Don Segundo Sombra/IX

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Goyo tuvo que arrastrarme lo menos unos tres metros, tirándome de los pies, para poder despertarme:

-'ta que sos dormilón... si ya te estaba por hacer la prueba que se le hace al peludo pa sacarlo'e la cueva.

-¿Nos vamos ya?

-Dentro de un rato.

Queriéndome incorporar hice un esfuerzo inútil.

-¿No te podeh'enderezar?

-A gatitas -contesté mientras lograba tomar posición de gente.

-¿Qué te duele? -reía Goyo.

-El porrazo -alegué para no confesar mi fatiga.

-¿Ande, aquí?

-¡Afa! -exclamé retirando rápidamente el brazo que me apretaba Goyo. Pero aquello era en realidad una farsa. Lo que me dolía era el vientre, las ingles, los muslos, las paletas, las pantorrillas.

-¿Estarás pasmao?

-Cuantito me mueva se me va a pasar.

Haciendo un sentido esfuerzo, salí caminando sin dar muestras de mis sufrimientos. Apenas quería aclarar el día nublado.

-¿Tendremos lluvia?

-Sí.

-¿Ande está don Segundo?

-En la tropilla, ensillando.

Guiado por los cencerros caminé hasta ver la gran silueta del paisano, abultada por la noche.

-Güen día, don Segundo.

-Güen día, muchacho. Te estaba esperando pa hablarte.

-Diga, Don.

-¿Vah'a volver a ensillar tu potrillo?

-¿Y de no?

-Güeno. Yo te vi a ayudar pa que no andés sirviendo de divirsión e la gente. Aquí naides nos va a ver y vah'acer lo que yo te mande.

-Cómo no, don Segundo.

De los tientos de su encimera lo vi sacar el lazo. Luego tomó mi bozal, revisó el cabestro que era fuerte y me ordenó que lo siguiera.

En la luz incierta de la madrugada llovedora, se dirigió hacia mi cebrunito haciendo la armada. El petizo medio dormido no tuvo tiempo para escapar. El lazo se ciñó en lo alto del cogote y don Segundo, sin darse siquiera la pena de «echar a verijas», contuvo a su presa.

-Andá arrimando tu recao.

Cuando volví encontré ya a mi potrillo sujeto a un poste, por tres vueltas de cabestro y enriendado.

Con paciencia don Segundo fue colocando bajeras, bastos y cincha. Cuando tiró del correón, el potrillo quiso debatirse pero era ya tarde. Los cojinillos completaron rápidamente la ensillada.

Asombrado miraba yo el dominio de aquel hombre, que trataba a mi petizo como a un cordero guacho.

Mientras apretaba el cinchón y desataba el cebrunito del poste trayéndolo al medio de la playa, don Segundo me aleccionó:

-El hombre no debe ser zonzo. De la gente jineta que vos ves aura, muchos han sido chapetones y han aprendido a juerza de malicia. En cuanto subás charquiá no más sin asco, que yo no vi a andar contando y no le aflojés hasta que no te sintás bien seguro ¿me ah'entendido?

-Ahá.

-Güeno.

El caballo de don Segundo estaba a dos pasos, pronto para apadrinarme. Antes de subir miré en torno, pues a pesar de los consejos del hombre que entre todos merecía mi respeto, me hubiera molestado que otros me pillaran trampeando.

Tranquilizado por mi inspección subí cautelosamente, no sin que me temblaran un poco las piernas. Ni bien estuve sentado, el dolor de las ingles y los muslos se me hizo casi insoportable; pero era mal momento para ceder y me acomodé lo mejor posible.

-No lo movah'a ver si me da tiempo pa subir.

Como si hubiera entendido, el petizo quedó tranquilo hasta que mi padrino estuvo a mi lado.

Don Segundo alzó el rebenque. El petizo levantó la cabeza y echó a correr sin intentar más defensa. Alrededor de la playa dimos una gran vuelta. Poco a poco me fui envalentonando y acodillé al petizo buscando la bellaqueada. Dos o tres corcovos largos respondieron a mi invitación; los resistí sin apelar al recurso indicado.

-Ya está manso -dije.

-No lo busqués -contestó simplemente don Segundo, a quien mi maniobra no había escapado. Y colocándose alternativamente a uno y otro lado, me llevó hasta el lugar en que los demás troperos estaban desayunándose, con unos mates, a orilla del camino.

Nos recibieron con gritos y aplausos.

Hinchado de orgullo como un pavo, rematé mi trabajo tironeando al petizo según las órdenes de mi padrino:

-Aura pa la izquierda... Aura pa la derecha... Aura de firme no más, hasta que recule.

Y me cebaba en cada tirón, haciendo temblequear la jeta de mi víctima, tal como lo había visto hacer a los otros.

-Stá güeno. Te podés desmontar. Agarrate del fiador del bozal y abrítele bien pa cair lejos.

Lleno de confianza me ejecuté.

-¡Mozo liviano! -exclamó Pedro Barrales.

Recién cuando quise desensillar, me di cuenta de que por haberme excedido en los tirones tenía desgarradas las manos, de las cuales la izquierda me sangraba abundantemente.

-Te'as lastimao -dijo Horacio, habiendo visto mi mirada. Dejálo no más a tu redomón que yo le vi a bajar los cueros.

No me hice rogar, porque sentía unos fuertes punzasos que me subían hasta el codo. Me envolví la herida con un pañuelo que Pedro me ayudó a anudar.

-Están resecas las riendas -dije a manera de comentario.

-Dejá eso no más -intervino Goyo- y arrimate a tomar unos tragos del chifle que te loh'as ganao.

Con explicable alegría, recibí aquella oferta, que me resultaba el más rico de los premios.

Media hora después, como se agotaran los elogios y las palmadas y la yerba, volvimos a nuestras impasibles actitudes de troperos. Pero yo llevaba dentro un tesoro de satisfacción, que saboreaba a grandes sorbos con el aire joven de la mañana.

Entretanto, los nubarrones amontonados en el horizonte habían recubierto el cielo y, cuando el arreo en marcha volvía a la angostura del callejón, las primeras gotas sonaron de un modo opaco y precipitado.

Como a pesar de la hora temprana sintiéramos calor, fue más bien un goce aquel tamborineo fresco. Algunos empezaron a acomodar sus ponchos; yo esperé.

Mirando al cielo colegimos que aquello era preludio de algo más serio.

La tierra se había puesto a despedir perfumes intensamente. El pasto y los cardos esperaban con pasión segura. El campo entero escuchaba.

Pronto, un nuevo crepitar de gotas alzó al ras del callejón una sutil polvareda. Parecía que nuestro camino se hubiese iluminado de un tenue resplandor.

Esa vez me acomodé el «calamaco» preparándome a resistir el chubasco.

La lluvia se precipitó interceptándonos el horizonte, los campos y hasta las cosas más cercanas. Los troperos se distribuyeron a lo largo de la novillada para cerrar demás cerca la marcha.

-¡Agua! -gritó Valerio entreverándose a pechadas entre los brutos.

Por mi parte me entretuve en sentir sobre mi cuerpo el cerrado martilleo de las gotas, preguntándome si el poncho me defendería de ellas. Mi chambergo sonaba hueco y pronto de sus bordes empezaron a formarse goteras. Para que estas no me cayeran en el pescuezo, requinté sobre la frente el ala, bajándola de atrás a fin de que el chorrito se escurriese por la espalda.

La primer reacción ante la lluvia, según más tarde pudo argumentar mi experiencia, es reír aunque muchas veces nada bueno traiga consigo la perspectiva de una mojadura. Riendo pues, aguanté aquel primer ataque. Pero tuve muy pronto que dejar de pensar en mí, porque la tropa, disgustada por aquel aguacero que los cegaba de frente, quería darle el anca y se hacía rebelde a la marcha.

Como los demás, tuve que meterme entre ellos distribuyendo sopapos y rebencazos. A cada grito llenábaseme la boca de agua, obligándome esto a escupir sin descanso. Con los movimientos me di cuenta de que mi ponchito era corto, lo cual me proporcionó el primer disgusto.

A la medía hora, tenía las rodillas empapadas y las botas como aljibe.

Empecé a sentir frío, aunque luchara aún ventajosamente con él. El pañuelo que llevaba al cuello ya no hacía de esponja y, tanto por el pecho como por el espinazo, sentí que me corrían dos huellitas de frío.

Así, pronto estuve hecho sopa.

El viento que traíamos de cara arreció, haciendo más duro el castigo, y a pesar de que a su impulso el aire se volviese más despejado, no fue tanto el alivio como para que no deseáramos un próximo fin.

Acobardado miré a mis compañeros, pensando encontrar en ellos un eco de mis tribulaciones. ¿Sufrirían? En sus rostros indiferentes el agua resbalaba como sobre el ñandubay de los postes, y no parecían más heridos que el campo mismo.

El callejón, que había sido una nota clara con relación a los prados, estaba lóbrego. Por delante de la tropa, la huella rebrillaba acerada; atrás todo iba quedando trillado por dos mil patas, cuyas pisadas sonaban en el barrial como masticación de rumiante. Los vasos de mi petizo resbalaban dando mayor molicie a su tranco. Por trechos la tierra dura parecía tan barnizada, que reflejaba el cielo como un arroyo.

Dos horas pasé, así, mirando en torno mío el campo hostil y bruñido.

Las ropas, pegadas al cuerpo, eran como fiebre en período álgido sobre mi pecho, mi vientre, mis muslos. Tiritaba continuamente, sacudido por violentos tirones musculares, y me decía que si fuera mujer lloraría desconsoladamente.

De pronto, una abertura se hizo en el cielo. La lluvia se desmenuzó en un sutil polvillo de agua y, como cediendo a mi angustioso deseo, un rayo de sol cayó sobre el campo, corrió quebrándose en los montes, perdiéndose en las hondonadas, encaramándose en las lomas.

Aquello fue el primer anuncio de mejora que, al cabo de una breve duda, vino a caer en benéfico derroche solar.

Los postes, los alambrados, los cardos, lloraron de alegría. El cielo se hizo inmenso y la luz se calcó fuertemente sobre el llano.

Los novillos parecían haber vestido ropas nuevas, como nuestros caballos, y nosotros mismos habíamos perdido las arrugas, creadas por el calor y la fatiga, para ostentar una piel tirante y lustrada.

El sol pronto creó un vaho de evaporación sobre nuestras ropas. Me saqué el poncho, abrí mi blusa y mi camiseta, me eché en la nuca el chambergo.

La tropa olfateando el campo se hizo más difícil de cuidar. Iniciamos algunas corridas arriesgando la costalada.

Una vida poderosa vibraba en todo y me sentí nuevo, fresco, capaz de sobrellevar todas las penurias que me impusiera la suerte. Entretanto, la vitalidad sobrante quedó agazapada en nuestros cuerpos, pues de ella tendríamos necesidad para sobrellevar los próximos inconvenientes, y sin desparramarnos en inútiles bullangas, volvimos a caer en nuestro ritmo contenido y voluntarioso:

Caminar, caminar, caminar.