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Doctor Angelicus/Capítulo II

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Capítulo II

Una tarde de mayo, el doctor don Pánfilo Saviaseca estaba más triste que un saco de tristezas arrimado a una pared.

¡Ea! Se había cansado de estudiar aquella tarde. ¡Estaba tan hermoso el sol, y la tierra, y todo!

Leía a Kant; estaba en aquello de si la percepción del yo es o no conocimiento analítico a priori.

Esto era en el Retiro, en lo más retirado del Retiro, si vale hablar así. Pánfilo estaba sentado en un banco de musgo.

Con que..., ¿en qué quedamos?... ¿Es o no es conocimiento analítico el que tenemos del yo? Así meditaba en el instante en que una galguita, muy mona, vino a posar las extremidades torácicas sobre La crítica de la razón pura.

Era la realidad, la ciencia del porvenir en figura de perro, que se le echaba encima al buen sabio y le llamaba al sentimiento positivo de las cosas.

La galga no estaba sola. Se oyó una voz argentina que gritaba:

-¡Merlina, aquí! Merlina, ¡eh!, Merli... Usted dispense, caballero, estos perros... no saben lo que hacen. Pero, Merlina, ¿qué es esto?..., etcétera, etc., etc.

Y, en fin, que Eufemia, su tía, que tenía muchas ganas de casarla, y hacía bien, y don Pánfilo, hablaron y pensaron juntos.

Resultó que eran vecinos, y como la niña no tenía novio, ni de dónde le viniera, y como don Pánfilo se había convencido de que el yo no puede vivir sin el tú para que llegue a ser aquél, y que más vale ser nosotros que yo solo, hubo boda, no sin que derramase algunas lágrimas la tía, que lo había tramado todo.

Eufemia era una rubia hermosa.

Pero no tenía nada de particular, a no ser su primo, que no tenía nada de general, porque era alférez de Ingenieros, agregado, por supuesto.

Don Pánfilo, una vez dispuesto a ser un fiel y enamoradísimo esposo, se devanaba los sesos, aquellos grandísimos sesos que tenía, para encontrarle algo de particular a Eufemia; pero no dio en la cuenta de que el primo era lo único que tenía Eufemia digno de llamar la atención.

Jamás había pensado en su prima Héctor González, que éste era el alférez; pero desde el momento en que la vio casada, se sintió tan mal ferido de punta de amor, que aprovechó la ocasión para renegar de las tiránicas leyes que no consienten a los primos enamorar a sus primas magüer estén casadas.

Pero, ¿por qué se había casado Eufemia? No, no era Héctor hombre que retrocediese ante los obstáculos de esta índole; había leído demasiados libros malos para que semejante contratiempo le acobardase a él, agregado de un Cuerpo facultativo.

Formó planes, que envidiaría cualquier novelista adúltero de Francia, y se dispuso a comenzar la novela de su vida, que hasta entonces había corrido monótona entre guardias, formaciones y pronunciamientos.