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Doña Berta/V

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Capítulo V

Una tarde de Agosto, cuando ya el sol no quemaba y de soslayo sacaba brillo a la ropa blanca tendida en la huerta en declive, y encendía un diamante en la punta de cada hierba, que, cortada al rape por la guadaña, parecía punta de acero, doña Berta, después de contemplar desde la casa de arriba las blancuras y verdores de su dominio, con una brisa de alegría inmotivada en el alma, se puso a canturriar una de aquellas baladas románticas que había aprendido en su inocente juventud, y que se complacía en recordar cuando no estaba demasiado triste, ni Sabel delante, ni cerca. En presencia de la criada, su vetusto sentimentalismo le daba vergüenza. Pero en la soledad completa, la dama sorda cantaba sin oírse, oyéndose por dentro, con desafinación tan constante como melancólica, una especie de aires, que podrían llamarse el canto llano del romanticismo músico. La letra, apenas pronunciada, era no menos sentimental que la música, y siempre se refería a grandes pasiones contrariadas o al reposo idílico de un amor pastoril y candoroso.

Doña Berta, después de echar una mirada por entre las ramas de perales y manzanos para ver si Sabel andaba por allá abajo, cerciorada de que no había tal estorbo en la huerta, echó al aire las perlas de su repertorio; y mientras, inclinada y regadera en mano, iba refrescando plantas de pimientos, y limpiando de caracoles árboles y arbustos (su prurito era cumplir con varias faenas a un tiempo), su voz temblorosa decía:


Ven, pastora, a mi cabaña,
Deja el monte, deja el prado,
Deja alegre tu ganado
Y ven conmigo a la mar...


Llegó al extremo de la huerta, y frente al postigo que comunicaba con el monte, bosque de robles, pinos y castaños, se irguió y meditó. Se le había antojado salir por allí, meterse por el monte arriba entre helechos y zarzas. Años hacía que no se le había ocurrido tal cosa; pero sentía en aquel momento un poco de sol de invierno en el alma; el cuerpo le pedía aventuras, atrevimientos. ¡Cuántas veces, frente a aquel postigo, escondido entre follaje oscuro, había soñado su juventud que por allí iba a entrar su felicidad, lo inesperado, lo poético, lo ideal, lo inaudito! Después, cuando esperaba a su sueño de carne y hueso; a su capitán que no volvió, por aquel postigo le esperaba también. Dio vuelta a la llave, levantó el picaporte y salió al monte. A los pocos pasos tuvo que sentarse en el santo suelo, separando espinas con la mano; la pendiente era ardua para ella; además, le estorbaban el paso los helechos altos y las plantas con pinchos. Sentada a la sombra siguió cantando:


Y juntos en mi barquilla...


Un ruido en la maleza, que llegó a oír cuando ya estuvo muy próximo, le hizo callar, como un pájaro sorprendido en sus soledades; se puso en pie, miró hacia arriba y vio delante de sí un guapo mozo, como de treinta años a treinta y cinco, moreno, fuerte, de mucha barba, y vestido, aunque con descuido -de cazadora y hongo flexible, pantalón demasiado ancho- con ropa que debía ser buena y elegante; en fin, le pareció un joven de la corte, a pesar del desaliño. Colgada de una correa pendiente del hombro, traía una caja. Se miraban en silencio, los dos parados. Doña Berta, conoció que por fin el desconocido la saludaba, y, sin oírle, contestó inclinando la cabeza. Ella no tenía miedo, ¿por qué? Pero estaba pasmada y un poco contrariada. Un señorito tan señorito, tan de lejos, ¿cómo había ido a parar al bosque de Susacasa? ¡Si por allí no se iba a ninguna parte; si aquello era el finibusterre del...! La ofendía un poco un viajero que atravesaba sus dominios. Llegaron a explicarse. Ella, sin rodeos, le dijo que era sorda, y el ama de todo aquello que veía. ¿Y él? ¿Quién era él? ¿Qué hacía por allí? Aunque el recibimiento no fue muy cortés, ambos estaban comprendiendo que simpatizaban; ella comprendió más: que aquel señorito la estaba admirando. A las pocas palabras hablaban como buenos amigos; la exquisita amabilidad de ambos se sobrepuso a las asperezas del recelo, y cuando minutos después entraban por el postigo en la huerta, ya sabía doña Berta quién era aquel hombre. Era un pintor ilustre, que mientras dejaba en Madrid su última obra maestra colgada donde la estaba admirando media España, y dejaba a la crítica ocupada en cantar las alabanzas de su paleta, él huía del incienso y del estrépito, y a solas con su musa, la soledad, recorría los valles y vericuetos asturianos, sus amores del estío, en busca de efectos de luz, de matices del verde de la tierra y de los grises del cielo. Palmo a palmo conocía todos los secretos de belleza natural de aquellos repliegues de la marina; y por fin, más audaz o afortunado que romanos y moros, había llegado, rompiendo por malezas y toda clase de espesuras, al mismísimo bosque de Zaornín y al monte mismísimo de Susacasa, que era como llegar al riñón del riñón del misterio.

-¿Le gusta a usted todo esto? -preguntaba doña Berta al pintor, sonriéndole, sentados los dos en un sofá del salón, que resonaba con las palabras y los pasos.

-Sí, señora; mucho, muchísimo -respondió el pintor con voz y gesto para que se le entendiera mejor.

Y añadió por lo bajo:

-Y me gustas tú también, anciana insigne, bargueño humano.

En efecto; el ilustre artista estaba encantado. El encuentro con doña Berta le había hecho comprender el interés que puede dar al paisaje un alma que lo habita. Susacasa, que le había hecho cantar, al descubrir sus espesuras y verdores, acordándose de Gayarre:


O paradiso...
Tu m'apartieni...


adquiría de repente un sentido dramático, una intención espiritual al mostrarse en medio del monte aquella figura delgada, llena de dibujo en su flaqueza, y cuyos colores podían resumirse diciendo: cera, tabaco, ceniza. Cera la piel, ceniza la cabeza, tabaco los ojos y el vestido. Poco a poco doña Berta había ido escogiendo, sin darse cuenta, batas y chales del color de las hojas muertas; y en cuanto a su cabellera, algo rizosa, al secarse se había quedado en cierto matiz que no era el blanco de plata, sino el recuerdo del color antiguo, más melancólico que el blanco puro, como ese obstinado rosicler del crepúsculo en los días largos, que no se decide a ceder el horizonte al negro de la noche. Al pintor le parecía aquella dama con aquellos colores y aquel dibujo ojival, copia de una miniatura en marfil. Se le antojaba escapada del país de un abanico precioso de fecha remota. Según él, debía de oler a sándalo.

El artista aceptó el chocolate y el dulce de conserva que le ofreció doña Berta de muy buena gana. Refrescaron en la huerta, debajo de un laurel real, hijo o nieto del otro. Habían hablado mucho. Aunque él había procurado que la conversación le dejase en la sombra, para observar mejor, y fuese toda la luz a caer sobre la historia de la anciana y sobre sus dominios, la curiosidad de doña Berta, y al fin el placer que siempre causa comunicar nuestras penas y esperanzas a las personas que se muestran inteligentes de corazón, hicieron que el mismo pintor se olvidara a ratos de su estudio para pensar en sí mismo. También contó su historia, que venía a ser una serie de ensueños y otra serie de cuadros. En sus cuadros iba su carácter. Naturaleza rica, risueña, pero misteriosa, casi sagrada, y figuras dulces, entrañables, tristes o heroicas, siempre modestas, recatadas... y sanas. Había pintado un amor que había tenido en una fuente; el público se había enamorado también de su colunguesa; pero él, el pintor, al volver por la primavera, tal vez a casarse con ella, la encontró muriendo tísica. Como este recuerdo le dolía mucho al pintor, por egoísmo volvió a olvidarse de sí mismo; y por asociación de ideas, con picante curiosidad, osó preguntar a aquella dama, entre mil delicadezas, si ella no había tenido amores y qué había sido de ellos. Y doña Berta, ante aquella dulzura, ante aquel candor retratado en aquella sonrisa del genio moreno, lleno de barbas; ante aquel dolor de un amante que había sido leal, sintió el pecho lleno de la muerta juventud, como si se lo inundara de luz misteriosa la presencia de un aparecido, el amor suyo; y con el espíritu retozón y aventurero que le había hecho cantar poco antes y salir al bosque, se decidió a hablar de sus amores, omitiendo el incidente deshonroso, aunque con tan mal arte, que el pintor, hombre de mundo, atando cabos y aclarando obscuridades que había notado en la narración anterior referente a los Rondaliegos, llegó a suponer algo muy parecido a la verdad que se ocultaba; igual en sustancia. Así que, cuando ella le preguntaba si, en su opinión, el capitán había sido un traidor o habría muerto en la guerra, él pudo apreciar en su valor la clase de traición que habría que atribuir al liberal, y se inclinó a pensar, por el carácter que ella le había pintado, que el amante de doña Berta no había vuelto... porque no había podido. Y los dos quedaron silenciosos, pensando en cosas diferentes. Doña Berta pensaba: «¡Parece mentira, pero es la primera vez en la vida que hablo con otro de estas cosas!». Y era verdad; jamás en sus labios habían estado aquellas palabras, que eran toda la historia de su alma. El pintor, saliendo de su meditación, dijo de repente algo por el estilo:

-A mí se me figura en este momento ver la causa de la eterna ausencia de su capitán, señora. Un espíritu noble como el suyo, un caballero de la calidad de ese que usted me pinta, vuelve de la guerra a cumplir a su amada una promesa..., a no ser que la muerte gloriosa le otorgue antes sus favores. Su capitán, a mi entender, no volvió..., porque, al ir a recoger la absoluta, se encontró con lo absoluto, el deber; ese liberal, que por la sangre de sus heridas mereció conocer a usted y ser amado, mi respetable amiga; ese capitán, por su sangre, perdió el logro de su amor. Como si lo viera, señora: no volvió porque murió como un héroe...

Iba a hablar doña Berta, cuyos ojillos brillaban con una especie de locura mística; pero el pintor tendió una mano, y prosiguió diciendo:

-Aquí nuestra historia se junta, y verá usted cómo hablándola del por qué de mi último cuadro, el que me alaban propios y extraños, sin que él merezca tantos elogios, queda explicado el por qué yo presumo, siento, que el capitán de usted se portó como el mío. Yo también tengo mi capitán. Era un amigo del alma...; es decir, no nos tratamos mucho tiempo; pero su muerte, su gloriosa y hermosa muerte, le hizo el íntimo de mis visiones de pintor que aspira a poner un corazón en una cara. Mi último cuadro, señora, ese de que hasta usted, que nada quiere saber del mundo, sabía algo por los periódicos que vienen envolviendo garbanzos y azúcar, es... seguramente el menos malo de los míos. ¿Sabe usted por qué? Porque lo vi de repente, y lo vi en la realidad primero. Años hace, cuando la segunda guerra civil, yo, aunque ya conocido y estimado, no había alcanzado esto que llaman... la celebridad, y acepté, porque me convenía para mi bolsa y mis planes, la plaza de corresponsal que un periódico ilustrado extranjero me ofreció, para que le dibujase cuadros de actualidad, de costumbres españolas, y principalmente de la guerra. Con este encargo, y mi gran afición a las emociones fuertes, y mi deseo de recoger datos, dignos de crédito para un gran cuadro de heroísmo militar con que yo soñaba, me fui a la guerra del Norte, resuelto a ver muy de cerca todo lo más serio de los combates, de modo que el peligro de mi propia persona me facilitase esta proximidad apetecida. Busqué, pues, el peligro, no por él, sino por estar cerca de la muerte heroica. Se dice, y hasta lo han dicho escritores insignes, que en la guerra cada cual no ve nada grande, nada poético. No es verdad esto... para un pintor. A lo menos para un pintor de mi carácter. Pues bueno; en aquella guerra conocí a mi capitán; él me permitió lo que acaso la disciplina no autorizaba: estar a veces donde debía estar un soldado. Mi capitán era un bravo y un jugador; pero jugaba tan bien, era tan pundonoroso, que el juego en él parecía una virtud, por las muchas buenas cualidades que le daba ocasión para ejercitar. Un día le hablé de su arrojo temerario, y frunció el ceño. «Yo no soy temerario -me dijo con mal humor-; ni siquiera valiente; tengo obligación de ser casi un cobarde... Por lo menos debo mirar por mi vida. Mi vida no es mía...; es de un acreedor. Un compañero, un oficial, no ha mucho me libró de la muerte, que iba a darme yo mismo, porque, por primera vez de mi vida, había jugado lo que no tenía, había perdido una cantidad... que no podía entregar al contrario; mi compañero, al sorprender mi desesperación, que me llevaba al suicidio, vino en mi ayuda; pagué con su dinero..., y ahora debo dinero, vida y gratitud. Pero el amigo me advirtió; después que ya era imposible devolverle aquella suma, que con ella había puesto su honra en mis manos... 'Vive -me dijo-, para pagarme trabajando, ahorrando, como puedas: esa cantidad de que hoy pude disponer, y dispuse para salvar tu vida, tendré un día que entregarla, y si no la entrego, pierdo la fama. Vive para ayudarme a recuperar esa fortunilla y salvar mi honor'. Dos honras, la suya y la mía, penden, pues, de mi existencia; de modo, señor artista, que huyo o debo huir de las balas. Pero tengo dos vicios: la guerra y el juego: y como ni debo jugar ni debo morir, en cuanto honrosamente pueda, pediré la absoluta; y, entre tanto, seré aquí muy prudente». Así, señora, poco más o menos me habló mi capitán; y yo noté que al siguiente día, en un encuentro, no se aventuró demasiado; pero pasaron semanas, hubo choques con el enemigo y él volvió a ser temerario; mas yo no volví a decirle que me lo parecía. Hasta que, por fin, llegó el día de mi cuadro...

El pintor se detuvo. Tomó aliento, reflexionó a su modo, es decir, recompuso en su fantasía el cuadro, no según su obra maestra, sino según la realidad se lo había ofrecido.

Doña Berta, asombrada, agradeciendo al artista las voces que este daba para que ella no perdiese ni una sola palabra, escuchó la historia del cuadro célebre, y supo que en un día ceniciento, frío, una batalla decisiva había llevado a los soldados de aquel capitán al extremo de la desesperación, que acaba en la fuga vergonzosa o en el heroísmo. Iban a huir todos, cuando el jugador, el que debía su vida a un acreedor, se arrojó a la muerte segura, como arrojaba a una carta toda su fortuna; y la muerte le rodeó como una aureola de fuego y de sangre; a la muerte y a la gloria arrastró consigo a muchos de los suyos. Mas antes hubo un momento, el que se había grabado como a la luz de un relámpago en el recuerdo del artista, llenando su fantasía; un momento en que en lo alto de un reducto, el capitán jugador brilló solo, como en una apoteosis, mientras más abajo y más lejos los soldados vacilaban, el terror y la duda pintados en el rostro.

-El gesto de aquel hombre, el que milagrosamente pude conservar con absoluta actitud y trasladarlo a mi idea, era de una expresión singular, que lo apartaba de todo lo clásico y de todo lo convencional; no había allí las líneas canónicas que podrían mostrar el entusiasmo bélico, el patriotismo exaltado; era otra cosa muy distinta...; había dolor, había remordimientos, había la pasión ciega y el impulso soberano en aquellos ojos, en aquella frente, en aquella boca, en aquellos brazos; bien se veía que aquel soldado caía en la muerte heroica como en el abismo de una tentación fascinadora a que en vano se resiste. El público y la crítica se han enamorado de mi capitán; ha traducido cada cual a su manera aquella idealidad del rostro y de todo el gesto; pero todos han visto en ello lo mejor del cuadro, lo mejor de mi pincel; ven una lucha espiritual misteriosa, de fuerza intensa, y admiran sin comprender, echándose a adivinar al explicar su admiración. El secreto de mi triunfo lo sé yo; es este, señora, lo que yo vi aquel día en aquel hombre que desapareció entre el humo, la sangre y el pánico, que después vino a oscurecerlo todo. Los demás tuvimos que huir al cabo; su heroísmo fue inútil...; pero mi cuadro conservará su recuerdo. Lo que no sabrá el mundo es que mi capitán murió faltando a su palabra de no buscar el peligro...

-¡Así murió el mío! -exclamó exaltada doña Berta, poniéndose en pie, tendiendo una mano como inspirada-. ¡Sí, el corazón me grita que él también me abandonó por la muerte gloriosa!

Y doña Berta, que en su vida había hecho frases ni ademanes de sibila, se dejó caer en su silla, llorando, llorando con una solemnidad que sobrecogió al pintor y le hizo pensar en una estatua de la Historia vertiendo lágrimas sobre el polvo anónimo de los heroísmos oscuros, de las grandes virtudes desconocidas, de los grandes dolores sin crónica.

Pasó una brisa fría; tembló la anciana, levantose, y con un ademán indicó al pintor que la siguiera. Volvieron al salón; y doña Berta, medio tendida en el sofá, siguió sollozando.