Doña Berta/X

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Capítulo X

En el mismo coche que ella había tomado por horas, y la esperaba a la puerta, fue trasladada a su casa doña Berta, que volvió en sí muy pronto, aunque sin fuerzas para andar apenas. Otros dos días de cama. Después la actividad nerviosa, febril, resucitada; nuevas pesquisas, más olfatear recomendaciones para saber dónde vivía el dueño de su capitán y ser admitida en su casa, poder contemplar el cuadro... y abordar la cuestión magna... la de la compra.

Doña Berta no hablaba a nadie, ni aun a los que la ayudaban a buscar tarjetas de recomendación, de sus pretensiones enormes de adquirir aquella obra maestra. Tenía miedo de que supieran en la posada que era bastante rica para dar miles de duros por una tela, y temía que la robasen su dinero, que llevaba siempre consigo. Jamás había cedido al consejo de ponerlo en un Banco, de depositarlo... No entendía de eso. Podían estafarla; lo más seguro eran sus propias uñas. Cosidos los billetes a la ropa, al corsé: era lo mejor.

Aislada del mundo (a pesar de corretear por las calles más céntricas de Madrid) por la sordera y por sus costumbres, en que no entraba la de saber noticias por los periódicos -no los leía, ni creía en ellos-, ignoraba todavía un triste suceso, que había de influir de modo decisivo en sus propios asuntos. No lo supo hasta que logró, por fin, penetrar en el palacio de su rival el dueño del cuadro. Era un señor de su edad, aproximadamente, sano, fuerte, afable, que procuraba hacerse perdonar sus riquezas repartiendo beneficios; socorría a la desgracia, pero sin entenderla; no sentía el dolor ajeno, lo aliviaba; por la lógica llegaba a curar estragos de la miseria, no por revelaciones de su corazón, completamente ocupado con la propia dicha. Doña Berta le hizo gracia. Opinó, como los mozos aquellos del barracón de los cuadros, que estaba loca. Pero su locura era divertida, inofensiva, interesante. «¡Figúrense ustedes -decía en su tertulia de notabilidades de la banca y de la política-, figúrense ustedes que quiere comprarme el último cuadro de Valencia!». Carcajadas unánimes respondían siempre a estas palabras.

El último cuadro de Valencia se lo había arrancado aquel prócer americano al mismísimo Gobierno a fuerza de dinero y de intrigas diplomáticas. Habían venido hasta recomendaciones del extranjero para que el pobre diablo del Ministro de Fomento tuviera que ceder, reconociendo la prioridad del dinero. Además la justicia, la caridad, estaban de parte del fúcar. Los herederos de Valencia, que eran los hospitales, según su testamento, salían ganando mucho más con que el americano se quedara con la joya artística; pues el Gobierno no había podido pasar de la cantidad fijada como precio al cuadro en vida del pintor, y el ricachón ultramarino pagaba su justo precio en consideración a ser venta póstuma. La cantidad a entregar había triplicado por el accidente de haber muerto el autor del cuadro aquel otoño, allá en Asturias, en un poblachón obscuro de los puertos, a consecuencia de un enfriamiento, de una gran mojadura. En la preferencia dada al más rico había habido algo de irregularidad legal; pero lo justo, en rigor, era que se llevase el cuadro el que había dado más por él.

Doña Berta no supo esto los primeros días que visitó el museo particular del americano. Tardó en conocer y hablar al millonario, que la había dejado entrar en su palacio por una recomendación, sin saber aún quién era, ni sus pretensiones. Los lacayos dejaban pasar a la vieja, que se limpiaba muy bien los zapatos antes de pisar aquellas alfombras, repartía sonrisas y propinas y se quedaba como en misa, recogida, absorta, contemplando siempre el mismo lienzo, el del pleito, como lo llamaban en la casa.

El cuadro, metido en su marco dorado, fijo en la pared, en aquella estancia lujosa, entre muchas otras maravillas del arte, le parecía otro a doña Berta. Ahora le contemplaba a su placer; leía en las facciones y en la actitud del héroe que moría sobre aquel montón sangriento y glorioso de tierra y cadáveres, en una aureola de fuego y humo; leía todo lo que el pintor había querido expresar; pero... no siempre reconocía a su hijo. Según las luces, según el estado de su propio ánimo, según había comido y bebido, así adivinaba o no en aquel capitán del cuadro famoso al hijo suyo y de su capitán. La primera vez que sintió vacilar su fe, que sintió la duda, tuvo escalofríos, y le corrió por el espinazo un sudor helado como de muerte.

Si perdía aquella íntima convicción de que el capitán del cuadro era su hijo, ¿qué iba a ser de ella? ¡Cómo entregar toda su fortuna, cómo abismarse en la miseria por adquirir un pedazo de lienzo que no sabía si era o no el sudario de la imagen de su hijo! ¡Cómo consagrarse después a buscar al acreedor o a su familia para pagarles la deuda de aquel héroe, si no era su hijo!

¡Y para dudar, para temer engañarse había entregado a la avaricia y la usura su Posadorio, su verde Aren! ¡Para dudar y temer había ella consentido en venir a Madrid, en arrojarse al infierno de las calles, a la batalla diaria de los coches, caballos y transeúntes!

Repitió sus visitas al palacio del americano, con toda la frecuencia que le consentían. Hubo día de acudir a su puesto, frente al cuadro, por mañana y tarde. Las propinas alentaban la tolerancia de los criados. En cuanto salía de allí, el anhelo de volver se convertía en fiebre. Cuando dudaba, era cuando más deseaba tornar a su contemplación, para fortalecer su creencia, abismándose como una extática en aquel rostro, en aquellos ojos a quien quería arrancar la revelación de su secreto. ¿Era o no era su hijo? «Sí, sí», decía unas veces el alma. «Pero, madre ingrata, ¿ni aun ahora me reconoces?» parecían gritar aquellos labios entreabiertos. Y otras veces los labios callaban y el alma de doña Berta decía: «¡Quién sabe, quién sabe! Puede ser casualidad el parecido, casualidad y aprensión. ¿Y si estoy loca? Por lo menos, ¿no puedo estar chocha? Pero ¿y el tener algo de mi capitán y algo mío, de todos los Rondaliegos? ¡Es él... no es él!...».

Se acordó de los santos; de los santos místicos, a quienes también solía tentar el demonio; a quienes olvidaba el Señor de cuando en cuando, para probarlos, dejándolos en la aridez de un desierto espiritual.

Y los santos vencían; y aun obscurecido, nublado el sol de su espíritu... creían y amaban... oraban en la ausencia del Señor, para que volviera.

Doña Berta acabó por sentir la sublime y austera alegría de la fe en la duda. Sacrificarse por lo evidente, ¡vaya una gloria!, ¡vaya un triunfo! La valentía estaba en darlo todo, no por su fe... sino por su duda. En la duda amaba lo que tenía de fe, como las madres aman más y más al hijo cuando está enfermo o cuando se lo roba el pecado. «La fe débil, enferma» llegó a ser a sus ojos más grande que la fe ciega, robusta.

Desde que sintió así, su resolución de mover cielo y tierra para hacer suyo el cuadro fue más firme que nunca.

Y en esta disposición de ánimo estaba, cuando por primera vez encontró al rico americano en el salón de su museo: El primer día no se atrevió a comunicarle su pretensión inaudita. Ni siquiera a preguntarle el precio de la pintura famosa. A la segunda entrevista, solicitada por ella, le habló solemnemente de su idea, de su ansia infinita de poseer2 aquel lienzo.

Ella sabía cuánto iba a dar por él, tiempo atrás, el Estado. Su caudal alcanzaba a tal suma, y aún sobraban miles de pesetas para pagar la deuda de su hijo, si los acreedores parecían. Doña Berta aguardó anhelante la respuesta del millonario; sin parar mientes en el asombro que él mostraba, y que ya tenía ella previsto. Entonces fue cuando supo por qué el pintor amigo no había contestado a la carta que le había enviado por un propio: supo que el compañero de su hijo, el artista insigne y simpático que había cambiado la vida de la última Rondaliego al final de su carrera, aquel aparecido del bosque... había muerto allá en la tierra, en una de aquellas excursiones suyas en busca de lecciones de la Naturaleza.

¡Y el cuadro de su capitán, por causa de aquella muerte, valía ahora tantos miles de duros, que todo Susacasa, aunque fuese tres veces más grande, no bastaría para pagar aquellas pocas varas de tela!

La pobre anciana lloró, apoyada en el hombro del fúcar ultramarino, que era muy llano, y sabía tener todas las apariencias de los hombres caritativos... La buena señora estaba loca, sin duda; pero no por eso su dolor era menos cierto, y menos interesante la aventura. Estuvo amabilísimo con la abuelita; procuró engañarla como a los niños; todo menos, es claro, soltar el cuadro, no ya por lo que ella podía ofrecerle, sino por lo mismo que valía. ¡Estaría bien! ¿Qué diría el Gobierno? Además, aun suponiendo que la buena mujer dispusiera del capital que ofrecía, acceder a sus ruegos era perderla, arruinarla; caso de prodigalidad, de locura. ¡Imposible!

Doña Berta lloró mucho, suplicó mucho, y llegó a comprender que el dueño de su bien único tenía bastante paciencia aguantándola, aunque no tuviera bastante corazón para ablandarse. Sin embargo, ella esperaba que Dios la ayudase con un milagro; se prometió sacar agua de aquella peña, ternura de aquel canto rodado que el millonario llevaba en el pecho. Así, se conformó por lo pronto con que la dejara, mientras el cuadro no fuera trasladado a América, ir a contemplarlo todos los días; y de cuando en cuando también habría de tolerar que le viese a él, al ricachón, y le hablase y le suplicase de rodillas... A todo accedió el hombre, seguro de no dejarse vencer ¡es claro!, porque era absurdo.

Y doña Berta iba y venía, atravesando los peligros de las ruedas de los coches y de los cascos de los caballos; cada vez más aturdida, más débil... y más empeñada en su imposible. Ya era famosa, y por loca reputada en el círculo de las amistades del americano, y muy conocida de los habituales transeúntes de ciertas calles.

Medio Madrid tenía en la cabeza la imagen de aquella viejecilla sonriente, vivaracha, amarillenta, vestida de color de tabaco, con traje de moda atrasadísima, que huía de los ómnibus, que se refugiaba en los portales, y hablaba cariñosa y con mil gestos a la multitud que no se paraba a oírla.

Una tarde, al saber la de Rondaliego que el de la Habana se iba y se llevaba su museo, pálida como nunca, sin llorar, esto a duras penas, con la voz firme al principio, pidió la última conferencia a su verdugo; y a solas, frente a su hijo, testigo mudo, muerto..., le declaró su secreto, aquel secreto que andaba por el mundo en la carta perdida al pintor difunto. Ni por esas. El dueño del cuadro ni se ablandó ni creyó aquella nueva locura. Admitiendo que no fuera todo pura fábula, pura invención de la loca; suponiendo que, en efecto, aquella señora hubiera tenido un hijo natural, ¿cómo podía ella asegurar que tal hijo era el original del supuesto retrato del cuadro? Todo lo que doña Berta pudo conseguir fue que la permitieran asistir al acto solemne y triste de descolgar el cuadro y empaquetarlo para el largo viaje; se la dejaba ir a despedirse para siempre de su capitán, de su presunto hijo. Algo más ofreció el millonario; guardar el secreto, por de contado; pero sin perjuicio de iniciar pesquisas para la identificación del original de aquella figura, en el supuesto de que no fuera pura fábula lo que la anciana refería. Y doña Berta se despidió hasta el día siguiente, el último, relativamente tranquila, no porque se resignase, sino porque todavía esperaba vencer. Sin duda quería Dios probarla mucho, y reservaba para el último instante el milagro. «¡Oh, pero habría milagro!».