse mutuamente; sin disimular, ni dejar de castigar faltas de esta naturaleza, las cuales conforme crece la edad, estragan el pundonor, si no se atajan con tiempo.
Cuando no alcance la educación, y corrección doméstica, no puede disimular el Magistrado semejantes ofensas, y vulgaridades; supliendo en caso necesario la negligencia, que hubiere a costa de los padres o maestros; cuya omisión jamás ha de quedar impune.
El creer, que un pastor de cerdos, o un cabrero es menos honrado, que un mayoral de ovejas o de vacas, siendo todos pastores, es un error clásico.
Con todo esta ridiculez toma cuerpo, y otras vulgaridades semejantes; cuando la diversidad de la especie de ganados que guardan, no da, ni quita opinión entre los que discurran con prudencia.
Lo que importa es, que unos y otros pastores sean fieles, y diligentes para guardar el ganado, que les es encomendado: de cuya exactitud debe pender su crédito y así de las demás.
No hay tampoco, porque deshonrar a los que cuidan de los caballos-padres, o de los garañones, ni a los que hacen las matanzas en las carnicerías, y rastros; o a los que pesan, destrozan, salan, y esquilan las reses; o desuellan, adoban, y curten sus pellejos y cueros. Lo que interesa al público, se cifra en que cumplan exactamente todos sus ejercicios; y no hagan en ellos fraude, o mala versación. Esta ciertamente es la que en realidad deshonra, y no la honesta ocupación en cualquiera de estos ejercicios, y otros semejantes; sin los cuales no puede pasar la república.
El vilipendio sin duda, con que el vulgo moteja tales oficios, aparta a no pocos de tomarlos, o de perseverar en ellos. La ociosidad es la que con preferencia debe tener impresa la nota de deshonra; cuya máxima conviene mucho, que los padres de familia repitan a sus hijos, o a sus pupilos, aunque no sean artesanos; y que los párrocos desimpresionen a sus feligreses de unas opiniones, contrarias a la felicidad pública; y que sin un esfuerzo común dificultosamente podrán disiparse ya.
Después de los padres y párrocos son las justicias en sus casos, y con sus exhortaciones, los únicos que podrán esperar unos resabios que no se fundan en la naturaleza, ni en la razón; ni aun en la posibilidad de excusar tales oficios: de los cuales no puede prescindir la sociedad, sin necesitar mendigar sus obras del extranjero, y darle esta ganancia con perjuicio de la población nacional.
Excite enhorabuena contra los saludadores, saltinbanquis, y directores de la marmota sus pullas, y chistes la gente plebeya: pues cree ser un patrimonio suyo semejante lenguaje, hasta que su educación se mejore, y ellos se corran de tales discursos, contrarios a la caridad cristiana. Entre tanto dejen tranquilos en sus ocupaciones a los que de cualquier modo son útiles, y necesarios por su aplicación a la república.
Es otro error de educación poner la exclusión en ciertos gremios y artes de los que hayan profesado, o sus deudos ciertos oficios. Porque en esto mismo se abaten unos demasiado, para preferir a otros por mero capricho.
Fue gran inadvertencia tolerar en las ordenanzas gremiales semejantes cláusulas; y no trae menores daños obligar a pruebas, y ruinosos gastos de entrada, a los individuos de algunos gremios.
Tales odiosidades y dispendios deberían borrarse de sus ordenanzas por la autoridad legítima, y establecerse por máxima general de la asociación popular de los artesanos; celando los Magistrados, ayuntamientos, y sociedades económicas de los amigos del país, el que no se incurriese de aquí adelante en estos yerros.
La tolerancia, y aun la aprobación de medios tan erróneos en la teórica, como ruinosos a toda la nación, y a su industria en la práctica; es seguramente lo que también ha contribuido a desalentar los oficios, y a debilitar el progreso de las artes, en una nación llena de juicio, y orgullo en todas sus clases. El mayor enemigo de la patria, no podría haber inventado sistema más apropósito, para traerla a su ruina política.
Tiempo es ya de procurar disipar de entre nosotros tan erróneos principios; e imitar los que han puesto en práctica las naciones más industriosas de Europa, cuando no alcancen a convencernos nuestras observaciones propias, y el estrago, que causan a los menestrales.
La educación, o por mejor decir el abandono, con que se cría a los artesanos, ha firmado este sistema común, contrario a las artes. Ahora no basta, que la misma educación deshaga tales yerros; sino concurre al mismo objeto el todo de la nación: imbuyendo a las gentes en ideas más favorables a los oficios, y a su bien merecida estimación.
Todo el sistema nacional de nuestra jurisprudencia, si entendemos nuestros intereses, corresponde encaminarle a dirigir, animar, y honrar el trabajo, y a las gentes hábiles.
Los hidalgos pobres no deben perder de su estimación, por ser aplicados. De otro modo en algunas provincias, donde los nobles abundan, no podrían establecerse, ni arraigar la industria, ni las artes.
Tan lejos está, de que estas deban empecer a las familias, que sería sabia política conceder anualmente un corto número de privilegios de ciudadanos honrados a los artífices que sobresalgan en manufacturas, o en los oficios que fuesen más raros, y necesitasen mayor estímulo del regular.
Cesen pues de aquí adelante las desacertadas disputas de preferencia, y quédele a cada oficio la estimación debida. Si no debe derogar a la nobleza hereditaria de los que le profesen, ¿por qué título puede autorizarse la desestimación de los artesanos plebeyos?
Cuando toda la nación, dividida en cortos estados, necesitaba ir a la guerra, podía ser tolerable semejante modo de pensar. Los Marroquines, con cuidar su caballo, y sembrar en las rozas, que alternan de unos años a otros, según la mudanza de sus aduares, desprecian toda otra aplicación. Estas costumbres ya no conviene a naciones grandes, que no libran su poder en la muchedumbre inexperta; sino en la riqueza general, para mantener ejércitos bien disciplinados, y asistidos; aumentándoles, o disminuyéndoles a medida de lo que exigen las circunstancias; y la disposición de los Estados, sus confinantes.