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Doña Perfecta/X

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Capítulo X

La existencia de la discordia es evidente

Pepe Rey se encontraba turbado y confuso, furioso contra los demás y contra sí mismo, procurando indagar la causa de aquella pugna entablada a pesar suyo entre su pensamiento y el pensamiento de los amigos de su tía. Pensativo y triste, augurando discordias, permaneció breve rato sentado en el banco de la glorieta, con la barba apoyada en el pecho, fruncido el ceño, cruzadas las manos. Se creía solo.

De repente sintió una alegre voz que modulaba entre dientes el estribillo de una canción de zarzuela. Miró y vio a D. Jacinto en el rincón opuesto de la glorieta.

-¡Ah! Sr. de Rey -dijo de improviso el rapaz- no se lastiman impunemente los sentimientos religiosos de la inmensa mayoría de una nación... Si no considere Vd. lo que pasó en la primera revolución francesa...

Cuando Pepe oyó el zumbidillo de aquel insecto, su irritación creció. Sin embargo, no había odio en su alma contra el mozalbete doctor. Este le mortificaba como mortifican las moscas; pero nada más. Rey sintió la molestia que inspiran todos los seres importunos, y como quien ahuyenta un zángano, contestó de este modo:

-¿Qué tiene que ver la revolución francesa con el manto de la Virgen María?

Levantose para marchar hacia la casa; pero no había dado cuatro pasos, cuando oyó de nuevo el zumbar del mosquito que decía:

-Sr. D. José, tengo que hablar a Vd. de un asunto que le interesa mucho, y que puede traerle algún conflicto...

-¿Un asunto? -preguntó el joven retrocediendo-. Veamos qué es eso.

-Usted lo sospechará tal vez -dijo Jacinto, acercándose a Pepe, y sonriendo con expresión parecida a la de los hombres de negocios, cuando se ocupan de alguno muy grave-. Quiero hablar a Vd. del pleito...

-¿Qué pleito?... Amigo mío, yo no tengo pleitos. Vd., como buen abogado, sueña con litigios y ve papel sellado por todas partes.

-¿Pero cómo?... ¿No tiene V. noticia de su pleito? -preguntó con asombro el niño.

-¡De mi pleito!... Cabalmente, yo no tengo pleitos, ni los he tenido nunca.

-Pues si no tiene Vd. noticia, más me alegro de habérselo advertido para que se ponga en guardia... Sí, señor, Vd. pleiteará.

-Y ¿con quién?

-Con el tío Licurgo y otros colindantes del predio llamado los Alamillos.

Pepe Rey se quedó estupefacto.

-Sí, señor -añadió el abogadillo-. Hoy hemos celebrado el Sr. Licurgo y yo una larga conferencia. Como soy tan amigo de esta casa, no he querido dejar de advertírselo a Vd., para que si lo cree conveniente, se apresure a arreglarlo todo.

-Pero yo ¿qué tengo que arreglar? ¿Qué pretende de mí esa canalla?

-Parece que unas aguas que nacen en el predio de Vd. han variado de curso y caen sobre unos tejares del susodicho Licurgo y un molino de otro, ocasionando daños de consideración. Mi cliente... porque se ha empeñado en que le he de sacar de este mal paso... mi cliente, digo, pretende que usted restablezca el antiguo cauce de las aguas, para evitar nuevos desperfectos y que le indemnice de los perjuicios que por indolencia del propietario superior ha sufrido.

-¡Y el propietario superior soy yo!... Si entro en un litigio, ese será el primer fruto que en toda mi vida me han dado los célebres Alamillos, que fueron míos y que ahora, según entiendo, son de todo el mundo, porque lo mismo Licurgo que otros labradores de la comarca me han ido cercenando poco a poco, año tras año, pedazos de terreno, y costará mucho restablecer los linderos de mi propiedad.

-Esa es cuestión aparte.

-Esa no es cuestión aparte. Lo que hay -exclamó el ingeniero, sin poder contener su cólera- es que el verdadero pleito será el que yo entable contra tal gentuza, que se propone sin duda aburrirme y desesperarme para que abandone todo y les deje continuar en posesión de sus latrocinios. Veremos si hay abogados y jueces que apadrinen los torpes manejos de esos aldeanos legistas, que viven pleiteando y son la polilla de la propiedad ajena. Caballerito, doy a Vd. las gracias por haberme advertido los ruines propósitos de esos palurdos más malos que Caco. Con decirle a Vd. que ese mismo tejar y ese mismo molino en que Licurgo apoya sus derechos, son míos...

-Debe hacerse una revisión de los títulos de propiedad y ver si ha podido haber prescripción en esto -dijo Jacintito.

-¡Qué prescripción ni qué...! Esos infames no se reirán de mí. Supongo que la administración de justicia sea honrada y leal en la ciudad de Orbajosa...

-¡Oh, lo que es eso! -exclamó el letradillo con expresión de alabanza-. El juez es persona excelente. Viene aquí todas las noches... Pero es extraño que Vd. no tuviera noticias de las pretensiones del Sr. Licurgo. ¿No le han citado aún para el juicio de conciliación?

-No.

-Será mañana... En fin, yo siento mucho que el apresuramiento del señor Licurgo me haya privado del gusto y de la honra de defenderle a Vd.; pero cómo ha de ser... Licurgo se ha empeñado en que yo he de sacarle de penas. Estudiaré la materia con mayor detenimiento. Estas pícaras servidumbres son el gran escollo de la jurisprudencia.

Pepe entró en el comedor en un estado moral muy lamentable. Vio a doña Perfecta hablando con el Penitenciario, y a Rosarito sola, con los ojos fijos en la puerta. Esperaba sin duda a su primo.

-Ven acá, buena pieza -dijo la señora, sonriendo con muy poca espontaneidad-. Nos has insultado, gran ateo; pero te perdonamos. Ya sé que mi hija y yo somos dos palurdas incapaces de remontarnos a las regiones de las matemáticas donde tú vives; pero en fin... todavía es posible que algún día te pongas de rodillas ante nosotros, rogándonos que te enseñemos la doctrina.

Pepe contestó con frases vagas y fórmulas de cortesía y arrepentimiento.

-Por mi parte -dijo D. Inocencio, poniendo en los ojos expresión de modestia y dulzura-, si en el curso de estas vanas disputas he dicho algo que pueda ofender al Sr. D. José, le ruego que me perdone. Aquí todos somos amigos.

-Gracias. No vale la pena...

-A pesar de todo -indicó doña Perfecta, sonriendo ya con más naturalidad-, yo soy siempre la misma para mi querido sobrino, a pesar de sus ideas extravagantes y anti-religiosas... ¿De qué creerás que pienso ocuparme esta noche? Pues de quitarle de la cabeza al tío Licurgo esas terquedades con que te piensa molestar. Le he mandado venir y en la galería me está esperando. Descuida, que yo lo arreglaré, pues aunque conozco que no le falta razón...

-Gracias, muchas gracias, querida tía -repuso el joven, sintiéndose invadido por la onda de generosidad que tan fácilmente nacía en su alma.

Pepe Rey dirigió la vista hacia donde estaba su prima, con intención de unirse a ella; pero algunas preguntas sagaces del canónigo le retuvieron al lado de doña Perfecta. Rosario estaba triste, oyendo con indiferencia melancólica las palabras del abogadillo, que instalándose junto a ella había comenzado una retahíla de conceptos empalagosos, con importunos chistes sazonada, y fatuidades del peor gusto.

-Lo peor para ti -dijo doña Perfecta a su sobrino cuando le sorprendió observando la desacorde pareja que formaban Rosario y Jacinto-, es que has ofendido a la pobre Rosario. Debes hacer todo lo posible por desenojarla. ¡La pobrecita es tan buena!...

-¡Oh, sí, tan buena! -añadió el canónigo-, que no dudo perdonará a su primo.

-Creo que Rosario me ha perdonado ya -afirmó Rey.

-Y si no, en corazones angelicales no dura mucho el resentimiento -dijo D. Inocencio melifluamente-. Yo tengo algún ascendiente sobre esa niña, y procuraré disipar en su alma generosa toda prevención contra Vd. En cuanto yo le diga dos palabras...

Pepe Rey sintiendo que por su pensamiento pasaba una nube.

-Tal vez no sea preciso -dijo con intención.

-No le hablo ahora -añadió el capitular- porque está embelesada oyendo las tonterías de Jacintillo... ¡Demonches de chicos! Cuando pegan la hebra, hay que dejarles.

De pronto se presentaron en la tertulia el juez de primera instancia, la señora del alcalde y el deán de la catedral. Todos saludaron al ingeniero, demostrando en sus palabras y actitudes que satisfacían, al verle, la más viva curiosidad. El juez era un mozalbete despabilado, de estos que todos los días aparecen en los criaderos de eminencias, aspirando recién empollados a los primeros puestos de la administración y de la política. Dábase no poca importancia, y hablando de sí mismo y de su juvenil toga, parecía manifestar enojo porque no le hubieran hecho de golpe y porrazo presidente del Tribunal Supremo. En aquellas manos inexpertas, en aquel cerebro henchido de viento, en aquella presunción ridícula, había puesto el Estado las funciones más delicadas y más difíciles de la humana justicia. Sus maneras eran de perfecto cortesano, y revelaba escrupuloso esmero en todo lo concerniente a su persona. Tenía la maldita maña de estarse quitando y poniendo a cada instante los lentes de oro, y en su conversación frecuentemente indicaba el empeño de ser trasladado pronto a Madriz, para prestar sus imprescindibles servicios en la secretaría de Gracia y Justicia.

La señora del alcalde era una dama bonachona, sin otra flaqueza que suponerse muy relacionada en la corte. Dirigió a Pepe Rey diversas preguntas sobre modas, citando establecimientos industriales donde le habían hecho una manteleta o una falda en su último viaje, coetáneo de la visita de Muley-Abbas, y también nombró a una docena de duquesas y marquesas, tratándolas con tanta familiaridad como a sus amiguitas de escuela. Dijo también que la condesa de M. (por sus tertulias famosa) era amiga suya y que el 60 estuvo a visitarla, y la condesa la convidó a su palco en el Real, donde vio a Muley-Abbas en traje de moro acompañado de toda su morería. La alcaldesa hablaba por los codos, como suele decirse, y no carecía de chiste.

El señor deán era un viejo de edad avanzada, corpulento y encendido, pletórico, apoplético; un hombre que se salía fuera de sí mismo por no caber en su propio pellejo, según estaba de gordo y morcilludo. Procedía de la exclaustración, no hablaba más que de asuntos religiosos, y desde el principio mostró hacia Pepe Rey el desdén más vivo.

Este se mostraba cada vez más inepto para acomodarse a sociedad tan poco de su gusto. Era su carácter nada maleable, duro y de muy escasa flexibilidad, y rechazaba las perfidias y acomodamientos de lenguaje para simular la concordia cuando no existía. Mantúvose, pues, bastante grave durante el curso de la fastidiosa tertulia, obligado a resistir el ímpetu oratorio de la alcaldesa, que sin ser la Fama tenía el privilegio de fatigar con cien lenguas el oído humano. Si en el breve respiro que esta señora daba a sus oyentes, Pepe Rey quería acercarse a su prima, pegábasele el Penitenciario como el molusco a la roca, y llevándole aparte con ademán misterioso, le proponía un paseo a Mundogrande con el Sr. D. Cayetano o una partida de pesca en las claras aguas del Nahara.

Por fin esto concluyó, porque todo concluye en este mundo. Retirose el señor deán, dejando la casa vacía, y bien pronto no quedó de la señora alcaldesa más que un eco, semejante al zumbido que recuerda en la humana oreja el reciente paso de una tempestad. El juez privó también a la tertulia de su presencia, y por fin D. Inocencio dio a su sobrino la señal de partida.

-Vamos, niño, vámonos que es tarde -le dijo sonriendo-. ¡Cuánto has mareado a la pobre Rosarito!... ¿Verdad, niña? Anda, buena pieza, a casa pronto.

-Es hora de acostarse -dijo doña Perfecta.

-Hora de trabajar -repuso el abogadillo.

-Por más que le digo que despache los negocios de día -añadió el canónigo-, no hace caso.

-¡Son tantos los negocios... tantos!... ¡pero tantos!...

-No, di más bien que esa endiablada obra en que te has metido... Él no lo quiere decir, Sr. don José; pero sepa Vd. que se ha puesto a escribir una obra sobre La influencia de la mujer en la sociedad cristiana y además una Ojeada sobre el movimiento católico en... no sé dónde. ¿Qué entiendes tú de ojeadas ni de influencias?... Estos rapaces del día se atreven a todo. ¡Uf... qué chicos!... Con que vámonos a casa. Buenas noches, señora doña Perfecta... buenas noches, Sr. D. José... Rosarito...

-Yo esperaré al Sr. D. Cayetano -dijo Jacinto- para que me dé el Augusto Nicolás.

-¡Siempre cargando libros... hombre!... A veces entras en casa que pareces un burro. Pues bien, esperemos.

-El Sr. D. Jacinto -dijo Pepe Rey- no escribe a la ligera y se prepara bien para que sus obras sean un tesoro de erudición.

-Pero ese niño va a enfermar de la cabeza, Sr. D. Inocencio -objetó doña Perfecta-. Por Dios, mucho cuidado. Yo le pondría tasa en sus lecturas.

-Ya que esperamos -indicó el doctorcillo con notorio acento de presunción-, me llevaré también el tercer tomo de Concilios. ¿No le parece a Vd., tío?...

-Hombre, sí; no dejes eso de la mano. Pues no faltaba más.

Felizmente llegó pronto el Sr. D. Cayetano (que tertuliaba de ordinario en casa de D. Lorenzo Ruiz) y entregados los libros, marcháronse tío y sobrino.

Pepe Rey leyó en el triste semblante de su prima un deseo muy vivo de hablarle. Acercose a ella, mientras doña Perfecta y D. Cayetano trataban a solas de un negocio doméstico.

-Has ofendido a mamá -le dijo Rosario.

Sus facciones indicaban una especie de temor.

-Es verdad -repuso el joven-. He ofendido a tu mamá: te he ofendido a ti...

-No; a mí no. Ya se me figuraba a mí que el niño Jesús no debe gastar calzones.

-Pero espero que una y otra me perdonarán. Tu mamá me ha manifestado hace poco tanta bondad...

La voz de doña Perfecta vibró de súbito en el ámbito del comedor, con tan discorde acento, que el sobrino se estremeció cual si oyese un grito de alarma. La voz dijo imperiosamente:

-¡Rosario, vete a acostar!

Turbada y llena de congoja, la muchacha dio varias vueltas por la habitación, haciendo como que buscaba alguna cosa. Con todo disimulo pronunció al pasar por junto a su primo, estas vagas palabras:

-Mamá está enojada...

-Pero...

-Está enojada... no te fíes, no te fíes.

Y se marchó. Siguiole después doña Perfecta, a quien aguardaba el tío Licurgo, y durante un rato, las voces de la señora y del aldeano oyéronse confundidas en familiar conferencia. Quedose solo Pepe con D. Cayetano, el cual, tomando una luz, habló de este modo:

-Buenas noches, Pepe. No crea Vd. que voy a dormir, voy a trabajar... Pero ¿por qué está Vd. tan meditabundo? ¿Qué tiene Vd.?... Pues sí, a trabajar. Estoy sacando apuntes para un Discurso-Memoria sobre los Linajes de Orbajosa... He encontrado datos y noticias de grandísimo precio. No hay que darle vueltas. En todas las épocas de nuestra historia, los orbajosenses se han distinguido por su hidalguía, por su nobleza, por su valor, por su entendimiento. Díganlo sino la conquista de Méjico, las guerras del Emperador, las de Felipe contra herejes... ¿Pero está Vd. malo? ¿Qué le pasa a Vd.?... Pues sí, teólogos eminentes, bravos guerreros, conquistadores, santos, obispos, poetas, políticos, toda suerte de hombres esclarecidos florecieron en esta humilde tierra del ajo... No, no hay en la cristiandad pueblo más ilustre que el nuestro. Sus virtudes y sus glorias llenan toda la historia patria y aún sobra algo... Vamos, veo que lo que Vd. tiene es sueño: buenas noches... Pues sí, no cambiaría la gloria de ser hijo de esta noble tierra por todo el oro del mundo. Augusta llamáronla los antiguos, augustísima la llamo yo ahora, porque ahora, como entonces, la hidalguía, la generosidad, el valor, la nobleza son patrimonio de ella... Con que buenas noches, querido Pepe... se me figura que Vd. no está bueno. ¿Le ha hecho daño la cena?... Razón tiene Alonso González de Bustamante en su Floresta amena al decir que los habitantes de Orbajosa bastan por sí solos para dar grandeza y honor a un reino. ¿No lo cree Vd. así?

-¡Oh!, sí, señor, sin duda ninguna -repuso Pepe Rey, dirigiéndose bruscamente a su cuarto.