Doña Luz/A la señora condesa de Gomar

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A la señora condesa de Gomar



Estando en casa de V., en una noche del verano pasado, conté la sencilla historia de Doña Luz. Hallola V. bien, gracias sin duda a la indulgencia con que me mira, y me animó para que la escribiese. Prometí escribirla y dedicársela a V.; aceptó V. la promesa, y hoy con el mayor gusto la cumplo. Lo que me desazona es el corto valer del don en sí o su ningún valer, si se atiende al de la persona a quien le dedico, por su talento y belleza tan general y justamente encomiada. Sea, con todo, mi dedicatoria muestra, aunque pobre, del respetuoso cariño que V. me inspira.

Por lo demás, aunque la novela no divierta, creo yo que vale algo por las muy graves y severas lecciones que contiene.

Pongo a un lado las mil y quinientas que cualquier agudo crítico puede sacar si se empeña en elogiarme y lucirse, y me limito a la lección que se da, no ya sólo a los frailes, que al fin pocos hay en España ahora, sino por extensión a todo caballero cortesano, viejo o algo machucho, que se enamora con amor vicioso.

El desastrado caso del P. Enrique deberá servir de escarmiento y grabar en la mente del cortesano viejo, como moraleja principal, aquellas advertencias divinas con que el ilustre Micer Pietro Bembo hermosea y corona el libro de El cortesano.

Estas advertencias dicen en resumen que el cortesano «enderece su deseo a la hermosura sola, y cuanto más pueda la contemple en ella misma simple y pura, y dentro en la imaginación la forme separada de toda materia, y formándola así la haga amiga y familiar de su alma, y allí la goce, y consigo la tenga días y noches en todo tiempo y lugar sin miedo de jamás perdella, acordándose siempre de que el cuerpo es cosa muy diferente de la hermosura, y que, no solamente no la acrecienta, mas que le apoca su perdición. Desta manera será nuestro cortesano viejo fuera de todas aquellas miserias y fatigas que suelen casi siempre sentir los mozos, y así no sentirá celos, ni sospechas, ni desabrimientos, ni iras, ni desesperaciones, ni otras mil locuras llenas de rabia, con las cuales muchas veces llegan los enamorados locos a tanto desatino que aun a sí mismos quitan la vida»: como sucedió al P. Enrique, volviendo a mi cuento. Al cual Padre le hubiera estado mejor valerse de este amor como de escala para subir a más alto grado. Porque, considerando la estrecheza de estar siempre ocupado en contemplar la hermosura de un cuerpo solo, debió sentir deseo de ensancharse algo y de salir de término tan angosto, y para ello debió también juntar en su mente muchas hermosuras, y, reduciéndolas a una sola, formar aquella que sobre toda la naturaleza se extiende y derrama.

Sabido es, por último, que, por cima de este concepto universal de la hermosura, hay otra excelsa, increada y de la que todas proceden. Si el amor llega a columbrarla, ¿de qué no se olvida? Y entonces (y toda ésta es doctrina de micer Pietro Bembo), se abrasa el alma en aquella llama, simbolizada y prefigurada en la enorme pira, donde se quemó Hércules, después de todos sus trabajos, allá en la cumbre del monte Oeta, o se remonta y traspone en el ardiente carro, en que Elías abandonó la tierra y se fue volando a los cielos.

Yo, señora, con el peso de los años, que ya me molesta bastante, y con no pocas saludables desilusiones, voy propendiendo, aunque pecador, a subir por este último camino. Y si bien en mis novelas se notan aún resabios y aficiones de hombre mundano, ya hay en ellas como señales de que me llaman a sí otras voces muy distintas de las del mundo.

Con esto, acaso perderá en amenidad lo que escribo, pero ganará en utilidad. Ahora que está en moda lo docente, dígame V. con franqueza si mi novela no enseña algo cuando esto enseña.

Dele V., pues, su aprobación; acéptela y defiéndala ya que le pertenece; y créame su devoto servidor y amigo


JUAN VALERA.