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Discurso sobre la revolución española

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DISCURSO PRONUNCIADO EN EL CINE MADRID, DE MADRID, EL DIA 19 DE MAYO DE 1935

Camaradas: El acto de la Comedia, del que se ha hablado aquí esta mañana varias veces, fue un preludio. Tenía el calor y todavía, si queréis, la irresponsabilidad de la infancia. Este de hoy es un acto cargado de gravísima responsabilidad; es el acto de rendición de cuentas de una larga jornada de año y medio, y principio de una nueva etapa que, ciertamente, terminará con el triunfo definitivo de la Falange Española de las J.0.N.S. en España. Junto a esta piedra miliar de nuestro camino se nos exige, ya de cara a la Historia, un rigor de precisión y emplazamiento, que es el deber mío, en esta mañana de hoy, aunque al cumplimiento de ese deber sacrifique alguna brillantez que, acaso, pudiera conseguir y parte del gratísimo halago del aplauso vuestro.

Nuestro movimiento –y cuando hablo de nuestro movimiento me refiero lo mismo al inicial de Falange Española que al inicial de las J.0.N.S., puesto que ambos están ya irremisiblemente fundidos– empalma, como ha dicho muy bien Onésimo Redondo, con la revolución del 14 de abril. La ocasión de nuestra aparición sobre España fue el 14 de abril de 1931. Esta fecha –todos lo sabéis– ha sido mirada desde muy distintos puntos de vista; ha sido, como todas las fechas históricas, contemplada con bastante torpeza y con bastante zafiedad. Nosotros, que estamos tan lejos de los rompedores de escudos en las fachadas como los que sienten solamente la nostalgia de los rigores palaciegos, tenemos que valorar exactamente, de cara –lo repito– a la Historia, el sentido del 14 de abril en relación con nuestro movimiento.

El 14 de abril de 1931 –hay que reconocerlo, en verdad– no fue derribada la Monarquía española. La Monarquía española había sido el instrumento histórico de ejecución de uno de los más grandes sentidos universales. Había fundado y sostenido un Imperio, y lo había fundado y sostenido, cabalmente, por lo que constituía su fundamental virtud; por representar la unidad de mando. Sin la unidad de mando no se va a parte alguna. Pero la Monarquía dejó de ser unidad de mando hacía bastante tiempo: en Felipe III, el rey ya no mandaba; el rey seguía siendo el signo aparente, mas el ejercicio del Poder decayó en manos de validos, en manos de ministros: de Lerma, de Olivares, de Aranda, de Godoy. Cuando llega Carlos VI la Monarquía ya no es más que un simulacro sin sustancia. La Monarquía, que empezó en los campamentos, se ha recluido en las Cortes; el pueblo español es implacablemente realista; el pueblo español, que exige a sus santos patronos que le traigan la lluvia cuando hace falta, y si no se la traen los vuelve de espaldas en el altar; el pueblo español, repito, no entendía este simulacro de la Monarquía sin Poder; por eso el 14 de abril de 1931 aquel simulacro cayó de su sitio sin que entrase en lucha siquiera un piquete de alabarderos.

Pero ¿qué advino entonces? Pocas veces habrá habido un instante más propicio para iniciar, concluido uno, un nuevo y gran capítulo de la Historia patria. Cabalmente, aquel sentido incruento del 14 de abril, aquello de que se hubiera desprendido una situación sin sangre y sin daño, casi sin duelo, colocaba de cara a una ancha llanura histórica donde galopar. No había que sustanciar resentimientos, no había que ejecutar justicias, no había apenas que enjugar lágrimas. Se abría por delante una clara esperanza para todo un pueblo; vosotros recordáis la alegría del 14 de abril, y seguramente muchos de vosotros tomasteis parte en aquella alegría. Como todas las alegrías populares, era imprecisa, no percibía su propia explicación; pero tenía debajo, como todos los movimientos populares, muy exactas y muy hondas precisiones. La alegría del 14 de abril, una vez más, era el reencuentro del pueblo español con la vieja nostalgia de su revolución pendiente. El pueblo español necesita su revolución y creyó que la había conseguido el 14 de abril de 1931; creyó que la había conseguido porque le pareció que esa fecha le prometía sus dos grandes cosas, largamente anheladas: primero, la devolución de un espíritu nacional colectivo; después, la implantación de una base material, humana, de convivencia entre los españoles.

¿Era mucho que se esperase un sentido nacional colectivo de los hombres del 14 de abril? Muchas cosas podrían decirse en contra suya; pero acaso algunas de esas mismas cosas fueran la mejor fianza de su fecundidad. Los hombres del 14 de abril pareció que llegaban de vuelta al patriotismo y llegaban por el camino mejor: por el amargo camino de la crítica. Esta era su promesa de fecundidad; porque yo os digo que no hay patriotismo fecundo si no llega a través del camino de la crítica. Y os diré que el patriotismo nuestro también ha llegado por el camino de la crítica. A nosotros no nos emociona, ni poco ni mucho. esa patriotería zarzuelera que se regodea con las mediocridades, con las mezquindades presentes de España y con las interpretaciones gruesas del pasado. Nosotros amamos a España porque no nos gusta. Los que aman a su patria porque les gusta la aman con una voluntad de contacto, la aman física, sensualmente. Nosotros la amamos con una voluntad de perfección. Nosotros no amamos a esta ruina, a esta decadencia de nuestra España física de ahora. Nosotros amamos a la eterna e inconmovible metafísica de España.

La base de convivencia humana, la base material para el asentamiento del pueblo español, también está pendiente desde hace siglos.

El fenómeno de la quiebra del capitalismo es universal. No es ésta la ocasión de que yo hable de él en sus caracteres técnicos. Ya hemos tenido sobre ello otras comunicaciones. Ante otros auditorios, en otras circunstancias, he hablado de esto más por menudo. Hoy, ante todos vosotros, sólo quiero fijar el valor de algunas palabras para que no os las deformen.

Cuando hablamos del capitalismo –ya lo sabéis todos– no hablamos de la propiedad. La propiedad privada es lo contrario del capitalismo; la propiedad es la proyección directa del hombre sobre sus cosas: es un atributo elemental humano. El capitalismo ha ido sustituyendo esta propiedad del hombre por la propiedad del capital, del instrumento técnico de dominación económica. El capitalismo, mediante la competencia terrible y desigual del capital grande contra la propiedad pequeña, ha ido anulando el artesonado, la pequeña industria, la pequeña agricultura: ha ido colocando todo –y va colocándolo cada vez más– en poder de los grandes trusts, de los grandes grupos bancarios. El capitalismo reduce el final a la misma situación de angustia, a la misma situación infrahumana del hombre desprendido de todos sus atributos, de todo el contenido de su existencia, a los patronos y a los obreros, a los trabajadores y a los empresarios. Y esto sí que quisiera que quedase bien grabado en la mente de todos; es hora ya de que no nos prestemos al equívoco de que se presente a los partidos obreros como partidos antipatronales 0 se presente a los grupos patronales como contrarios, como adversarios, en la lucha con los obreros. Los obreros, los empresarios, los técnicos, los organizadores, forman la trama total de la producción, y hay un sistema capitalista que con el crédito caro, que con los privilegios abusivos de accionistas y obligacionistas, se lleva, sin trabajar, la mejor parte de la producción, y hunde y empobrece por igual a los patronos, a los empresarios, a los organizadores y a los obreros.

Pensad a lo que ha venido a quedar reducido el hombre europeo por obra del capitalismo. Ya no tiene casa, ya no tiene patrimonio, ya no tiene individualidad, ya no tiene habilidad artesana, ya es un simple número de aglomeraciones. Hay por ahí demagogos de izquierda que hablan contra la propiedad feudal y dicen que los obreros viven como esclavos. Pues bien: nosotros, que no cultivamos ninguna demagogia, podemos decir que la propiedad feudal era mucho mejor que la propiedad capitalista y que los obreros están peor que los esclavos. La propiedad feudal imponía al señor, al tiempo que le daba derechos, una serie de cargas; tenía que atender a la defensa y aun a la manutención de sus súbditos. La propiedad capitalista es fría e implacable: en el mejor de los casos, no cobra la renta, pero se desentiende del destino de los sometidos. Y en cuanto a los esclavos, éstos eran un elemento patrimonial en la fortuna del señor; el señor tenía que cuidar de que el esclavo no se muriese, porque el esclavo le costaba el dinero, como una máquina, como un caballo, mientras que ahora se muere un obrero y saben los grandes señores de la industria capitalista que tienen cientos de miles de famélicos esperando a la puerta para sustituirle.

Una figura, en parte torva y en parte atrayente, la figura de Carlos Marx, vaticinó todo este espectáculo a que estamos asistiendo, de la crisis del capitalismo. Ahora todos nos hablan por ahí de si son marxistas o si son antimarxistas. Yo os pregunto, con ese rigor de examen de conciencia que estoy comunicando a mis palabras: ¿Qué quiere decir el ser antimarxista? ¿Quiere decir que no apetece el cumplimiento de las previsiones de Marx? Entonces estamos todos de acuerdo. ¿Quiere decir que se equivocó Marx en sus previsiones? Entonces los que se equivocan son los que le achacan ese error.

Las previsiones de Marx se vienen cumpliendo más o menos de prisa, pero implacablemente. Se va a la concentración de capitales; se va a la proletarización de las masas, y se va, como final de todo, a la revolución social, que tendrá un durísimo período de dictadura comunista. Y esta dictadura comunista tiene que horrorizarnos a nosotros, europeos, occidentales, cristianos, porque ésta sí que es la terrible negación del hombre; esto sí que es la asunción del hombre en una inmensa masa amorfa, donde se pierde la individualidad, donde se diluye la vestidura corpórea de cada alma individual y eterna. Notad bien que por eso somos antimarxistas; que somos antimarxistas porque nos horroriza, como horroriza a todo occidental, a todo cristiano, a todo europeo, patrono o proletario, esto de ser como un animal inferior en un hormiguero. Y nos horroriza porque sabemos algo de ello por el capitalismo; también el capitalismo es internacional y materialista. Por eso no queremos ni lo uno ni lo otro; por eso queremos evitar –porque creemos en su aserto– el cumplimiento de las profecías de Carlos Marx. Pero lo queremos resueltamente; no lo queremos como esos partidos antimarxistas que andan por ahí y creen que el cumplimiento inexorable de unas leyes económicas e históricas se atenúa diciendo a los obreros unas buenas palabras y mandándoles unos abriguitos de punto para sus niños.

Si se tiene la seria voluntad de impedir que lleguen los resultados previstos en el vaticinio marxista, no hay más remedio que desmontar el armatoste cuyo funcionamiento lleva implacablemente a esas consecuencias: desmontar el armatoste capitalista que conduce a la revolución social, a la dictadura rusa. Desmontarlo, pero ¿para sustituirlo con qué?

Mañana, pasado, dentro de cien años, nos seguirán diciendo los idiotas: queréis desmontarlo para sustituirlo por otro Estado absorbente, anulador de la individualidad. Para sacar esta consecuencia, ¿íbamos nosotros a tomar el trabajo de perseguir los últimos efectos del capitalismo y del marxismo hasta la anulación del hombre? Si hemos llegado hasta ahí y si queremos evitar eso, la construcción de un orden nuevo la tenemos que empezar por el hombre, por el individuo, como occidentales, como españoles y como cristianos; tenemos que empezar por el hombre y pasar por sus unidades orgánicas, y así subiremos del hombre a la familia, y de la familia al Municipio y, por otra parte, al Sindicato, y culminaremos en el Estado, que será la armonía de todo. De tal manera, en esta concepción político-histórico-moral con que nosotros contemplamos el mundo, tenemos implícita la solución económica; desmontaremos el aparato económico de la propiedad capitalista que absorbe todos los beneficios, para sustituirlo por la propiedad individual, por la propiedad familiar, por la propiedad comunal y por la propiedad sindical.

Hacer esto corre prisa en el mundo, y más aún en España. Corre más prisa en España porque nuestra situación es, de un lado, peor, y de otro lado, menos grave que la de otros países. El capitalismo, allende las fronteras, tuvo gran cantidad de riquezas y de iniciativas; pero el capitalismo español fue raquítico desde sus comienzos; desde sus principios empezó a claudicar con los auxilios estatales, con los auxilios arancelarios. Nuestra economía estaba más depauperada que casi ninguna; nuestro pueblo vivía más miserablemente que casi ninguno. No os tengo que decir nada de esto, después de lo que habéis oído a los camaradas que me han precedido en este sitio. Gran parte de la tierra española, ancha, triste, seca, destartalada, huesuda, como sus pobladores, parece no tener otro destino que el de esperar a que esos huesos de sus habitantes se le entreguen definitivamente en la sepultura.

Este suelo nuestro, en que se pasa del verano al invierno sin otoño ni primavera; este suelo nuestro, con los montes sin árboles, con los pueblos sin agua ni jardines; este suelo inmenso donde hay tanto por hacer y sobre el que se mueren de hambre setecientos mil parados y sus familias, porque no se les da nada en qué trabajar; este suelo nuestro, en el que es un conflicto que haya una cosecha buena de trigo, cuando, con ser el pan el único alimento, comen las gentes menos pan que en todo el occidente de Europa; este pueblo nuestro necesita que se hiciera la transformación más de prisa que en ninguna parte.

Y hacer esto aquí sería más fácil, porque el capitalismo es en España menos fuerte. Nuestra economía es casi una economía interna; tenemos innumerables cosas que hacer. Con una inteligente reforma agraria, como la que Onésimo Redondo os ha expuesto, y con una reforma crediticia que redimiese a los labradores, a los pequeños industriales, a los pequeños comerciantes, de las garras doradas de la usura bancaria, con esas dos cosas habría tarea para lograr, durante cincuenta años, la felicidad del pueblo español.

El recobrar un sentido nacional y el asentar a España sobre una base social más justa eran las dos cosas que implícitamente prometía (así lo entendió el pueblo al llenarse de júbilo) la llamada revolución del 14 de abril. Ahora bien: ¿las ha realizado? ¿Nos ha devuelto el gozoso sentido nacional? ¿Nos ha vuelto a unir en una misión nacional de todos?

¿Para qué he de hablar de lo que nos han dividido, de lo que nos han vejado, de lo que nos han perseguido, de lo que nos han lanzado a los unos contra los otros? Os quiero señalar sólo alguna de las definitivas traiciones contra la nación que debemos a aquellos primeros hombres del 14 de abril. Primero, el Estatuto de Cataluña. Muchos de vosotros conocéis las ideas de Falange sobre este particular. La Falange sabe muy bien que España es varia, y eso no le importa. Justamente por eso ha tenido España, desde sus orígenes, vocación de Imperio. España es varia y es plural, pero sus pueblos varios, con sus lenguas, con sus usos, con sus características, están unidos irrevocablemente en una unidad de destino en lo universal. No importa nada que se aflojen los lazos administrativos; mas con una condición: con la de que aquella tierra a la que se dé más holgura tenga tan afianzada en su alma la conciencia de la unidad de destino, que no vaya a usar jamás de esa holgura para conspirar contra aquélla.

Pues bien: la Constitución, con la aquiescencia de los partidos derechistas que nos gobiernan ahora, se ha venido a entender en el sentido de que hay que conceder la autonomía a aquellos pueblos que han llegado a su mayor edad, que han llegado a su diferenciación; es decir, que en vez de tomarse precauciones y lanzar sondeos para ver si la unidad no peligra, lo que se hace es dar una autonomía a aquellas regiones donde ha empezado a romperse la unidad, para que acabe de romperse del todo.

Política internacional. En estos días todos os halláis un poco al corriente de ella, por lo que han dicho los periódicos. España lleva cuatro años haciendo la política internacional francesa, moviéndose en la órbita internacional de Francia. El que España desenvuelva una política internacional de acuerdo con potencias amigas es cosa que no tiene por qué sorprendemos. Pero en lo internacional las naciones nunca entregan sino a costa de recibir algo, y Francia, cuya política internacional servimos, nos maltrata en los Tratados de comercio y nos tiene relegados a un plan inferior en Tánger y negocia a nuestras espaldas el régimen del Mediterráneo, como si en el Mediterráneo no estuviéramos nosotros; es decir, que lo único que nos resarce de servir en el mundo a la política internacional francesa es la vanidad satisfecha de algún pedante ministro o embajador.

Pues ¿y la política seguida para desarticular –fue otro el verbo empleado–, para desarticular el Ejército, la garantía más fuerte y todavía más sana de todo lo permanente español? Sin embargo, no se sabe por qué designio hubo mucho cuidado en desarticular pronto esta garantía.

Y, por último, la declaración constitucional de que España renuncia a la guerra. ¿Qué quiere decir eso? Si es una simple estupidez, sin nada detrás, allá sus autores. Si se quiere decir que España tiene el propósito de ser neutral en guerras futuras, entonces tenía que haber ido seguida esa declaración de un aumento de fuerzas en la tierra, en el mar y en el aire, porque una nación con todas sus costas abiertas y colocada en uno de los puntos más peligrosos de Europa no puede decidir, ni siquiera acerca de su neutralidad, si no puede hacer que la respeten. Sólo los fuertes pueden ser dignamente neutrales. Yo no sé si los autores de aquella frase querrían imponernos una neutralidad indigna.

¿Y en lo social? ¿Se hizo la reforma agraria? ¿Se hizo la reforma crediticia? Ya sabéis que la reforma agraria que presentaron los hombres del 14 de abril, en vez de ir, como la que nosotros apetecernos, a rellenar de sustancia al hombre, a volver a dotar al hombre de su integridad humana, social, occidental, cristiana, española; en vez de hacer eso, tendió a la colectivización del campo, es decir, a proletarizar también el campo, a convertir a los campesinos en masa gregaria, como los obreros de la ciudad. A eso tendían, y ni siquiera eso han hecho. Esta es la hora en que no han dado apenas un trozo de tierra a los campesinos. De la Ley de Reforma Agraria, lo único que empezaron a cumplir fue un precepto añadido a última hora por un puro propósito de represalia.

Y la reforma financiera, ¿se ha hecho? ¿Han ganado acaso con alguna medida sabia los productores, los obreros los empresarios, los que participan de veras en esta obra total de la producción? Estos han perdido; bien sabéis la época de crisis que aún están viviendo. En cambio, no han disminuido ni las ganancias de las grandes empresas industriales ni las ganancias de los Bancos.

Los hombres del 14 de abril tienen en la Historia la responsabilidad terrible de haber defraudado otra vez la revolución española. Los hombres del 14 de abril no hicieron lo que el 14 de abril prometía, y por eso ya empiezan a desplegarse frente a ellos, frente a su obra, frente al sentido prometedor de su fecha inicial, las fuerzas antiguas. Y aquí sí que me parece que entro en un terreno en que todo vuestro silencio y toda vuestra exactitud para entender van a ser escasos. Dos órdenes de fuerza se movilizan contra el sentido revolucionario frustrado el 14 de abril: las fuerzas monárquicas y las derechas afectas al régimen. Fijaos en que ante el problema de la Monarquía, nosotros no podemos dejamos arrastrar un instante ni por la nostalgia ni por el rencor. Nosotros tenemos que colocamos ante ese problema de la Monarquía con el rigor implacable de quienes asisten a un espectáculo decisivo en el curso de los días que componen la Historia. Nosotros únicamente tenemos que considerar esto: ¿Cayó la Monarquía española, la antigua, la gloriosa Monarquía española, porque había concluido su ciclo, porque había terminado su misión, o ha sido arrojada la Monarquía española cuando aún conservaba su fecundidad para el futuro? Esto es lo que nosotros tenemos que pensar, y sólo así entendemos que puede resolverse el problema de la Monarquía de una manera inteligente.

Pues bien: nosotros –ya me habéis oído desde el principio–, nosotros entendemos, sin sombra de irreverencia, sin sombra de rencor, sin sombra de antipatía, muchos incluso con mil motivos sentimentales de afecto; nosotros entendemos que la Monarquía española cumplió su ciclo, se quedó sin sustancia y se desprendió, como cáscara muerta, el 14 de abril de 1931. Nosotros hacemos constar su caída con toda la emoción que merece y tenemos sumo respeto para los partidos monárquicos que, creyéndola aún con capacidad de futuro, lanzan a las gentes a su reconquista; pero nosotros, aunque nos pese, aunque se alcen dentro de algunos reservas sentimentales o nostalgias respetables, no podemos lanzar el ímpetu fresco de la juventud que nos sigue para el recobro de una institución que reputamos gloriosamente fenecida.

Esa es una de las alas que se mueven contra la obra y contra el sentido del 14 de abril. La otra de las alas es el populismo. ¿Qué queréis que os diga? Porque en esto sí que ya nos entendemos todos. Yo siento mucha admiración y mucha simpatía hacia el señor Gil Robles, y siento esa simpatía y esa admiración precisamente por el nervio antipopulista que en él descubro. Yo barrunto que un día el señor Gil Robles va a romper con su escuela, y me parece que en ese día el señor Gil Robles prestará buenos servicios a España; pero de la escuela populista, ¿qué queréis esperar vosotros? La escuela populista es como una de esas grandes fábricas alemanas en que se produce el sucedáneo de casi todas las cosas auténticas. Surge en el mundo, por ejemplo, el fenómeno socialista; surge el ímpetu sanguíneo, violento, auténtico, de las masas socialistas; en seguida, la escuela populista, rica en ficheros y en jóvenes cautos, llenos, sí, de prudencia y cortesía, pero que se parecen más que a nada a los formados en la más refinada escuela masónica, produce un sucedáneo del socialismo y organiza una cosa que se llama democracia cristiana: frente a las Casas del Pueblo, Casas del Pueblo; frente a los ficheros, ficheros; frente a las leyes sociales, leyes sociales. Se adiestra en escribir Memorias sobre la participación en los beneficios, sobre el retiro obrero otras mil lindezas. Lo único que pasa es que los obreros auténticos no entran en esas jaulas preciosas del populismo, y las jaulas preciosas no llegan a calentarse nunca. Surge en el mundo el fascismo con su valor de lucha, de alzamiento, de protesta de pueblos oprimidos contra circunstancias adversas y con su cortejo de mártires y con su esperanza de gloria, y en seguida sale el partido populista y se va, supongámoslo, para que nadie se dé por aludido, a El Escorial, y organiza un destile de jóvenes con banderas, con viajes pagados, con todo lo que se quiera, menos con el valor juvenil revolucionario y fuerte que han tenido las juventudes fascistas. Y no os preocupéis, que si Dios nos da vida, veremos en España una República cedista, con representación personal y con ley de Prensa, que tendrá los mayores parecidos con todas las Repúblicas laicas del centro de Europa.

Por eso, camaradas, ni estamos en el grupo de reacción monárquica, ni estamos en el grupo de reacción populista. Nosotros, frente a la defraudación del 14 de abril, frente al escamoteo del 14 de abril, no podemos estar en ningún grupo que tenga, más o menos oculto, un propósito reaccionario, un propósito contrarrevolucionario, porque nosotros precisamente alegamos contra el 14 de abril, no el que fuese violento, no el que fuese incómodo, sino el que fuese estéril, el que frustrase una vez más la revolución pendiente española. Y por eso nosotros, contra todas las injurias, contra todas las deformaciones, lo que hacemos es recoger de en medio de la calle, de entre aquellos que lo tuvieron y abandonaron, y aquellos que no lo quieren recoger, el sentido, el espíritu revolucionario español que, más tarde o más pronto, por las buenas o por las malas, nos devolverá la comunidad de nuestro destino histórico y la justicia social profunda que nos está haciendo falta. Por eso nuestro régimen, que tendrá de común con todos los regímenes revolucionarios el venir así del descontento, de ¡a protesta, del amor amargo por la Patria, será un régimen nacional del todo, sin patrioterías, sin faramallas de decadencia, sino empalmado con la España exacta, difícil y eterna que esconde la vena de la verdadera tradición española; y será social en lo profundo, sin demagogias, porque no harán falta, pero implacablemente anticapitalista, implacablemente anticomunista. Ya veréis cómo rehacemos la dignidad del hombre para sobre ella rehacer la dignidad de todas las instituciones que, juntas, componen la Patria.

Esto es lo que queremos nosotros y ésta es la jornada que hoy de nuevo emprendemos. Esta jornada, camaradas, tiene la virtud de ser difícil; nuestra misión es la más difícil; por eso la hemos elegido y por eso es fecunda. Tenemos en contra a todos: a los revolucionarios del 14 de abril, que se obstinan en deformarnos y nos seguirán deformando después de estas palabras bastante claras, porque saben que la exigencia de cuentas que representa nuestra comparecencia ante España es la más fuerte acta de acusación levantada contra ellos, y de otra parte, a los contrarrevolucionarios, porque esperaron, al principio, que nosotros viniéramos a ser la avanzada de sus intereses en riesgo, y entonces se ofrecían a protegernos y a asistirnos, y hasta a darnos alguna moneda, y ahora se vuelven locos de desesperación al ver que lo que creían la vanguardia se ha convertido en el Ejército entero independiente.

Contra los unos y contra los otros, en la línea constante y verdadera de España, atacados por todos los flancos, sin dinero, sin periódicos (ved la propaganda que se ha hecho de este acto, que congrega a diez mil camaradas nuestros), asediados, deformados por todas partes, nuestra misión es difícil hasta el milagro; pero nosotros creemos en el milagro; nosotros estamos asistiendo a este milagro de España ¿Cuántos éramos en 1933? Un puñado, y hoy somos muchedumbres en todas partes. Nosotros nos aventuramos a congregar en cuatro días en este local, que es el más grande de Madrid, a todos los que vienen, incluso a pie, de las provincias más lejanas, para ver el espectáculo de nuestras banderas y los nombres de nuestros muertos. Nosotros hemos elegido, a sabiendas, la vía más dura, y con todas sus dificultades, con todos sus sacrificios, hemos sabido alumbrar –¿qué sé yo si la única?– una de las venas heroicas que aún quedaban bajo la tierra de España. Unas pocas palabras, unos pocos medios exteriores, han bastado para que reclamen el primer puesto en las filas donde se mueren dieciocho camaradas jóvenes, a quienes la vida todo lo prometía. Nosotros, sin medios, con esta pobreza, con estas dificultades, vamos recogiendo cuanto hay de fecundo y de aprovechable en la España nuestra. Y queremos que la dificultad siga hasta el final y después del final; que la vida nos sea difícil antes del triunfo y después del triunfo. Hace unos días recordaba yo ante una concurrencia pequeña un verso romántico: "No quiero el Paraíso, sino el descanso" –decía–. Era un verso romántico, de vuelta a la sensualidad; era una blasfemia, pero una blasfemia montada sobre una antítesis certera; es cierto, el Paraíso no es el descanso. El Paraíso está contra el descanso. En el Paraíso no se puede estar tendido; se está verticalmente como los ángeles. Pues bien: nosotros, que ya hemos llevado al camino del Paraíso las vidas de nuestros mejores, queremos un Paraíso difícil, erecto, implacable; un Paraíso donde no se descanse nunca y que tenga, junto a las jambas de las puertas, ángeles con espadas.