Doña Luz/Capítulo XIX
Capítulo XIX
La tristeza de doña Luz, pasados algunos días, tuvo más de dulce que de amarga: aunque no dejaba de ser tristeza, estaba mitigada por la satisfacción que sentía doña Luz de haber inspirado tan viva simpatía; por la declaración, hecha por el mismo Padre, de que ella no había sido coqueta, y por la absolución, que ella misma se daba, después de hacer un examen de conciencia muy rigoroso.
Doña Luz no tenía la culpa de aquel amor que agradecía, ni de aquella muerte que lamentaba.
Su amistad, admiración y veneración al Padre no podían haber sido mayores.
Si el Padre le hubiera inspirado otro más vivo sentimiento, ella hubiera pecado contra Dios, contra el mundo, contra su honra y contra su decoro.
En cambio, su amor a D. Jaime era legítimo, correcto, conforme a la clase y posición de ella, y fundado, por último, en causas no menos poéticas que el amor que por el P. Enrique, si hubiese sido lícito, hubiera ella podido sentir.
A fin de fortalecer y magnificar las causas poéticas del amor que tenía a D. Jaime, doña Luz estimó muy alto el de D. Jaime hacia ella. Su desinterés era evidente. Él hubiera hallado a cientos los partidos mejores en Madrid. Hubiera tenido con facilidad mujer con título y con rentas, a poco que la hubiera buscado. Don Jaime había sin duda desdeñado por ella las más brillantes bodas. Luego la adoraba don Jaime. Y D. Jaime, elegantísimo, de noble familia, lleno de porvenir, honrado y respetado ya como hábil capitán y soldado valeroso, podía enorgullecer a cualquiera mujer a quien diese su nombre y su mano. D. Jaime, además, era joven aún, gallardo y arrogante de figura, discreto y ameno. Las cartas que escribía doña Luz desde Madrid mostraban bien su amor por lo tiernas y cariñosas, y su ingenio y su chiste, por lo bien escritas y por las gracias y lances que contenían.
Doña Luz, pues, en vista de todo lo expuesto, convino consigo misma en que estaba enamoradísima de su marido, en que tenía razón para estarlo y para haberse casado con él, y en que su amistosa ternura por el Padre y las lágrimas que vertía por su muerte, y hasta los besos que le había dado, eran de orden tan distinto, que en nada se oponían ni alteraban, ni modificaban en un ápice, ni aflojaban en un solo punto el lazo amoroso y matrimonial que a D. Jaime la ligaba.
Pocos días faltaban ya para que D. Jaime volviese por ella. Ya había él tomado casa a propósito, y casi la tenía amueblada. Ya había sacado el título. Ya podían ambos esposos llamarse los marqueses de Villafría. D. Jaime iba a llegar dentro de aquella misma semana, y era ya miércoles.
Doña Luz estaba en su cuarto, acababa de volver de misa, y había rezado con fervor por el alma del P. Enrique, en quien de continuo y tierna y melancólicamente pensaba, cuando entró Juana, la doncella, y dijo:
-Señora, un forastero quiere hablar con usía.
-¿Su nombre?
-Don Gregorio Salinas.
-No le conozco. ¿Qué facha tiene?
-Más bien buena que mala. Viene muy decentemente vestido, aunque de viaje. Se conoce que acaba de llegar. Es chiquitín, regordete, colorado como una remolacha, y se sonríe como si estuviese contento. Está, sin embargo, de luto.
-Mira, Juana, yo no tengo gana de recibir visitas. Dile que me duele la cabeza, que vuelva otra vez si tiene algo importante que decirme, que hoy no recibo.
Juana salió a dar el recado, y volvió en seguida con una carta que puso en manos de doña Luz.
-Don Gregorio Salinas -dijo Juana-, me acaba de entregar esta carta, asegurando que será admitido en cuanto usía la lea. Dice que la carta es su credencial.
Doña Luz, no bien tomó la carta y miró el sobrescrito, se quedó maravillada. Reconoció la letra de su padre.
La abrió precipitadamente, y miró la firma. Era de su padre también.
Leyó enseguida la fecha y vio que la carta estaba escrita hacía más de quince años.
La carta era lacónica. No contenía más que estas palabras:
«Querida hija: El portador de esta carta será don Gregorio Salinas, escribano de Madrid, persona de toda mi confianza. Da entero crédito a cuanto te diga; óyele y atiéndele; y acepta y recibe sin el menor escrúpulo lo que te ofrezca y entregue».
-Que pase adelante ese caballero -dijo doña Luz.
Juana fue a buscarle, y D. Gregorio entró en la salita en que doña Luz estaba.
Después de los cumplimientos de costumbre, sentados doña Luz y su hasta entonces desconocido huésped en cómodas butacas, habló éste, con reposo y como quien tiene mucho que decir, de la manera siguiente:
-Ya sabe usía que me llamo Gregorio Salinas. Ahora soy escribano y no estoy mal de bienes de fortuna. Hace ventiocho años era yo un pobre estudiante, sin una peseta en el bolsillo; pero, en cambio, ni estaba gordo, ni tenía canas, ni calva, ni arrugas, y las gentes afirmaban, perdone usía la inmodestia con que lo recuerdo, que era yo un bonito muchacho, listo y gracioso. Nada tiene de extraño, por consiguiente, que se enamorase de mí una mujer del sobresaliente mérito de mi Joaquina. Esta Joaquina es mi esposa, para servir a usía. Quiere mucho a usía y le manda conmigo mil respetuosas y cariñosas expresiones.
-Mil gracias -dijo doña Luz, interrumpiendo a don Gregorio-. Deje V. el tratamiento y llámeme de usted, y perdóneme además si le digo con franqueza que aligere su cuento porque me muero de curiosidad.
-Tenga V. calma, señora marquesa; tenga V. calma. Yo le prometo no ser prolijo ni enojoso. Iré al grano. No crea usted que nada de lo que digo es a humo de pajas. Todo se necesita para que V. se entere.
-Vamos, siga V., y le repito que perdone mi interrupción.
-Pues, como iba diciendo -prosiguió D. Gregorio-, mi esposa es ahora una matronaza fresca y guapetona todavía, si bien los años no pasan en balde. Cinco hijos me ha dado como cinco soles. Todos están a las órdenes de V., señora marquesa. En aquel entonces, cuando el noviazgo, era mi Joaquina una moza de lo más selecto que se paseaba por Madrid, y servía de doncella a cierta dama de las más encopetadas, cuya privanza tenía por completo y todos cuyos secretos más íntimos poseía.
-¿Y cómo se llamaba esa dama?
-La Exma. Sra. Condesa de Fajalauza.
Doña Luz, como quien oye un nombre que por vez primera suena en sus oídos, se encogió de hombros y se calló. D. Gregorio siguió hablando:
-Mucho debemos mi esposa y yo a esta señora. Ella nos casó, ella nos protegió, y ella nos dio los medios conducentes para llegar al punto de bienestar y prosperidad a que hemos llegado. Dios se lo pague y se lo aumente de gloria. Bien se lo merece, porque, al fin, si alguna falta cometió, tuvo en este pícaro mundo su purgatorio. La Condesa estaba casada con el señor más terrible que se ha conocido en nuestros días. Todos le temblaban, empezando por su mujer. Había tenido varios lances de los que llaman de honor, y pesaban tres muertes y varias heridas sobre su conciencia. Tenía fama de tan diestro, que se le creía capaz de matar de un pistoletazo un mosquito que pasase volando a cincuenta varas de distancia, y de atravesar de una estocada al propio diablo que se pusiese a reñir con él. Añádase a esto que el Conde era celoso como un turco, y no porque amase mucho a la Condesa, sino por otros motivos. La pobrecita Condesa no le había dado ninguno durante ocho años de matrimonio. Aquella señora era una santa; muy sufrida, muy prudente y muy buena cristiana.
Doña Luz empezó a dar visibles muestras de interesarse en la narración. Don Gregorio siguió diciendo:
-La Condesa aportó al matrimonio cuantiosos bienes. Malas lenguas han dado en propalar que el Conde, al casarse con ella, no tuvo en cuenta sino su negocio. Nada de amor. La condesa se casó casi niña, excitada a ello por su madre, y sin comprender toda la trascendencia de aquel paso. A poco murió su madre, y la huérfana, sin hermanos ni parientes próximos, se vio sola en el mundo, frente a frente de aquel tirano, que más debiera llamarse tal que no esposo y compañero.
No tenía la Condesa razón alguna para amar ni respetar a su marido; pero amaba la limpieza de su fama, y temía a Dios y veneraba los preceptos morales y religiosos. Nada, como he dicho, hubo que censurar en ella en los primeros ocho años de matrimonio. Vivió resignada como una mártir. Ni siquiera tuvo el consuelo y el refugio que tienen otras mujeres, consagrando su corazón al amor maternal. El maldito enlace fue estéril. Los condes de Fajalauza no tuvieron hijos.
Un asunto de grande interés reclamó por aquel tiempo la presencia del Conde en Lima. No convenía confiar a nadie el asunto que allí tenía y que importaba una suma archi-respetable. La condesa se hallaba muy delicada de salud y no podía acompañar a su marido en tan larga navegación. El Conde, después de muchas vacilaciones, resolvió ir solo. Fue, pues, y estuvo en el Perú cerca de año y medio.
Durante la ausencia del Conde no se presentó la Condesa en reuniones ni en teatros; vivió bastante retirada, pero no faltaron galanes y pretendientes que procurasen hacerse amar de ella. La Condesa los desdeñó a todos. Hubo uno, sin embargo, dotado de prendas tan raras y brillantes, tan enamorado o fingiendo con tanto arte que lo estaba, tan discreto, buen mozo y seductor, que acertó a cautivar el alma de la desdichada Condesa. Contribuyó mucho a este resultado, como sucede siempre, la fama de conquistador que ya tenía el galán. Nada puede tanto con las mujeres como el considerar que aquel que las pretende desdeña por su amor el de otras mujeres a la moda, jóvenes, hermosas, ricas y distinguidas.
En suma, y como quiera que ello sea, la Condesa amó al galán, y fue tal su pasión que se dejó vencer a pesar de sus severos principios.
Estas relaciones estuvieron envueltas en el misterio más impenetrable. Sólo mi Joaquina tuvo noticia de ellas. La Condesa era una mujer singular. Arrastrada por la violencia irresistible de su afecto, veía a solas a su amigo, y luego lloraba como la Magdalena, rezaba, abominaba de sí misma como si se creyese el ser más abyecto y vil, y desesperaba hasta de que Dios la perdonase.
En esta refriega espiritual, entre la culpa y el arrepentimiento, estuvo ella hasta que volvió su marido.
El secreto había sido tal, que nadie había dicho ni sospechado lo más mínimo.
El Conde, a pesar de todo, era suspicaz y receloso, y sospechó algo desde el día de su vuelta. Tal vez la agitación de su mujer; la repugnancia en que ella trocó la frialdad con que antes le recibía; algunas palabras, algunos suspiros, algún ¡ay! delator que le oyó en sueños, bastaron a ponerle sobre la pista.
Una noche, mientras dormía la condesa, su marido se apoderó de la llave del escritorio de su mujer y registró detenidamente cuanto en él encerraba. La Condesa había cometido la imprudencia de conservar las primeras cartas que le escribió su amante y el Conde pudo leerlas. Por dicha, estas cartas no probaban la completa complicidad de la Condesa. Hasta podía ella haberlas conservado, no por amor a quien las escribió, sino por vanidad y como testimonio de haber sido tan amada. Las cartas bastaron, no obstante, para que el Conde tuviera escenas espantosas con su mujer. Si las cartas le hubiesen probado su culpa, el Conde la hubiera asesinado. Como las cartas no eran más que un indicio, el Conde se limitó a atormentar a su mujer y a desconfiar de ella y a vigilarla. Con un pretexto plausible se trajo a vivir en su casa a una hermana solterona que tenía, la cual era una furia del infierno. Esta mujer fue desde entonces la espía, la acompañante, la dueña, la negra sombra de la Condesa.
En cuanto al galán, cuyo nombre descubrió el conde por las cartas, también las cartas le costaron caras. El Conde, a fin de que nadie se enterase y procurase inquirir el motivo, buscó al galán y le obligó a reñir con él a la espada, sin ninguno de los trámites y formalidades del duelo. El galán quedó mortalmente herido en su propia casa, y sólo por un milagro de la cirugía pudo salvar la existencia.
-Sabía ese lance de mi padre -dijo doña Luz-, pero ignoraba quien fue su adversario y la causa del lance. Prosiga V., Sr. D. Gregorio.
-Ya que sabe V. que el galán era el señor Marqués, su padre de V., seguiré este relato designándole con su nombre. Si alguna frase se me escapa que pueda lastimar, aunque sea levemente, la memoria del señor Marqués, doy a V. desde luego un millón de excusas.
Doña Luz hizo un gesto y movió la cabeza como si quisiera indicar que las excusas estaban aceptadas de antemano.
D. Gregorio continuó:
-El terror que le inspiraba su marido, la vigilancia del argos con faldas que tenía en su cuñada y su propio arrepentimiento, hicieron que la Condesa no volviese a ver en secreto al Marqués. Este desechó de su alma, con el andar del tiempo, amor tan peligroso y ya imposible o casi imposible de satisfacer, y se distrajo con más fáciles amores.
Todo lazo se hubiera roto, toda relación y comunicación entre el Marqués y la Condesa hubieran dejado de ser para siempre, si el cielo no hubiera dispuesto que quedase un recuerdo vivo del amor y de la culpa de ambos; un ser que los unía y por cuyo destino y porvenir ambos debían velar igualmente.
-Y mi madre -exclamó entonces doña Luz-, ¿no pudo nunca volver a verme desde que volvió de Lima su marido?
-Pudo volver a ver a V. de lejos, pero nunca abrazarla ni besarla ni hablarla. Su pensamiento, sin embargo, estaba siempre con V.
-¡Infeliz madre mía!
-La Condesa sabía de V. por mi Joaquina. Por mi Joaquina se entendía también con el Conde en todo aquello que a V. importaba, único asunto que ya se trataba entre el Marqués y la Condesa.
Usted, señora Marquesa, vivió primero en mi casa, cuidada por mi Joaquina. Nuestra costurera, una tal Antonia Gutiérrez, que había tenido un desliz y cuyo hijo había muerto, fue nodriza de V. Después murió también la costurera, y yo arreglé de modo, con la venia de los parientes de la chica, que V. pasase por su hija, a fin de hacer la legitimación. En todo esto, por conducto de mi Joaquina, intervenía la señora Condesa, que estaba hasta cierto punto contenta al considerar que V. iba a llevar el nombre y el título del Marqués y a heredar sus bienes.
A poco de volver el Conde a Madrid y después del duelo, nos entró a todos mucho terror de que el Conde llegase a entender que existía V. y quién V. era; y el Marqués, no bien se restableció de la herida, la sacó a V. de mi casa con harto dolor nuestro y mayor aún de la Condesa, y puso a V. en casa de una señora de situación algo equívoca. Mientras estuvo V. en aquella casa, la Condesa estuvo muy incómoda. Sólo sosegó cuando a puras súplicas suyas, interpuestas por Joaquina, el Marqués se la llevó a V. a su casa, primero bajo el cuidado de una buena mujer, y más tarde con un aya inglesa, la cual vino porque la condesa se empeñó en que viniese.
El Marqués, entre tanto, lejos de sentar con los años, no hacía el menor caso de aquellos sabios refranes que dicen: -quien quisiere ser mucho tiempo viejo, comiéncelo presto, y el viejo que se cura cien años dura. Lejos de rezar con él estos refranes, más bien podía aplicársele aquel otro, y perdone V. señora Marquesa que se le aplique, pero casi lo pide a voces la narración: mientras más viejo más pellejo. Pretendo significar con esto que el señor Marqués, en vez de enmendarse con la edad, se hizo más cortejante, jugador y amigo de jaleos de toda laya, lo cual mortificaba mucho a la señora Condesa. El amor, por el cual ella había sacrificado tanto, honra, reposo y bienestar, sólo había sido para el Marqués un episodio, una aventura, un lance más o menos agradable o divertido, entre los muchos de su vida. Esto dolía en extremo y atormentaba a la Condesa. Pero había otra consideración que le dolía más, que la tenía llena de sobresalto, y que, agravándose cada día, llegó a ser para la Condesa un tormento continuo.
El Marqués caminaba precipitadamente a su total ruina: estaba empeñado hasta los ojos; la usura consumía ya lo mejor de sus rentas. Era seguro que el Marqués acabaría su vida en la miseria. ¿Qué sería entonces de su hija doña Luz, huérfana, sin amparo y sin recursos?
Lo peor era que la Condesa no podía socorrer a su hija mientras su marido viviese. Antes de que el Conde hubiese tenido el más leve indicio de su culpa, la Condesa había gozado de un asomo de independencia y libertad. Después la Condesa, más que esposa, vino a ser esclava. Un grito, una palabra dura, un gesto amenazador de su marido bastaban a aterrarla.
El Conde, a más de ser celoso, era avaro, y la Condesa no podía disponer de un real sin dar estrecha cuenta de todo, justificando la inversión hasta de la más pequeña suma.
La viveza cruel de su imaginación le representaba del modo más exagerado el infortunio que presentía. Soñaba que su hija estaba en la desnudez, sin hogar, humillada y empleada en los más viles menesteres, y ella nadando en la opulencia y sin poder acudir en su auxilio.
¿Cómo darle algo sin que lo supiese el Conde? Y con saberlo el Conde, sabría su delito y su oprobio, y se presentaría como juez severo e irritado, y con una sola palabra de desprecio la mataría.
La Condesa, atormentada por su conciencia a par que anonadada por el miedo que tenía al Conde, deseaba la muerte para descansar, y sin embargo, ansiaba vivir, y singularmente sobrevivir a su marido.
Mientras él viviese, la Condesa conocía que no tendría valor para hacer nada en favor de su hija. Ni por donación, ni por testamento, en la hora de su muerte, hallaba medio para compartir con la que era su propia sangre o para legarle al menos bienes que eran suyos y no del tirano que la atormentaba.
La Condesa, pues, se sometió a la voluntad del Altísimo y esperó tranquila, y esforzándose por no desearla, la muerte de su marido, antes que la suya llegase. Para el caso de que así sucediera, formó la firme resolución de dejar por testamento a los parientes de su marido, en fincas y alhajas, todo aquello en cuya adquisición y dominio pudiera suponer la conciencia más escrupulosa que el Conde había sido parte; dejar algunas mandas importantes a personas que la hubiesen servido bien, como, por ejemplo, a mi Joaquina; y el remanente de sus bienes, en fondos públicos todos, cuyos títulos estaban y están aún en varios Bancos y casas de comercio, dejárselo por entero a su hija.
El Marqués supo por Joaquina esta resolución de la Condesa; y, cuando acosado por los acreedores, embargado y vendido cuanto poseía a fin de pagar sus deudas, tuvo que retirarse a este lugar, me dejó escrita la carta que he hecho entregar a V. para que me sirviera de introducción. La carta, hasta que ocurriese el caso hipotético que se preveía, había de estar en mi poder sin que nadie lo supiese. Y así ha estado la carta.
Muerto el Marqués, no existían en el mundo sino tres personas sabedoras del propósito de la Condesa de dejar a V. por heredera.
-¿Y quiénes eran esas tres personas? -preguntó doña Luz con el mayor interés.
-La misma Condesa, mi mujer, que es sigilosa hasta lo sumo, y un servidor de V., señora Marquesa.
-¿Y nadie más?
-Nadie más.
-¿Está V. seguro?
-Lo estoy.
Don Gregorio continuó luego su narración en estos términos:
-El cielo quiso que se cumplieran, no diré los deseos, los planes de nuestra bienhechora. El Conde murió hace poco más de mes y medio. Cosa de milagro parece el que la Condesa, tan padecida y acabada como se hallaba, pudiese sobrevivirle. La fuerza de voluntad vale mucho. La Condesa sobrevivió, se diría que expresamente para cumplir su resolución y morir también luego.
-¿Ha muerto mi madre? -exclamó doña Luz con lágrimas en los ojos.
-Ha muerto.
-¡Y sin llamarme a sí, sin verme, sin darme un abrazo!...
-La Condesa lo ansiaba, pero al propio tiempo lo temía. Se avergonzaba de llamar a sí a quien al presentarse como madre tenía que declarar su culpa, y, ella lo decía, su deshonra. Dudaba de que una hija, a quien, fuese por lo que fuese, ni había criado, ni visto, ni acariciado nunca, la pudiese querer. Recelaba hallar frialdad, tibieza al menos, en su hija. No creía en la misteriosa fuerza de la sangre. En ella sí, porque sabía que su Luz vivía, porque la había estado amando durante tantos años; pero en su Luz, a quien se le revelase de repente que tenía madre en Madrid, ¿qué cariño súbito, qué ternura podía esperar? Esto, al menos, pensaba la señora Condesa. Y sobre todo, por lo mismo que amaba a su hija, tenía vergüenza, le causaba sonrojo la idea sólo de presentarse a ella. El qué dirán, el temor de que la gente se enterase, era también rémora de su deseo. Por último, la Condesa, a poco de muerto su esposo, cayó en cama con una grave enfermedad, y apenas tuvo tiempo para tomar sus disposiciones y cumplir lo prometido. Después vivió algunas semanas, pero trastornada, sin pleno conocimiento ni memoria de las cosas y de las personas. Luego murió.
Doña Luz dio muestras de verdadero dolor y de emoción profunda. Don Gregorio permaneció algunos minutos en silencio religioso, y respetando aquel tributo de pena dado por una hija a la memoria de una mujer, a la cual (si bien no la había conocido) debía la vida.
Después dijo D. Gregorio, tomando ya la entonación fría del hombre de negocios:
-Señora Marquesa, yo soy albacea de la difunta y fideicomisario con expreso fideicomiso en favor de usted. Todo está ya en regla, porque yo no me duermo. Todo se va ordenando del modo más a propósito para que se hable, se comente y se murmure lo menos posible. Las mandas están repartidas; mi mujer ha tomado una linda suma: los parientes del Marqués han recibido joyas, dinero y fincas. Queda aún por entregar lo mejor de la herencia. Tengo en mi poder los papeles y documentos que acreditarán a V. como propietaria de los fondos públicos que tenía la Condesa en diferentes casas de banco de París, Londres y Francfort. Todo ello importa no recuerdo cuánto en valor nominal, pero en efectivo asciende a la friolera de diez y siete millones de reales vellón y un piquillo. Cuando la señora Marquesa guste, le haré la entrega y se enterará de todo por menudo.
-Señor D. Gregorio, ya V. sabrá que estoy casada. Aguardaremos a que venga mi marido para aceptar la herencia. Él se entregará de todo como dueño y señor. Dentro de tres o cuatro días vendrá de Madrid. Entre tanto, esta casa es bastante grande para que V. se hospede en ella.
El Sr. D. Gregorio Salinas aceptó la invitación, juzgándose muy honrado, y trasladó a un cuarto, que le prepararon en el caserón de doña Luz, la maleta que había dejado en la detestable posada del lugar.
Doña Luz, en tanto, aunque triste por la muerte de su madre y por la historia melancólica que había oído contar, cedía a la flaca condición humana, y se alegraba de verse tan rica. Y lo que más la complacía era pensar en todos aquellos millones como en un espléndido presente, poco menos que llovido del cielo, que ella iba a hacer a su D. Jaime, cual merecido premio del amor desinteresadísimo con que él le había dado su mano y su nombre.