Doña Luz/Capítulo XIII
Capítulo XIII
Después de haber rechazado con tan cruel desabrimiento las palabras de doña Manolita y después de hechas las paces, doña Luz pensó a sus solas en el valor y motivo de aquellas palabras; y, como si una claridad nueva y extraña iluminase los más oscuros laberintos de su cerebro, creyó percibir la verdad de todo y reconoció que su amiga tenía algunos visos de razón al decir lo que dijo.
Doña Luz se había enojado quizá porque su propia conciencia, aprovechándose de las palabras de doña Manolita, había formulado una acusación mucho más severa. ¿Qué diferencia radical e importante se da entre la amistad más tierna y exclusiva, entre la predilección más marcada de un hombre por una mujer y de una mujer por un hombre, ninguno de los dos viejo aún, y el amor más puro, más platónico y más sublime? Doña Luz se ponía a sí misma esta cuestión; y, no acertando a resolverla sino en el sentido de que no se da diferencia, o que, si se da, apenas es perceptible y se quiebra de puro sutil, decidía que no era absurdo ni insolencia suponer y afirmar que estuviese enamorado de ella el P. Enrique. El Padre, encadenado por el respeto, teniendo en cuenta su estado, sus votos y su posición, se había guardado bien de manifestar su cariño de un modo que hiciese sospechar ni remotamente que no era legítimo y sin tacha; pero, sin duda, que en el fondo de su alma le sentía.
Luego que doña Luz dejaba esto como sentado y evidente, se preguntaba también: «¿Y yo qué he hecho para inspirar esta pasión? ¿Qué culpa adquiero de que él me ame? ¿Hasta qué punto he dado y sigo dando pábulo a su afecto?». La contestación que doña Luz se daba era contradictoria y confusa. Ora se condenaba; ora se absolvía. Se condenaba al reconocer que ella había disimulado mucho menos que él la complacencia con que le oía, el contento que su vista le causaba, el deleite que su conversación le traía siempre, y que ella por instinto irreflexivo, pero depravado, gustaba de parecer hermosa y elegante a todos, y particularmente a las personas a quienes quería, entre las cuales no podía menos de incluir al Padre.
Otra serie de consideraciones acudía luego a su mente para absolverla. Pues qué, ¿no era lícito amar la ciencia, la virtud y el ingenio que en el Padre resplandecían? ¿Qué mal había en mostrarlo? Y en cuanto al esmero en el adorno de su persona, ¿qué ley divina ni humana podía imponerle la obligación de ocultar las prendas que el cielo le había dado y de no lucirlas hasta donde esto es compatible con el más rígido decoro? De esta suerte se absolvía doña Luz; pero, prosiguiendo en sus cavilaciones, añadía en su pensamiento: «Y si yo supongo que él me ama, ¿por qué no ha de suponer él que le amo yo? Si yo no tengo motivo para suponerlo, si es mi vanidad quien lo supone, bien puede él ser tan vanidoso como yo y suponerlo del mismo modo. Y si yo lo supongo con motivo ¿el motivo que yo le he dado para que haga suposición idéntica es menor acaso?». Doña Luz tenía entonces que confesarse que, atendidas la natural reserva que deben tener las mujeres, y la modestia y timidez con que deben velar y mitigar los movimientos e inclinaciones del corazón, ella había dado mayor motivo al Padre para que él la creyese enamorada que el que él le había dado a ella para que de su parte lo creyese.
El proverbio dice que quien prueba mucho no prueba nada, y esto ocurría a doña Luz no bien demostraba que, no sólo el Padre estaba enamorado de ella, sino que ella estaba enamorada del Padre. Se examinaba el alma, se interrogaba el corazón, y como le respondían que no amaban al Padre, volvía a creer que sólo su presunción podía hacerle imaginar que el Padre la amase a ella. Lo único que, después de tantos rodeos, sacaba en claro doña Luz era que en aquella convivencia e intimidad afectuosa y en aquellos coloquios tan sabios de ella con él, había algo de ocasionado a perversas interpretaciones, algo de mal gusto, algo de pedantesco y lugareño a la vez, que la parecía cómico, y cuya ridiculez se atenuaba sólo pensando que su vida en un lugar no podía llevarla a menos necio extravío.
Doña Luz resolvió, pues, ser más cauta y menos expansiva en lo venidero, y no menudear tanto las discusiones filosóficas y teológicas, y las confianzas y el trato con el venerable sobrino del antiguo administrador de su casa.
«Si no hay -concluía ella- mutua y peligrosa inclinación en nuestras almas, pudiera suponerse, y esto me ofendería, y si la hay, como la inclinación sería por todos estilos abominable, conviene cortarla de raíz».
En cualquiera de ambos supuestos, reconoció doña Luz la necesidad de cambiar de conducta; la conveniencia, valiéndonos de una frase española, algo anticuada, pero gráfica, de poner su descuido en reparo.
La llegada a Villafría del triunfante y flamante diputado D. Jaime Pimentel y Moncada coincidió casi con esta prudentísima, aunque algo tardía resolución.
Doña Luz, acompañada de su benigna amiga, estaba en una ventana baja, aguardando la aparición de la pompa y del triunfo, que se anunciaba ya por el resonar de los tiros y de los vivas.
Don Jaime, cabalgando en medio de D. Acisclo y Pepe Güeto, precedido de una turba de muchachos y de hombres a pie, y seguido de buen golpe de gente a caballo y aun de más gente pedestre, se mostró al cabo a los ojos de nuestra heroína.
La fama no había mentido. Era D. Jaime todo un galán caballero. Montaba con gracia y firmeza. Aunque tenía cerca de cuarenta años, parecía que apenas tenía treinta. Su traje sencillo dejaba ver, en los pormenores todos, la elegancia y el buen gusto.
La cabalgata se paró a la puerta de D. Acisclo, y éste, seguido de su ahijado y huésped, se halló pronto en la sala, donde aguardaban doña Luz y doña Manolita.
-Aquí tiene V. a nuestro diputado el Sr. D. Jaime -dijo D. Acisclo, presentándole a doña Luz-; y luego añadió, dirigiéndose a D. Jaime:
-La señorita doña Luz, hija del difunto marqués de Villafría.
El recuerdo lejano y confuso de la alta sociedad madrileña, que doña Luz no había hecho sino entrever hacía más de doce años, la idea vaga de un medio más culto y más aristocrático, las formas y el ser soñados de damas y galanes, sus usos, discreteos, aventuras y amoríos, tales cuales ella los había fantaseado o columbrado, sin llegarlos a ver ni a gozar, obligada, en la aurora de su vida, a retirarse a un pueblo pequeño, todo acudió de súbito a la mente de doña Luz, al mirar a D. Jaime Pimentel, al notar la soltura y naturalidad de sus distinguidos modales, y al oír su acento y las pocas y atinadas palabras que le dirigió, las cuales ni pecaron de frías y secas, ni se extremaron por lo galantes, sino que se encerraron dentro de los límites de la más respetuosa discreción. Porque no era el inferior quien sintió doña Luz que le hablaba, ni el cortesano insolente tampoco, cuya superioridad se revela al través de su fingida cortesía, sino el hombre de la misma clase que ella, que habla como igual, pero con las atenciones delicadas que a una señora principal se deben siempre. Doña Luz lo comprendió así, se complació en ello, y lo agradeció todo. Harto advirtió el tono diverso que empleó don Jaime, al hablar con doña Manolita, no bien a ella también le presentaron.
Dos días estuvo D. Jaime en Villafría, al cabo de los cuales fue menester proseguir la comenzada tarea de visitar todos los lugares del distrito.
Durante estos dos días, D. Acisclo desplegó la más prodigiosa magnificencia. Tuvo, por decirlo así, mesa de Estado. Toda su parentela, el médico, su hija y su yerno, y el cura D. Miguel, almorzaron, comieron y hasta cenaron con él y con el agasajado D. Jaime. Éste se sentó siempre a la derecha de doña Luz, y tuvo siempre a doña Manolita del otro lado.
Petra, el ama de llaves, hizo milagros en aquellos dos días. ¿Qué pavos rellenos, qué cocido con morcilla, chorizo, embuchados y morcones, qué tortillas con espárragos trigueros, qué platazos de pepitoria, qué menestras de cardos, morrillas y guisantes, qué jamón con huevos hilados, qué tortas maimones, y qué deliciosas alboronías, picantes salmorejos, frescos gazpachos y ensaladas, y variados arropes y almíbares, no condimentó o presentó en la mesa de su amo?
Los cinco mejores músicos del lugar vinieron por la noche con sus acordes y sonoros instrumentos, y se bailó en la cuadra alta, porque la baja estaba como santificada por la Santa Cena.
Don Jaime bailó rigodón con doña Manolita y con una de las hijas de D. Acisclo; y con doña Luz, no sólo bailó rigodón, sino también valsó.
Con doña Luz estuvo muy fino y amable, y doña Luz asimismo lo estuvo con él.
Los chistes urbanos, las anecdotillas picantes, sin rayar en libres, las pinturas de las intrigas y lances de Madrid, referidos con ligereza y primor por don Jaime, divirtieron mucho a doña Luz y la hicieron reír; cosa que le agradó y pasmó, porque no era fácil para la risa. Siempre que la conversación era general, cuanto decía D. Jaime encantaba al auditorio, y todos le aplaudían. Y doña Luz notaba que D. Jaime, sin ser vulgar, tenía el arte de hacerse comprender de los que lo eran, y que con sus discursos nadie se quedaba en ayunas, como con las reconditeces y los encumbramientos del Padre, el cual no dejó de asistir a todo esto, pero muy eclipsado y confundido entre la turba multa.
En los apartes, D. Jaime hizo mil cumplimientos a doña Luz. Como vulgarmente se dice, le echó muchísimas flores; pero, con tal arte, que la más presumida no hubiera creído al oírlas que eran nacidas de amor, ni negado tampoco resueltamente que de amor naciesen, porque iban enlazadas con miramientos tales que acaso se hubiera podido interpretar por temor de ofender lo que las contenía dentro de ciertos límites. La franqueza graciosa con que don Jaime decía piropos a doña Manolita, hacía resaltar todo el mérito y todo el lisonjero significado de aquella circunspección con que celebraba la hermosura y demás excelencias de la aristocrática hija del marqués de Villafría. En suma, los dos días pasaron como un soplo; D. Jaime se fue a recorrer el distrito con D. Acisclo y Pepe Güeto; y las dos amigas se quedaron como antes, acompañadas sólo, en las horas de la comida y de la tertulia, del P. Enrique y a veces del cura y de D. Anselmo.
Cuando doña Manolita se vio a solas con su amiga, recordando que la broma de unos supuestos amores con D. Jaime no la había ofendido, no pudo resistir a embromarla de nuevo sobre el mismo tema. Y así, hallándose las dos, con todo sosiego, en la salita de doña Luz, la mañana misma de la partida de D. Jaime, dijo la hija del médico a la hija del marqués:
-Vamos, confiesa que nuestro diputado no te parece saco de paja.
-No me parece sino muy bien -respondió doña Luz-. Decir otra cosa sería hipócrita falsedad. Es elegante, discreto, buen mozo y muy amable.
-Si tan buena es la impresión que en ti ha hecho -repuso doña Manolita-, creo que debes lisonjearte y estar muy contenta, porque él no apartaba un punto los ojos de ti y se conocía que te miraba y admiraba con entusiasmo.
-No te burles, Manuela.
-No me burlo. Tengo por cierto lo que te digo.
-Tu deseo de que yo haga conquistas y la buena opinión que de mí tienes te llevan a soñar con todo eso.
-Y las dulzuras y los requiebros que te ha dicho en voz baja, pues por el gesto y el ademán y el brillo de los ojos se mostraba que te los decía, ¿son sueños míos también?
-No; no son sueños. ¿Cómo negarte que D. Jaime me ha requebrado? Pero, si bien lo ha hecho con un respeto y un tino que le honran (y no de otra suerte lo hubiera sufrido yo), no ha dejado ver verdadero interés por mí, ni un solo momento. Sus palabras expresaban estimación, denotaban ingenio cortesano, estaban llenas de lisonja, pero no había en ellas un átomo de sentimiento. Ni podía haberle. Pues qué, ¿el amor brota de repente, en la vida real? Eso se queda para los dramas, donde es menester que la acción corra a todo correr y que los hechos se condensen y acumulen en pocas horas y palabras.
-Hija mía, en la vida real, lo mismo que en los dramas, no es tan inverosímil dar flechazo. En mujer de tus rarísimas prendas es menos inverosímil todavía. Yo estoy segura de ello: tú has dado flechazo a D. Jaime.
-Dar flechazo tiene tan indeterminada significación que no sé qué responderte. Si por dar flechazo quieres significar que he parecido bien a D. Jaime, y que hasta se ha sorprendido un poco (y perdona que haga patente contigo mi vanidad) de hallar en esta villa a una mujer que, trasladada de súbito a un salón de la corte, estaría en él como en su centro, no disto mucho de creer que le he dado flechazo. Pero desde esto a infundir un verdadero cariño, hay mil leguas de distancia, y ni me alucino, ni deseo siquiera que D. Jaime haya andado ni ande esas mil leguas en cuarenta y ocho horas, que hace sólo desde que me conoce y trata.
-¿Y por qué no ha de andar o por qué no ha de haber andado ya esas mil leguas?
-Porque es harto difícil y porque a nada conduciría. Mira, Manuela, ¿qué no te declararé yo? Confieso que he pensado en la posibilidad de ese amor; pero le he desechado como locura. D. Jaime es ambicioso, y apenas tiene para él sólo con su sueldo y sus rentas. En mí no podría poner la voluntad sino para casarse conmigo. ¿Y qué puedo yo llevarle? Mis bienes, cuidados por mí, estando yo aquí sobre ellos, producen 20.000 rs. el año que más: si me fuese de aquí, no me producirían 10.000 rs., o administrados o en arrendamiento. Mi boda con D. Jaime sería como grillos con que él ataría sus pies; sería para él una carga muy pesada. Claro es, pues, que D. Jaime, aunque por acaso se sintiese inclinado a amarme, que lo dudo, desecharía de sí el amor como una tentación insana; como un disparate funesto.
-Luego tú -interrumpió doña Manolita-, no concibes que te quieran sino por cálculo. No te entiendo. Lo que lisonjea y enamora es que la quieran a una, aunque sea pobre, y no por ser rica.
-De acuerdo -contestó doña Luz-. Yo no sé si amaría a D. Jaime, si él me amase; pero de seguro que no le amaría, si yo fuese rica y llegase yo a sospechar que por hacer un negocio él me amaba. Ve ahí por qué no me casaré nunca. Rica yo, recelaría siempre que no me amaban por mí, y pobre, recelo que no me amen hasta el extremo de que se sacrifiquen amándome. Como no me case con algún señorito de estos lugares, para quien sólo puedo ser un partido proporcionado, en que ni él se sacrifique, ni yo sea para él un dote y no una amada compañera de toda la vida, no veo novio adecuado para mí en el mundo. Mi único amor será este...
Y alzándose de su asiento, en uno de aquellos arrebatos ascéticos que de vez en cuando tenía, abrió doña Luz su famoso cuadro del admirable Cristo muerto y puso sus rojos y frescos labios sobre los labios lívidos de la tremenda imagen.
Doña Manolita había ya visto el cuadro otras varias veces, pero nunca le hizo más honda impresión que en aquel momento; cuando se unieron la lozanía de la mocedad, la exuberancia de la vida y la hermosura briosa de doña Luz con tal fiel trasunto del dolor y de la muerte.
Esta y otras conversaciones que tuvo doña Luz con su amiga, y los propios monólogos y los constantes pensamientos que la asaltaban, fueron acrecentando en el alma de la soberbia dama un recelo que sublevaba su orgullo, y contra el cual trató de armarse de todos los bríos de su pecho.
Don Jaime iba a volver. Don Jaime, después de la visita a todos los lugares, iba a pasar otros tres días en aquel pueblo. ¿Incurriría doña Luz en la debilidad de prendarse algo, de inclinarse un poco, y en balde, al diputado? Sólo de imaginarlo, de presentar en su mente la remota hipótesis, doña Luz se ponía encendida como la grana y se llenaba de vergüenza como si la ultrajasen con el desprecio.
Propuso, pues, en su corazón estar serena y fría a los halagos de D. Jaime cuando volviese; y olvidando, con este nuevo peligro, el que podía haber en los diálogos íntimos, en las disertaciones sabias y en la atención y en la emoción con que oía al P. Enrique, volvió con más ternura amistosa que nunca a buscar la conversación del Padre, a deleitarse en ella, y a dar señales inequívocas de la predilección con que le miraba.
Pronto se pasó de este modo una semana entera, al cabo de la cual, con no menor pompa y estruendo, volvió a Villafría el ilustre diputado D. Jaime, acompañado de D. Acisclo y de Pepe Güeto.
En la casa de D. Acisclo se renovaron las comilonas, las fiestas espléndidas y todo el lujo de que ya se había hecho gala la primera vez.