Doña Luz/Capítulo X

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Capítulo X



Un ilustre candidato


Por tal arte fueron creciendo la afición de doña Luz al trato del P. Enrique y la fina amistad que le profesaba.

Como por rápida pendiente, aunque con suave y apenas sentido movimiento, se inclinó su corazón a no desear sino aquellos coloquios con un hombre en quien hallaba ingenio, discreción y sublimidad en el pensar y en el sentir, hasta entonces no descubiertos por ella en ser humano, y de que sólo sabía por los libros que había leído.

Ningún recelo empañaba la limpieza y seguridad de esta inclinación, si tranquila y serena, irresistible y declarada. Doña Luz, en su orgullo, doña Luz, en el cristal terso e incontaminado de su conciencia, no podía ver peligro, ya que por leve y remoto que le viese, sería como una mancha. El más ligero propósito de precaverse hubiera implicado temor y sospecha ofensiva. Doña Luz nada sospechaba de sí. Nada tampoco sospechaba del Padre. Le consideraba como a un santo y empezó a amarle y venerarle como aman y veneran a los santos las personas piadosas.

Era tal el candor de doña Luz, que hubiera dicho al Padre los sentimientos que le inspiraba, si no hubiera temido ofender su modestia o mostrarse aduladora. Pero aunque nada le decía, harto le daba a entender su extraordinaria predilección, atrayéndole de continuo, y no hallándose a placer sino cuando le tenía a su lado, le hablaba o le escuchaba.

El P. Enrique, por su parte, no manifestaba la menor extrañeza por los favores que de doña Luz recibía. Y esto no porque fuese vano y se figurase que todo le era debido, sino porque no juzgaba nada más natural que aquella buena correspondencia.

Era el Padre hombre de muchísimo mundo y de poquísimo mundo, según esto se entendiese.

Conocía el corazón en general, y en cuanto está más cerca de la naturaleza. Para tratar, dirigir, ganar almas y someter voluntades, había sido maravilloso allá en los pueblos del extremo Oriente; pero como había salido de España muy mozo, y apenas había vivido en esta sociedad artificiosa y algo refinada de nuestro siglo, cuya cultura y usos convencionales se extienden hasta las aldeas, lo veía y estimaba todo con cierta sencillez selvática, interpretando las palabras y las acciones de diverso modo que el vulgo. Así es que, si bien notaba, y se sentía lisonjeado al notarlo, que doña Luz hacía de él el más alto aprecio, ni en ella, ni en él, ni en el público, acertaba a descubrir que pudiese esto ofrecer el menor inconveniente. La afición de doña Luz no se diferenciaba a sus ojos de la que le tuvieron estos o aquellos neófitos indios, chinos o anamitas, salvo en ser la afición de doña Luz más de estimar por la excelencia de la persona que la sentía, en quien el Padre hallaba un sin número de brillantes calidades: un espíritu cultivadísimo y capaz de elevarse a las esferas más encumbradas del pensamiento y un corazón lleno de afectos tiernos, nobles y puros. De sí propio tampoco recelaba el Padre. Amaba a doña Luz como el maestro ama a su discípulo; como un alma ama a otra alma, cuando ambas coinciden en las mismas creencias y opiniones, suben a las mismas alturas, y especulan y contemplan las mismas ideas.

El P. Enrique se sentía atraído por doña Luz con mayor fuerza que por todas las demás personas que en el lugar conocía, o que antes, fuera del lugar, había conocido; pero esto se explicaba de la manera más razonable y sin malicia.

¿Quién penetraba mejor que doña Luz el sentido de todos sus discursos? ¿Quién le seguía mejor, quien se le adelantaba a veces en los vuelos y raptos de imaginación, cuando pugnaba por levantarse a aquellas regiones adonde el prosaico razonamiento no llega? Sin duda que doña Luz. Doña Luz era, pues, para el Padre un ser muy superior a cuanto la rodeaba, y digno de predilección decidida. En el agua turbia de un estanque poco cuidado, en el agua agitada y cenagosa de un torrente, nada se refleja; mientras que en el haz limpia, tersa y tranquila de un lago de agua pura, el cielo, los montes, los astros, la luz, las flores y toda la gala y la pompa del mundo se retratan con tal primor, que el cielo parece allí más hondo e infinito, y la luz más clara, y las flores de color más vivo, y los montes más gallardos, y sus perfiles y contornos más graciosos y mejor desvanecidos en el sumo ambiente, y la verdura del prado más verde y más fresca. Por lo cual, aun el que no repara en la hermosura propia del lago y en el encanto que tiene él de por sí, tal vez se recrea en lo que refleja y duplica en su seno, y gusta más de mirar todo aquello en el reflejo del lago que en sí y tal como es. Y por estilo semejante, el P. Enrique, que a penas se fijaba en la belleza y elegancia del cuerpo y rostro de doña Luz, ni en la distinción de sus modales, ni en el reposado y majestuoso continente de toda su persona, hundía la mirada a través de estas prendas corporales y exteriores, y llegaba al alma, donde resplandecía un mundo de pensamientos, que eran los suyos propios, pero mil veces más bellos, reflejados por doña Luz, que tales como ellos eran.

Casi siempre las conversaciones de doña Luz y del P. Enrique eran en la tertulia, en presencia de don Acisclo, de D. Anselmo, de Pepe Güeto y su mujer y del señor cura. En ocasiones, no obstante, se encontraron en la casa a solas los dos, o bien hablaron sin oyentes y sin otros interlocutores, cuando salían de paseo con Pepe Güeto y su mujer, y éstos se adelantaban o se quedaban atrás, embelesados en la interminable y risueña luna de miel, de que seguían gozando siempre. Entonces, en estos diálogos a solas, sin reflexionarlo ni él ni ella, sin que fuese circunspección estudiada, lo cual implicaría un temor de que ambos se veían exentos, sino por instintiva, inocente y santa delicadez, por pudor inconsciente, por recato santísimo del corazón, jamás hablaban de sus propias personas, ni de lo íntimo de las almas, aunque fuese en general, sino de la pompa exterior del material universo, y de la armonía, riqueza y orden que le adornan, proclamando la bondad, el poder y la sabiduría de quien le sacó de la nada.

Ella, sin embargo, había sabido inducir al Padre, cuando había auditorio, a que hablase de sí y a que contase sus peregrinaciones. Y el Padre, si bien con modestia y sobriedad, no había podido menos de dejar entrever y de hacer que se estimasen los peligros que había corrido y las penalidades y fatigas que con valor heroico había sobrellevado.

Él, en cambio, había leído en la frente y en los ojos de doña Luz hasta sus más secretos pensamientos y sentimientos. Para esto le servía su costumbre de observar y estudiar a los hombres, en tantos años de predicador, confesor y catequista. Además, si algo hubiera quedado para él en cifra, su tío D. Acisclo, aunque con términos groseros, le hubiera dado la clave, contándole, como le contaba, la vida de doña Luz en el lugar, su desdén con los galanes, su orgullo y su firme resolución de no casarse nunca.

Los hombres, por mucho que se examinen y estudien, por bien que escudriñen hasta los más escondidos senos de su conciencia, por severamente que se juzguen, y por muy alerta que estén, suelen con frecuencia concebir algún plan o proyecto, el cual les deleita y seduce, envolviéndose en tan mágica niebla, que logra ocultarse o velarse y disfrazarse al juicio, cuando éste interroga para fallar y condenar acaso, quedando patente y como desnudo a los ávidos ojos de la pasión que le ha creado.

De este modo confuso y como entre nubes forjó sin duda el P. Enrique, a quien el trato de doña Luz encantaba, si no un plan, una ilusión, una esperanza, algo de un porvenir meramente amistoso, aunque lleno de ternura. Apenas se daba razón de lo que forjaba, pero ciertamente lo forjaba. Lo que forjaba era, por otra parte, tan sin asomo de pecado, que no suscitaba escrúpulos. Lo que forjaba era muy sencillo. Doña Luz era casi seguro que no se casaría ya; lo mejor, pues, de su inteligencia se emplearía en comunicar con la del Padre; su voz en hablarle; su oído en oírle; su más seria preocupación sería pensar en las cosas del cielo, según el método y forma con que él pensaba; su deleite mayor hablar con él de Dios y del alma y de toda verdad y de toda bondad y hermosura. En fin, el P. Enrique, sin confesárselo a sí mismo, vino poco a poco a persuadirse de que con su espíritu iba como a llenar y compenetrar el espíritu de doña Luz, y notó apenas que ella se enseñoreaba ya por entero del espíritu de él, aunque con cierta subordinación y dependencia de otros sentimientos e ideas de valer muy superior, los cuales prevalecían sobre aquella nueva y poderosa influencia.

Provino de todo esto una fervorosa amistad, que se alimentaba en el comercio y comunicación constante de aquellas dos personas.

En los lugares, ni más ni menos que en las grandes poblaciones, abundan las malas lenguas; pero concurrían en esta ocasión mil circunstancias que evitaron que la maledicencia se cebase en tan inocentes relaciones y las interpretase en sentido avieso.

Las causas principales de que se hable en seguida, dado el motivo o el pretexto o la apariencia, de toda intriga amorosa, particularmente si no tiene por fin el matrimonio, no se presentaban aquí. Por lo común, una de las causas de que se hable y se murmure es el propio deseo del galán, quien suele desear que se diga lo que es y aun lo que no es, y a veces finge que disimula con tan contraria habilidad, que más bien descubre o hace sospechar misterios y aun venturas que quizá no ha logrado. Mujeres hay asimismo no menos aficionadas a que todo se sepa, particularmente cuando son pretendidas y desdeñan y burlan a los pretendientes. Y muchas, cuando los pretendientes son muy estimados y famosos, aun echando a rodar todo respeto, con tal de hacer rabiar a las abandonadas rivales, dan, como suele decirse, un cuarto al pregonero, para que pregone y divulgue su fragilidad y sus amoríos.

Nada de esto tenía lugar entre el Padre y doña Luz. Antes bien ocurría lo contrario.

Los mozos del lugar o forasteros que, por más guapos e importantes, habían osado aspirar a doña Luz y habían sido rechazados con suavidad antes de una declaración que los comprometiese, tenían tan alta opinión de doña Luz y de ellos mismos, que cada cual imaginaba que era inexpugnable la que a sus encantos y buenas prendas no se había rendido. ¿Cómo creer que gustase de un fraile enfermizo y casi viejo la que había sido fría, insensible y desamorada con un mozo galán, robusto y gallardo? Esto hubiera sido monstruoso.

Las mujeres son, por lo general, las que descubren o inventan las aventuras, caídas o deslices de sus enemigas; pero doña Luz estaba tan por cima y tan apartada de toda rivalidad y se había ganado de tal suerte el afecto de todos, que nadie le contaba los pasos ni andaba acechando para ver si daba alguno en falso y acusarla de ello después.

Por otra parte, doña Manolita, con su charla, su desenvoltura y sus chistes, era el órgano más autorizado y resonante de la opinión pública en Villafría, y doña Manolita, no ya no habiendo el menor motivo, pero aunque le hubiese, no hubiera consentido jamás en que se dijese nada contra doña Luz; hubiera ahogado en sus burlas la voz de la murmuración más descocada.

El concepto que del padre tenían en Villafría no se prestaba tampoco a que sobre el punto de que hablamos se levantasen caramillos. Los más, como no le hallaban divertido y como casi no le entendían, le tenían poco menos que olvidado, aunque si alguna vez se acordaban de él era para considerarle como un santo, fastidioso, valetudinario y nada ameno. Hombre de los que no se usan, pajarraco exótico y raro, para los volterianos del lugar, no hubiera sido difícil que alguien le supusiese conspirando en favor del restablecimiento de la Inquisición y hasta comiéndose los niños crudos; pero a nadie le cabía en la cabeza que pudiese ser galanteador y tener buenas fortunas un señor tan pálido, enclenque, melancólico y asendereado.

Por todo lo expuesto, nadie ponía malicia, nadie comentaba de modo injurioso la intimidad y convivencia de doña Luz y del Padre, quienes, por otro lado, donde se trataban, se veían, se hablaban y aun se admiraban inocentemente, con el mayor abandono, era en el seno de la pequeña tertulia, de la cual, nada trascendía, y en la cual todo se explicaba santísimamente, o mejor dicho, no se explicaba, pues ni para D. Anselmo y su hija y yerno, ni para D. Acisclo, ni para el cura D. Miguel, requería aquello la menor explicación. El cura D. Miguel, sobre todo, y el Sr. D. Acisclo, cada cual a su manera, veían en doña Luz y en el Padre dos seres sobrado singulares, las dos terceras partes de cuyos pensamientos y palabras oían como quien oye música celestial sin penetrar lo que significaban. Nada, por lo tanto, más justo ni más preciso que el que los dos se dijesen lo que ellos solos al cabo sabían entender.

Entre tanto, doña Manolita, que era muy observadora y burlona, había notado que en el ánimo de D. Acisclo se iba dando una radical transformación. Doña Manolita había comunicado sus impresiones a doña Luz y a Pepe Güeto.

Según dichas impresiones, D. Acisclo estaba cada día más ancho y orgulloso de que su tertulia se hubiese hecho tan sabia y pareciese una Academia de ciencias; pero al mismo tiempo, andaba imaginativo y ensimismado, hablaba a solas, y se diría que en su mente se agitaba un enjambre de ideas, las cuales, como las abejas en la colmena, pugnaban por fabricar, en vez de panal melifluo, alguna resolución estupenda.

-¿Qué resolución querrá tomar? -se preguntaba doña Manolita-. ¿Si habrá tocado su corazón el dedo del Altísimo? ¿Si el buen señor, edificado con las homilías del sobrino, tratará de abrazar la vida contemplativa y de ser santo también?

Pepe Güeto y doña Luz se reían de tan inverosímil suposición; pero la verdad era que ellos notaban asimismo lo mucho que D. Acisclo cavilaba, y sentían no pequeña curiosidad por conocer el asunto de sus cavilaciones.

Delante del P. Enrique no osaron interrogar a don Acisclo; pero el Padre se iba siempre a las diez de la tertulia, porque nunca cenaba, y Pepe Güeto y su mujer se quedaban a cenar todas las noches allí. La cena solía durar hasta las once, y además casi siempre permanecían de sobremesa los señores, mientras que cenaban los criados, siendo este el momento de mayor confianza y alegría.

Varias noches, estando así, ya de sobremesa y no presentes las chicas que habían servido, doña Manolita tentó el vado, a ver si D. Acisclo declaraba la causa de su preocupación.

Don Acisclo, aunque negaba que estuviese preocupado, lo daba a conocer cada vez más, si bien no confesaba la causa.

Una noche, por último, D. Acisclo se mostró más preocupado, pero más alegre asimismo. Alguna satisfacción le rebosaba en el pecho y pugnaba por salir de sus labios.

Doña Manolita lo conoció, y le dijo:

-Vamos, Sr. D. Acisclo; no sea V. malo. No se atormente usted por el solo gusto de atormentarnos. Si rabia V. por decir lo que le pasa ¿por qué no lo dice? V. está maquinando alguna novedad que nos va a dejar aturdidos. La cosa va muy adelantada. Declare V. lo que es para que no nos coja de susto.

-Ea, Sr. D. Acisclo, declárelo V. -añadió Pepe Güeto-. Mi mujer pretende que V. tiene comezón de ser santo como su sobrino, y que el día menos pensado traspone V. y nos planta y se larga a Sierra-Morena a hacer penitencia, metido entre matorrales o en el hueco de algún peñasco.

-Todo menos eso -respondió D. Acisclo-. No me llama Dios por ese camino, y cualquier otro estado es bueno para servirle.

-Eso es indudable -dijo entonces doña Luz-. Yo no he creído nunca que a V. le pudiese entrar la manía de imitar a los solitarios penitentes; pero he pensado, como mis amigos, que usted medita y prepara, desde hace días, un cambio en su manera de ser y de vivir.

-Estas mujeres son el diablo -contestó D. Acisclo-. Nada se les oculta. Todo lo penetran. No quiero ni puedo ya negarlo. Voy a ser otro del que he sido hasta aquí. Confieso que la consideración del mérito de mi sobrino me ha servido de estímulo.

-¿No lo decía yo? -exclamó doña Manolita-. D. Acisclo, ¿se nos va V. a ir a la China o a la India a convertir infieles?

-Algo de eso hay -respondió el interrogado-. Infieles voy a convertir, pero sin salir por ahora de Villafría.

-¿Y cómo va a ser eso? -dijo doña Luz.

-Muy sencillamente -continuó D. Acisclo-. Ya saben ustedes que yo he sido y soy, dicho sea entre nosotros, desechando la modestia, un hombre bastante útil para mi patria. Yo hago prosperar la agricultura; aumento la riqueza; doy de comer a los pobres que trabajan; en fin, sirvo de mucho.

-No es menester que V. se alabe. ¿Quién no confiesa -dijo Pepe Güeto-, que V. es la providencia de Villafría?

-Pues bien; todo eso lo hago con el dinero que he sabido adquirir. Yo he tenido y tengo capacidad para adquirir dinero. Pero al ver que mi sobrino ha adquirido ciencia y gloria, he comprendido que el dinero no me bastaba, y que hay otras cosas que valen tanto casi como el dinero. La ciencia, por ejemplo. ¿Cómo adquirirla, sin embargo? Ya está duro el alcacer para zampoñas. Ya es tarde para que yo me engolfe en estudios. Hay otra cosa que me atrae, que me seduce, y no es tarde aún para que yo la adquiera.

-¿Qué será? ¿Qué no será? -murmuró doña Manolita.

-Adivínalo, muchacha; lúcete; muestra que ves crecer la hierba.

-Confieso que soy tonta: nada adivino. Ya que no aspira usted a sabio ni a santo, ¿a qué aspira?

-Aspiro al poder. El poder es el complemento del dinero. Quiero ser hombre político, personaje influyente, dueño de este distrito electoral, derrotando al cacique de la cabeza del distrito, que hoy lo puede aquí todo.

-¿Quién le mete a usted en esos ruidos, Sr. D. Acisclo? -dijo entonces doña Luz.

-Mis convicciones políticas -respondió don Acisclo con suma gravedad.

-¿Sus convicciones políticas? Me pasma lo que le oigo decir. Pues ¿de dónde provienen esas convicciones? Yo creía que usted no había pensado en política en todos los días de su vida.

-Entendámonos -replicó D. Acisclo-: en la política que sirve de pretexto o apariencia, es cierto que jamás he pensado; pero en la política-verdad pienso siempre.

-¿Y qué es la política-verdad?

-La política-verdad es que todos los que formamos la nación española damos al Gobierno cada año, por diferentes maneras, más de la mitad de lo que la tierra, nuestro trabajo y nuestro caletre producen. El Gobierno luego, ya en forma de pagas, ya en forma de subvenciones, ya en otras formas, reparte todo esto entre sus amigos. De esta suerte, lo que absorbe el Gobierno como contribución, se derrama de nuevo como benéfica lluvia. ¿No es necedad que yo pague y no cobre? ¿No es bobada que yo contribuya y no distribuya? ¿No sería más discreto que yo imitase a Don Paco, el grande elector de este distrito, que paga diez y saca ochenta? Pues qué, ¿no tengo yo sobrinos, hijos y ahijados a quienes dar turrón? ¿Una gran cruz, no me vendría que ni de molde? ¿El tratamiento de excelencia se me despegaría? En vez de pagar mucho, como pago ahora, y de no recibir nada, como no recibo, ¿no me sentaría divinamente pagar menos, y recibir con usura lo pagado y más de lo pagado? Pues esto es la política, y por esto quiero meterme en la política. ¿Qué digo quiero meterme? Metido estoy ya en ella hasta los codos.

Doña Luz distaba mucho de creer que la política fuese lo que por política entendía D. Acisclo: pero, viendo lo convencido que él estaba de que no era otra cosa, y notando además que Pepe Güeto y su mujer no distaban mucho de pensar como don Acisclo, no quiso predicar en desierto ni tratar de convencerlos de que el verdadero concepto de la política era muy diferente. También le chocó sobremanera el tortuoso giro de pensamientos y discursos, por donde la mente de D. Acisclo, partiendo de las homilías, disertaciones filosófico-cristianas y demás sublimidades del Padre, había venido a parar en que debía él ser hombre político, a fin de pagar menos contribución y de tomar mucha distribución.

Sobre este último punto no pudo menos de decir doña Luz:

-Aun concediendo, que ya es harto conceder, que la política sea como V. la entiende, todavía me pasmo, Sr. D. Acisclo, de que, en virtud de los razonamientos de su sobrino de V., haya venido V. a sacar como consecuencia la resolución de ser político y de derrotar a D. Paco, poniéndose en lugar suyo.

-Pues mire V., señorita doña Luz -respondió don Acisclo-, no hay nada más llano que el camino de discurrir que yo he seguido. Enrique me ha dado ánimos sin él saberlo. Por él he comprendido que en mi familia hay brío para todo. Él es santo y sabio: hombre teórico: yo soy rico. ¿Por qué no he de ser también influyente, a fin de ser el hombre práctico por completo? ¿No hubo en lo antiguo, en una sola familia, Marta y María? Pues ¿por qué ahora, en otra familia, salvo la diferencia de sexo, no hemos de ser él María y yo Marta; él el contemplativo y yo el activo?

-Bien por D. Acisclo -dijo Pepe Güeto.

-Y vaya si tiene razón: ya sabe él dónde le aprieta el zapato -añadió doña Manolita.

-No, sino pónganme el dedo en la boca -exclamó don Acisclo-, y verán si muerdo o no muerdo. Pues qué, ¿un hombre de mis millones, y con un sobrino tan notable, ha de estar toda su pícara vida humillado por ese tunante de D. Paco, a quien da el diputado cuanto pide y más?

-Nada de eso, Sr. don Acisclo -dijo Pepe Güeto, dejándose arrebatar del entusiasmo-. Es menester sacudir el yugo.

-¡Muera D. Paco el tirano! -gritó doña Manolita riendo.

-Ya se entiende que la muerte ha de ser meramente política y no civil ni natural -interpuso doña Luz.

-¿Y cómo se va V. a componer para matarle políticamente? -preguntó Pepe Güeto.

-¿Cómo me voy a componer? ¿Cómo me he compuesto? es lo que debieras preguntar. Pues qué, ¿me duermo yo en las pajas? Ya lo tengo todo concertado. El ministro cuenta conmigo. Yo les he probado que no es natural, sino artificial, el diputado que de aquí enviamos, y, como ahora está en la oposición, el Gobierno le derrotará con mi auxilio en las nuevas elecciones, que serán pronto.

-¿Y quién es el nuevo candidato del Gobierno? -preguntó doña Manolita.

-Un candidato ilustre, un sujeto de inmenso porvenir, un héroe de la guerra de África -dijo don Acisclo muy orondo-. Yo le protejo, yo haré por él prodigios, yo me atraeré a los parciales de D. Paco, que se quedará solo, y mi hombre saldrá por inmensa mayoría.

-¿Y cómo se llama su hombre de V.? -dijo Pepe Güeto.

-Se llama el brigadier de caballería D. Jaime Pimentel y Moncada, valiente como el Cid, de noble prosapia, joven y gallardo. Ya le verán ustedes, ya le verán ustedes, porque pronto vendrá a visitar el distrito.

Con este notición se puso término a la charla, así porque era ya tarde, como porque los aplausos y vivas de doña Manolita y de Pepe Güeto no consintieron que siguiera adelante aquella noche.