Diversiones amenas
Impasible, detrás de su mostrador, protegido por una fuerte reja de fierro contra posibles intrusiones -pues la cultura relativa que permite hoy, en casi todas partes, la supresión de estas defensas, estaba entonces, por aquellos pagos, apenas en sus albores-, don Manuel Fulánez contemplaba el espectáculo, monótono para él, que cada día lo presenciaba, fastidioso para el transeúnte indiferente, triste, en realidad, de los estragos morales y físicos que puede producir en el hombre, y particularmente en el hombre algo primitivo, el despacho del alcohol, hecho sin más medida que la capacidad tragadora y pagadora del infeliz parroquiano.
Eran sólo las diez de la mañana, y día de trabajo.
-Pero -decía el viejo Cipriano-, ¿por qué será que los llaman días de trabajo? Para mí, los días de fiesta son todos los en que tengo pesos o algún amigo que me convide; y los de trabajo, los pocos en que, a la fuerza, tengo que buscar conchabo, por no tener ya en qué caerme muerto.
Y al hacer su babosa y filosófica declaración, el gaucho, medio se levantó del banco de madera en que estaba, más bien que sentado, aplastado, estiró el brazo hacia la media cuarta de caña, que había empezado a tomar -era la tercer-, y de un trago, la acabó de vaciar.
Era su ración, en las mañanas de los días que llamaba él, de fiesta. Se dejó caer otra vez en el banco, rezongando que «ya le habían echado agua a la caña», y después de un momento de valiente pelea contra el sueño, echó a roncar.
Al rato, entró su gran amigo, don Benjamín, que venía en busca de provisiones para su casa; por un verdadero fenómeno de intuición, lo sintió, y entreabriendo sus ojos velados por la embriaguez, balbuceó con voz impedida:
-Tome algo, don Benjamín -y se volvió a dormir.
Don Benjamín era hombre más juicioso; pero de cuando en cuando, también se dejaba enredar por la tentación: tomaba un inocente vermouth, como para no desairar al prójimo, y que no dijeran que se hacía el virtuoso; después, tomaba otro, para que no anduviera rengueando el primero; y otro, porque el anterior le había dejado un gustito en la boca; y otro más, porque ya se iba; y el siguiente, porque no se había ido, y después, porque quería acabar la botella; y seguía tomando vermouth, hasta no tener más apetito que para bebidas más fuertes, como el ajenjo, la caña o la ginebra, y ya andaba de resbalón seguro.
Cuando, al rato largo, despertó el viejo Cipriano, oyó que su amigo don Benjamín, discreto y de buenos modales, en ayunas, le hablaba al pulpero, en tono muy seco, reprochándole su mala fe, tratándolo como puede tratar al usurero que le ha prestado dinero y se lo viene a reclamar, cualquier caballero. Los ojos le chispeaban, las palabras salían de su boca, sonantes, cortantes y chocantes, irónicas, altaneras, injuriosas, por el tono más que por sí misma, y don Cipriano comprendió que su amigo Benjamín estaba «algo divertido».
-Déme una botella de caña, para llevar -dijo éste a Fulánez-, y no me la rebaje, ¿oye?, que la quiero doble, ¿oye?
Y Fulánez, con la paciencia del pulpero que aguanta tanto más cristianamente las injurias, cuanto más judaicamente las apunta en la libreta, en forma oculta, le trajo lo que pedía. Don Benjamín quiso probar la caña; le tomó -dijo él- olor a vermouth Torino, y después de un breve altercado con el pulpero, desdeñoso, volcó en el patio, desde el umbral de la puerta, el contenido de la botella; y se la devolvió al comerciante, diciéndole:
-Lave esta botella y vuélvala a llenar.
Dos italianos recién venidos, que estaban ahí, almorzando con queso del país, galleta y agua, lo miraban con tamaños ojos.
-Está medio divertido, don Benjamín -pensó Cipriano.
-Sírvase algo, Cipriano -le dijo éste.
Y empezaron ambos a convidarse mutuamente, alternando las copas de bitter con las de ajenjo, y las de caña con las de ginebra, y a medida que ingurgitaban mayor cantidad de veneno, la tensión de los nervios se acentuaba; de irónicas, volvíanse provocantes, las palabras, y dirigía don Benjamín a cada uno de los que entraban, alusiones tan hirientes, apodos tan injuriosos, que se conocía que hasta los más mansos quedaban resentidos, y que los cuchillos se estremecían en las vainas.
-Está divertido, don Benjamín -pensó Cipriano.
-¡Mozo!, déme cohetes -gritó aquél.
Y encendiendo un mazo de cohetes de la India, lo tiró sin dar tiempo para nada, en medio de la docena de caballos atados en el palenque, lo que produjo un desbande general, con cortaduras de cabestros y disparadas de ensillados; provocando protestas enérgicas, contra «los borrachos que no se podían divertir sin hacer daño».
-Está bastante divertido, don Benjamín, -siguió pensando Cipriano.
Y don Benjamín, que había oído la palabra borrachos, se empezó a enojar y preguntó con tono acerbo: a quién le parecía que él anduviera borracho.
Y como cayeran sus ojos, torcidos por la ebriedad, en los de un muchacho que lo miraba, más bien con curiosidad que de otro modo, se aproximó a él cuchillo en mano, desafiándolo.
-Está muy divertido - susurró Cipriano.
Pero el joven, aunque bien sintiera que era pura parada de hombre mamado, al verse amenazado, y al oírse tratar de mocoso, se le enderezó, sacó la cuchilla y le pegó al agresor un tajo en la cabeza, cortándole el sombrero, y algo también el cuero.
Al ver correr su sangre, se creyó muerto don Benjamín; soltó el cuchillo y se dejó caer en el suelo, llorando mares.
El viejo Cipriano le sostuvo la cabeza, le vendó mal que mal la pequeña herida, con un pañuelo, que empapó, suspirando, con la caña que le quedaba en el vaso y dijo:
-Está completamente divertido, don Benjamín.
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Nota de WS
[editar]Este cuento forma parte de los libros: