Doña Berta/VIII
Capítulo VIII
Amanecía, y la nieve que caía a montones, con su silencio felino que tiene el aire traidor del andar del gato, iba echando, capa sobre capa, por toda la anchura de la Puerta del Sol, paletadas de armiño, que ya habían borrado desde horas atrás las huellas de los transeúntes trasnochadores. Todas las puertas estaban cerradas. Sólo había una entreabierta, la del Principal; una mesa con buñuelos, que alguien había intentado sacar al aire libre, la habían retirado al portal de Gobernación. Doña Berta, que contemplaba el espectáculo desde una esquina de la calle del Carmen, no comprendía por qué dejaban freír buñuelos, o, por lo menos, venderlos en el portal del Ministerio; pero ello era que por allí había desaparecido la mesa, y tras ella dos guardias y uno que parecía de telégrafos. Y quedó la plaza sola; solas doña Berta y la nieve. Estaba inmóvil la vieja; los pies, calzados con chanclos, hundidos en la blandura; el paraguas abierto, cual forrado de tela blanca. «Como allá -pensaba-, así estará el Aren». Iba a misa de alba. La iglesia era su refugio; sólo allí encontraba algo que se pareciese a lo de allá. Sólo se sentía unida a sus semejantes de la corte por el vínculo religioso. «Al fin -se decía- todos católicos, todos hermanos». Y esta reflexión le quitaba algo del miedo que le inspiraban todos los desconocidos, más que uno a uno, considerados en conjunto, como multitud, como gente. La misa era como la que ella oía en Zaornín, en la hijuela de Piedeloro. El cura decía lo mismo y hacía lo mismo. Siempre era un consuelo. El oír todos los días misa era por esto; pero el madrugar tanto era por otra cosa. Contemplar a Madrid desierto la reconciliaba un poco con él. Las calles le parecían menos enemigas, más semejantes a las callejas; los árboles más semejantes a los árboles de verdad. Había querido pasear por las afueras..., ¡pero estaban tan lejos! ¡Las piernas suyas eran tan flacas, y los coches tan caros y tan peligrosos!... Por fin, una, dos veces llegó a los límites de aquel caserío que se le antojaba inacabable...; pero renunció a tales descubrimientos, porque el campo no era campo, era un desierto; ¡todo pardo!, ¡todo seco! Se le apretaba el corazón, y se tenía una lástima infinita. «¡Yo debía haberme muerto sin ver esto!, sin saber que había esta desolación en el mundo; para una pobre vieja de Susacasa, aquel rincón de la verde alegría es demasiada pena estar tan lejos del verdadero mundo, de la verdadera tierra, y estar separada de la frescura, de la hierba, de las ramas, por estas leguas y leguas de piedra y polvo». Mirando las tristes lontananzas, sentía la impresión de mascar polvo y manosear tierra seca, y se le crispaban las manos. Se sentía tan extraña a todo lo que la rodeaba, que a veces, en mitad del arroyo, tenía que contenerse para no pedir socorro, para no pedir que por caridad la llevasen a su Posadorio. A pesar de tales tristezas, andaba por la calle sonriendo, sonriendo de miedo a la multitud, de quien era cortesana, a la que quería halagar, adular, para que no le hiciesen daño. Dejaba la acera a todos. Como era sorda, quería adivinar con la mirada si los transeúntes con quienes tropezaba le decían algo; y por eso sonreía, y saludaba con cabezadas expresivas, y murmuraba excusas. La multitud debía de simpatizar con la pobre anciana, pulcra, vivaracha, vestida de seda de color de tabaco; muchos le sonreían también, le dejaban el paso franco; nadie la había robado ni pretendido estafar. Con todo, ella no perdía el miedo, y no se sospecharía, al verla detenerse y santiguarse antes de salir del portal de su casa, que en aquella anciana era un heroísmo cada día el echarse a la calle.
Temía a la multitud..., pero sobre todo temía el ser atropellada, pisada, triturada por caballos, por ruedas. Cada coche, cada carro, era una fiera suelta que se le echaba encima. Se arrojaba a atravesar la Puerta del Sol como una mártir cristiana podía entrar en la arena del circo. El tranvía le parecía un monstruo cauteloso, una serpiente insidiosa. La guillotina se la figuraba como una cosa semejante a las ruedas escondidas resbalando como una cuchilla sobre las dos líneas de hierro. El rumor de ruedas, pasos, campanas, silbatos y trompetas llegaba a su cerebro confuso, formidable, en su misteriosa penumbra del sonido. Cuando el tranvía llegaba por detrás y ella advertía su proximidad por señales que eran casi adivinaciones, por una especie de reflejo del peligro próximo en los demás transeúntes, por un temblor suyo, por el indeciso rumor, se apartaba doña Berta con ligereza nerviosa, que parecía imposible en una anciana; dejaba paso a la fiera, volviéndole la cara, y también sonreía al tranvía, y hasta le hacía una involuntaria reverencia; pura adulación, porque en el fondo del alma lo aborrecía, sobre todo por traidor y alevoso. ¡Cómo se echaba encima! ¡Qué bárbara y refinada crueldad!... Muchos transeúntes la habían salvado de graves peligros, sacándola de entre los pies de los caballos o las ruedas de los coches; la cogían en brazos, le daban empujones por librarla de un atropello... ¡Qué agradecimiento el suyo! ¡Cómo se volvía hacia su salvador deshaciéndose en gestos y palabras de elogio y reconocimiento! «Le debo a usted la vida. Caballero, si yo pudiera algo... Soy sorda muy sorda, perdone usted; pero todo lo que yo pudiera...». Y la dejaban con la palabra en la boca aquellas providencias de paso. «¿Por qué tendré yo tanto miedo a la gente, si hay tantas personas buenas que la sacan a una de las garras de la muerte?». No la extrañaría que la muchedumbre indiferente la dejase pisotear por un caballo, partir en dos por una rueda, sin tenderle una mano, sin darle una voz de aviso. ¿Qué tenía ella que ver con todos aquellos desconocidos? ¿Qué importaba ella en el mundo, fuera de Zaornín, mejor, de Susacasa? Por eso agradecía tanto que se le ayudase a huir de un coche, del tranvía... También ella quería servir al prójimo. La vida de la calle era, en su sentir, como una batalla de todos los días, en que entraban descuidados, valerosos, todos los habitantes de Madrid: la batalla de los choques, de los atropellos; pues en esa jornada de peligros sin fin, quería ella también ayudar a sus semejantes, que al fin lo eran, aunque tan extraños, tan desconocidos. Y siempre caminaba ojo avizor, supliendo el oído con la vista, con la atención preocupada con sus pasos y los de los demás. En cada bocacalle, en cada paso de adoquines, en cada plaza había un tiroteo, así se lo figuraba, de coches y caballos, los mayores peligros; y al llegar a estos tremendos trances de cruzar la vía pública, redoblaba su atención, y, con miedo y todo, pensaba en los demás como en sí misma; y grande era su satisfacción cuando podía salvar de un percance de aquellos a un niño, a un anciano, a una pobre vieja, como ella; a quienquiera que fuese. Un día, a la hora de mayor circulación, vio desde la acera del Imperial a un borracho que atravesaba la Puerta del Sol, haciendo grandes eses, con mil circunloquios y perífrasis de los pies; y en tanto, tranvías, ripperts y simones, ómnibus y carros, y caballos y mozos de cordel cargados iban y venían, como saetas que se cruzan en el aire... Y el borracho sereno, a fuerza de no estarlo, tranquilo, caminaba agotando el tratado más completo de curvas, imitando toda clase de órbitas y eclípticas, sin soñar siquiera con el peligro, con aquel fuego graneado de muertes seguras que iba atravesando con sus traspiés. Doña Berta le veía avanzar, retroceder, librar por milagro de cada tropiezo, perseguido en vano por los gritos desdeñosos de los cocheros y jinetes...; y ella, con las manos unidas por las palmas, rezaba a Dios por aquel hombre desde la acera, como hubiera podido desde la costa orar por la vida de un náufrago que se ahogara a su vista.
Y no respiró hasta que vio al de la mona en el puerto seguro de los brazos de un polizonte, que se lo llevaba no sabía ella adónde. ¡La Providencia, el Ángel de la Guarda velaba, sin duda alguna, pon la suerte y los malos pasos de los borrachos de la corte!
Aquella preocupación constante del ruido, del tránsito, de los choques y los atropellos, había llegado a ser una obsesión; una manía, la inmediata impresión material constante, repetida sin cesar, que la apartaba, a pesar suyo, de sus grandes pensamientos, de su vida atormentada de pretendiente. Sí, tenía que confesarlo; pensaba mucho más en los peligros de las masas de gente, de los coches y tranvías, que en su pleito, en su descomunal combate con aquellos ricachones que se oponían a que ella lograse el anhelo que la había arrastrado hasta Madrid. Sin saber cómo ni por qué, desde que se había visto fuera de Posadorio, sus ideas y su corazón habían padecido un trastorno; pensaba y sentía con más egoísmo; se tenía mucha lástima a sí misma, y se acordaba con horror de la muerte. ¡Qué horrible debía de ser irse nada menos que a otro mundo, cuando ya era tan gran tormento dar unos pasos fuera de Susacasa, por esta misma tierra, que, lo que es parecer, ya parecía otra! Desde que se había metido en el tren, le había acometido un ansia loca de volverse atrás, de apearse, de echar a correr en busca de los suyos, que eran Sabelona y los árboles, y el prado y el palacio..., todo aquello que dejaba tan lejos. Perdió la noción de las distancias, y se le antojó que había recorrido espacios infinitos; no creía imposible que se pudiera desandar lo andado en menos de siglos... ¡Y qué dolor de cabeza! ¡Y qué fugitiva le parecía la existencia de todos los demás, de todos aquellos desconocidos sin historia, tan indiferentes, que entraban y salían en el coche de segunda en que iba ella, que le pedían billetes, que le ofrecían servicios, que la llevaban en un cochecillo a una posada! ¡Estaba perdida, perdida en el gran mundo, en el infinito universo, en un universo poblado de fantasmas! Se le figuraba que habiendo tanta gente en la tierra, perdía valor cada cual; la vida de este, del otro, no importaba nada; y así debían de pensar las demás gentes, a juzgar por la indiferencia con que se veían, se hablaban y se separaban para siempre. Aquel teje maneje de la vida; aquella confusión de las gentes, se le antojaba como los enjambres de mosquitos de que ella huía en el bosque y junto al río en verano. Pasó algunos días en Madrid sin pensar en moverse, sin imaginar que fuera posible empezar de algún modo sus diligencias para averiguar lo que necesitaba saber, lo que la llevaba a la corte. Positivamente había sido una locura. Por lo pronto, pensaba en sí misma, en no morirse de asco en la mesa, de tristeza en su cuarto interior con vistas a un callejón sucio que llamaban patio, de frío en la cama estrecha, sórdida, dura, miserable. Cayó enferma. Ocho días de cama le dieron cierto valor; se levantó algo más dispuesta a orientarse en aquel infierno que no había sospechado que existiera en este mundo. El ama de la posada llegó a ser una amiga; tenía ciertos visos de caritativa; la miseria no la dejaba serlo por completo. Doña Berta empezó a preguntar, a inquirir...; salió de casa. Y entonces fue cuando empezó la fiebre del peligro de la calle. Esta fiebre no había de pasar como la otra. Pero en fin, entre sus terrores, entre sus batallas, llegó a averiguar algo; que el cuadro que buscaba yacía depositado en un caserón cerrado al público, donde le tenía el Gobierno hasta que se decidiera si se quedaba con un Ministro o se lo llevaba un señorón americano para su palacio de Madrid primero, y después tal vez para su palacio de la Habana. Todo esto sabía, pero no el precio del cuadro, que no había podido ver todavía. Y en esto andaba; en los pasos de sus pretensiones para verlo.
Aquella mañana fría, de nieve, era la de un día que iba a ser solemne para doña Berta; le habían ofrecido, por influencia de un compañero de pupilaje, que se le dejaría ver, por favor, el cuadro famoso, que ya no estaba expuesto al público, sino tendido en el suelo, para empaquetarlo, en una sala fría y desierta, allá en las afueras. ¡Pícara casualidad! O aquel día, o tal vez nunca. Había que atravesar mucha nieve... No importaba. Tomaría un simón, por extraordinario, si era que los dejaban circular aquel día. ¡Iba a ver a su hijo! Para estar bien preparada, para ganar la voluntad divina a fin de que todo le saliera bien en sus atrevidas pretensiones, primero iba a la iglesia, a misa de alba. La Puerta del Sol, nevada, solitaria, silenciosa, era de buen agüero. «Así estará allá. ¡Qué limpia sábana!, ¡qué blancura sin mancha! Nada de caminitos, nada de sendas de barro y escarcha, nada de huellas... Se parece a la nieve del Aren, que nadie pisa».