Don Diego Portales. Juicio Histórico: 10
Capítulo: X
En uno de esos días, el menos pensado, llegó a Valparaíso un bergantín peruano, el Flor del Mar, trayendo correspondencia del encargado de negocios de Chile en Lima con la noticia de que el 7 de julio en la noche había zarpado del Callao una expedición contra Chile mandada por el general Freire y compuesta de la fragata Monteagudo y bergantín General Orbegoso, ambos de la escuadra peruana.
El ministro Portales no trepidó, y al instante tomó las medidas necesarias a la seguridad del orden; y como si hubiera dudado de la adhesión del Congreso, no ocurrió a él y se apresuró a expedir una circular declarando en estado de sitio por seis meses las provincias de Chiloé y Valdivia, y por sesenta días la de Santiago y cualquiera otra que fuese invadida por alguna expedición exterior. Al mismo tiempo y en la misma fecha (28 de julio), el gobierno comunicó al Congreso el suceso, acompañando copia de la circular, en prueba de las medidas que había tomado, y asegurando que se miraba como un hecho que la expedición se había formado con la protección del gobierno peruano. Las cámaras contestaron considerando la expedición como un ataque a la independencia nacional, y manifestando su confianza en el celo del gobierno.
Con efecto, los chilenos desterrados en Lima habían emprendido aquella invasión, en parte estimulados por cartas de Chile que les pintaban el descontento de los pueblos por la tiranía del gobierno y la facilidad que había de sublevarlos en masa, y en parte muy principal urgidos por la situación penosa en que se hallaban por las miserias y conflictos de la proscripción.
En esa época el Perú se organizaba bajo la dirección del presidente de Bolivia. Sabido es que estando dominante en todo el norte del Perú la revolución de Salaverri, sublevó Gamarra el Cuzco por su cuenta y con la aprobación del jefe del gobierno de Bolivia, dejando así reducido al presidente constitucional provisorio, general Orbegoso, al solo departamento de Arequipa. Entonces fue cuando el gobierno de Bolivia celebró con el plenipotenciario de Orbegoso aquel singular tratado de la Paz, el 25 de junio de 1835, por el cual adquirió la facultad de invadir el territorio peruano para intervenir en sus contiendas y restablecer el orden alterado, comprometiéndose Orbegoso a abonar los gastos y a convocar una asamblea de los departamentos del sur, con el fin de fijar las bases de una nueva organización.
Santa Cruz penetró en el territorio del Perú con un formidable ejército, destrozó a Gamarra en Yanacocha, y en Socavaya a Salaverri, a quien tomó prisionero y fusiló en Arequipa con ocho jefes más también prisioneros; y después de tanta matanza y de tanto desastre, se puso a la obra de organizar la Confederación Perú-Boliviana. La asamblea prometida por Orbegoso se reunió en Sicuani, e invocando al Ser Supremo, constituyó el Estado Sud-Peruano, compuesto de Arequipa, Ayacucho, Cuzco y Puno, por acta solemne de 17 de marzo de 1836. En julio de aquel año se debatía en la asamblea de Huaura todavía la formación del Estado Nor-Peruano, y la asamblea había nombrado entre tanto presidente provisorio a Orbegoso, que también era Presidente del Estado Sud-Peruano.
Tal era la situación política del Perú, cuando zarpó del Callao la expedición de los proscritos chilenos organizada al abrigo de aquella situación. El gobierno provisorio, que tenía una escuadra de once buques sin ocupación ni acción, y sin fondos para sostenerlos, determinó ponerlos en arriendo: y los chilenos, que vieron la oportunidad de procurarse buques de guerra con tan gran facilidad, se pusieron en movimiento y organizaron su empresa, mediante las relaciones que allí tenían don José Maria Novoa y don Rafael Bilbao.
Pero los chilenos no solicitaron la protección del gobierno peruano, ni éste la ofreció, ni la prestó. A haber sido así, aquel gobierno habría adoptado, como podía, según dice Santa Cruz en su Vindicación, medidas más eficaces y mejor calculadas para el logro de sus fines, y dado auxilios importantes al general Freire para facilitarle el triunfo. Tres cajones de tercerolas, uno de sables y unos cuantos tiros de cañón que los expedicionarios se procuraron con los pocos medios que contaban, no eran elementos bastantes, ni siquiera para empezar una insurrección en Chile; y si el gobierno peruano hubiera tomado parte en la empresa, seguramente no habría permitido por su propio interés que se acometiera con tan insignificantes elementos.
Pero si la historia puede absolver a los chilenos expedicionarios de la falsa acusación de haberse puesto al servicio de un gobierno extranjero contra su propia patria, no puede excusar del todo a los depositarios de la autoridad que regía entonces en Lima, porque, si no prestaron su aquiescencia a la empresa, fueron por lo menos remisos y no cumplieron con el deber de impedir la realización del proyecto de los desterrados, que sin duda conocieron en tiempo.
Novoa arrendó por medio de don José María Quiroga la Monteagudo en 4.400 pesos por un año, con la fianza de don José María Barril, que también era desterrado chileno. Don Vicente Urbistondo arrendó el Orbegoso, por el mismo término en 3.500 pesos con la fianza de un señor Letelier. Ambos arrendamientos se hicieron por las autoridades peruanas con todos los tramites acostumbrados, bajo un inventario prolijo, del cual resultaba que la fragata tenía siete cañones de a doce y cuatro de a diez y ocho en la bodega, y el bergantín seis carronadas con veinticuatro cartuchos.
Los arrendatarios tripularon sus buques en el Callao, pagando a algunos de sus marineros en la capitanía de puerto; y tomando sus papeles para Guayaquil, zarparon con bandera peruana el 7 de julio en la noche, pero sin llevar a bordo al general Freire. Al día siguiente en alta mar se les juntó el general y montó el Orbegoso. El coronel Puga y algunos otros se trasbordaron a la Monteagudo, y dando a conocer a la tripulación el objeto de la expedición, pusieron proas al sur, y marcharon juntos durante seis días. Su plan era tomar la guarnición y los presos de Juan Fernández y con ellos entrar a Valparaíso; o en caso de no poder verificarlo así, dirigirse a Chiloé, donde el general contaba con antiguas simpatías.
Pero en las alturas de Juan Fernández, el 1º de agosto, entre dos y tres de la mañana, la tripulación de 42 hombres de la Monteagudo, que navegaba sola, se sublevó, poniendo presos al coronel Puga y a sus compañeros que eran 11; y levantó una acta de adhesión al gobierno de Chile, aclamando comandante primero y segundo a Rojas y Zapata, que eran los caudillos de la insurrección. Rojas había concebido la idea de este movimiento desde que supo el objeto de la expedición, y aprovechando la oportunidad de haber sido comisionado en alta mar con Zapata y otros para trasbordar del Orbegoso las tercerolas y sables que traían los expedicionarios, se confabuló con ellos fácilmente, persuadiéndolos de que no tenían nada que esperar de una empresa tan arriesgada, mientras que podían recibir pingües recompensas del gobierno de Chile, si le entregaban la fragata. Rojas, que era de una familia aristocrática de Chile, había fugado en su niñez de la casa paterna, y de marinero había recorrido toda la costa del Pacífico. Después de haber sido jornalero mucho tiempo en Guayaquil, se había trasladado al Callao, y hallándose mal en este puerto y con la determinación de volverse a su anterior residencia, se enganchó en la Monteagudo; pero se sintió violentamente contrariado cuando en la navegación supo cual era el verdadero rumbo del buque y el objeto de la empresa. Animoso como era, y sin ninguna simpatía por los expedicionarios, se propuso y logró cruzar sus planes[1].
Entre tanto el gobierno había puesto en acción todos sus recursos para excitar el patriotismo con la idea de que la expedición era un ataque del gobierno peruano a nuestra independencia nacional. Los antiguos infantes de la patria y las milicias de Santiago y Valparaíso, por indicaciones bajadas de lo alto, hicieron pomposos ofrecimientos de sus servicios, y el gobierno les correspondió con decretos laudatorios. La gran mayoría de la nación, no obstante, estaba a la expectativa de los sucesos, haciendo votos en el fondo de su corazón por el buen éxito de la empresa de los liberales, cuyas desgracias los habían hecho altamente simpáticos; pero como el terror inspirado por la política del gobierno había aniquilado el espíritu público e introducido la desconfianza, todos callaban y disimulaban sus esperanzas.
El 6 de agosto por la tarde entraba en la bahía de Valparaíso la fragata Monteagudo escoltada por el Aquiles y las lanchas cañoneras que, habiendo salido a atacar a los buques expedicionarios, tuvieron la fortuna de encontrar la fragata ya rendida por la insurrección de Rojas. El pueblo entero coronaba todas las eminencias y presenciaba en silencio los regocijos y algazara a que se entregaban los amigos del gobierno.
El día anterior había tomado a San Carlos de Chiloé el general Freire con diez y ocho hombres, y se había instalado allí pacíficamente a esperar la fragata; pero en su lugar llegó la goleta Elisa que iba a dar la noticia de la expedición, y cayó en poder de los expedicionarios. Los días pasaban y el general no tomaba medida alguna: apenas se habían encontrado doscientos malos fusiles y trescientos pesos. Urbistondo escribía a Lima sobre la fortuna que habían tenido en la toma de Chiloé, pero lamentaba la escasez de armamento y decía que si lo hubieran traído, habrían podido poner en pié de guerra un ejército de cuatro mil hombres. Al fin el 28 en la noche llegó la suspirada Monteagudo, pero tripulada y armada por tropas del gobierno. Su comandante Díaz fingió una completa docilidad a las indicaciones del práctico que salió a introducirla; pero a las pocas horas ya se había apoderado sin dificultad del Orbegoso, de la Elisa y de las fortalezas. Al día siguiente, la autoridad destituida se reinstaló, y el general Freire con algunos de sus amigos se asilaron en una ballenera, de donde los sacó Díaz y los trajo prisioneros a Valparaíso. Así fracasó en poco más de un mes la mal calculada expedición de los chilenos proscritos, que estimulados por su desesperación y engañados por sus esperanzas y por la fe que tenían en su causa, se habían lanzado sin recursos a una empresa tan arriesgada.
notas:
- ↑ Rojas fue después nuestro cliente, y sus relaciones, así como las del capitán general Freire y otros actores de aquellos sucesos, nos han servido para formar esta relación, en vista de los documentos oficiales de la época.