Don Segundo Sombra/XVII
Empezó el torneo bárbaro. Como éramos muchos, hacíamos varias cosas a un tiempo. Para un lado, hacía el señuelo, se paleteaban las reses. Para otro se arriaban a cierta distancia, campo afuera, a fin de voltearlas a lazo y curar, descornar, capar o simplemente cuerearlas, después del obligado degüello, si estaban en estado de enfermedad incurable.
En yunta con el mocito rubio, compañero de recogida esa mañana, nos dedicamos al aparte. Las reses eran escasas, pues se elegían toros jóvenes que, después de ser largados en un potrero pastoso y capados, se invernarían. ¿Qué iba a salir de bueno, para el engorde, de esa extraña reunión de patas largas y lomos a lo boga? Él en un gateadito liviano, yo en mi bayo, formábamos una pareja luciente y ligera. Afanados por demostrar las habilidades de nuestros pingos, sacábamos de golpe los animales apretados entre los dos. Era inútil que quisieran buscar el campo o sentarse; iban como dulce de alfajor entre sus tapas de masa y ni siquiera pensaban en zafarse. No nos habían ni averiguado el nombre, que ya estaban con el señuelo.
El rubio resultó medio travieso, de modo que tenía yo que andar alerta para que no me venciera de salida, echándome los animales encima. Pero el bayo antes se quebraría los pichicos empujando, que ceder en el envión. Volviendo del señuelo al tranquito, dejábamos resollar los caballos. De paso teníamos tiempo de ver el trabajo de los otros y gritarles algo, como ellos lo hacían con nosotros.
Cada cual se esforzaba en lucir su crédito, su conocimiento y su audacia, con ese silencio del gaucho, enemigo de ruidos y alardes inútiles. Mi padrino había hecho pareja con el viejito del petizo cebruno. Era de verse su baquía para colocarse y vencer al vacuno, imponiéndole la dirección debida, en un porrazo. Formaban con don Segundo y su alazán, una yunta brava y ya los miraban, de frente o reojo, según carácter, como maestros en el floreo y la eficacia del trabajo.
No hay taba sin culo ni rodeo sin golpeados. Un paisano que me había llamado la atención por su fisonomía taimada, tomó una vaca al cruce y la raboneó. No tuvo tiempo de zafarse; su zaino patas blancas se pialó en los garrones de la vaca y cayó como planazo sobre el costillar izquierdo. Corrimos en su dirección. El paisano no se levantaba. Entre dos, tomándolo de las piernas y los sobacos, lo sacaron a la orilla del rodeo y lo sentaron. El hombre respiraba bien y miraba a su alrededor.
-No es nada -dijo.
Le tantearon el cuerpo, preguntándole si sentía algún dolor. Se tocó la pierna izquierda. Aceptó un frasco de caña que le alcanzaban y tomó un trago como para unos cuantos. Luego sacó la tabaquera y empezó a armar un cigarrillo. Nos volvimos al rodeo.
-¡La pucha! -dije al rubio-, ¡qué golpazo..., si le ha apretao la pierna y lo ha hecho chicotear contra el suelo con todo el cuerpo.
-Yo no sé -comentó mi compañero-. Es como macho'e dos galopes. Cuanto hay una trampa en que ensartarse, allá va él. Si algún día lo conchaban en un campo alambrao, se va a andar pelando la cabeza contra los postes.
Nos reímos.
Como si hubiera sentido la oportunidad que le brindaba nuestra distracción de un momento, el animalaje remolineó en un aumento de instinto chúcaro y formó punta por donde menos resistencia se le ofrecía. Primero se llevaron por delante, atravesándose en chorros dirigidos a distintas partes, pero, muy pronto de acuerdo, se empeñaron para un sólo lado con una decisión y una ligereza incontenibles.
Fue un entrevero brutal. Los toros, enceguecidos, cargaban por derecho, a pura aspa. Los terneros gambeteaban con la cola alzada. Los demás, medio perdidos, arremetían a la buena de Dios. El paisanaje se desgañitaba gritando. Los ponchos se levantaban en lo alto flameando. Sonaban los rebenques contra las caronas. Las atropelladas y los golpes llegaron a su máximo. No faltó quien se hiciera rueda por el suelo, en una confusión de novillo, caballo y hombre.
Un toro barroso se empeñaba con más tesón que ninguno, en porfiar para el lado de los médanos. Le asenté fuertes porrazos pero no cedía. El bayo excitado hacía fuerza en la boca hasta cansarme los brazos. Lo largué por tercera vez contra el toro, que tomó demasiado adelante, pasando de largo. Haciendo peso para atrás con el cuerpo, para sujetarlo, no pude ver el peligro. Cuando volví la mirada, la cabeza aspuda estaba ya encima. Apreté las espuelas. Inútil. El caballo se me caía, golpeado de atrás, y lo di vuelta tan ligero como pude, para que el toro pasara olvidándonos. Así fue, pero Comadreja rengueaba. Lo aparté un trecho y me desmonté. El pobre animal tenía rajado el cuero del anca en un tajo como de dos cuartas. Revisando la herida vi que era honda. Estaba furioso de que ese bicho mañero me hubiera agarrado en un descuido. ¡Quedar de a pie cuando el alboroto y la diversión estaba en lo mejor!
Ya muy lejos, la montonera de hacienda iba alargándose y eran los gritos un eco reducido. Llevando de tiro al bayo, me fui para el lado de las tropillas, que miraban fijo, con todas las orejas apuntadas en dirección de las corridas. ¡Qué silencio! En un montón escaso, quedaba el señuelo con su principio de tropa y los tres hombres que los cuidaban. El rodeo estaba desierto. Sólo el paisano golpeado quedaba tal cual, fumando siempre, pues se le veía de vez en cuando escupir su nubecita de humo. Pensé que el vacaje, volviendo enceguecido, podía pisotearlo. Pero tenía hasta entonces tiempo suficiente para mudar caballo.
Ya en mí, lobuno Orejuela, volví al rodeo, me largué al suelo cerca del lastimado y prendí un cigarrillo en las brasas del fogón agonizante.
-¿Cómo va ese cuerpo?
-Bien no más.
-¿Estará quebrao?
-No creo..., machucadito no más.
-¿No se puede enderezar?
-No señor. No siento la pierna.
-Y... mejor no moverse.
-Pasencia, nos dejaremos estar no más.
Miré allá, y colegí que los paisanos vencerían en la lucha con los animales. Ya los habían doblado por la punta y pronto correrían en nuestra dirección. Subí en el Orejuela y esperé.
El rodeo abandonado tenía un curioso aspecto. En un círculo extenso, alrededor del palo, el piso negreaba, rociado por los orines y la bosta del vacuno, cuyo pisoteo había machucado el todo, convirtiéndolo en resbaloso barrito chirle, que guardaba el retrato de las pezuñas, impreso en miles de moldecitos desparejos.
Para el lado del señuelo, las apartadas habían rastrillado el piso y largos rastros de resbaladas, recordaban posibles golpes.
Quedaban también los cadáveres de siete enfermos cuereados, carnes secas apenas capaces de disimular el hueso, pobres cosas rojizas, lamentablemente estiradas a breve distancia del redondel, sobre las que se asentaban peleando gaviotas y chimangos. Y había sobre nosotros miles de estos pájaros, entreverando sus revuelos como humareda sobre el fuego, largándose de tiempo en tiempo contra las miserables reses, para arrancarles pedazos de carne sufrida, por la que después se atacaban haciendo gambetas y trenzas en el aire.
A todo esto, la animalada se acercaba en tropel mudo. Era una cosa de verse. Cinco mil chúcaros dominados por unos treinta hombres, dispuestos en hilera a sus flancos. Avanzaban. Por los caballos y el modo, reconocíamos a la gente. No había ya porfiados ni eran necesarios grandes ataques. Aquello se venía como un solo e inmenso animal, llevado por su propio impulso en un sentido fijo. Oíamos el trueno sordo de las miles y miles de pisadas, las respiraciones afanosas. La carne misma, parecía surtir un ruido profundo de cansancio y dolor. Ya llegaban.
Recordé al paisano caído y, ni bien los primeros animales pisaron el rodeo, los atropellé para imprimirles un movimiento de rotación. Volvieron a menudear golpes y alaridos, hasta que, al fin dominada, la hacienda optó por girar sobre el redondel de barro pisoteado, como si ya hubiera perdido la razón de ser de su carrera.
Por un lado la ganábamos porque la fatiga los domaba. Por otro la perdíamos pues, muchos toros embravecidos, entorpecerían la libertad de correr, con alguna arremetida.
El rubio traía un pañuelo atado en la cabeza y, acercándome, noté que tenía ensangrentada la cabeza y la blusa sobre el hombro. Me explicó riendo:
-Andamos en la mala, cuñao. A usté le cornean el pingo y a mí viene y se me corta el lazo.
Ver sangre humana alborota la propia. Al fin, casi teníamos derecho de rabiar.
-Más bien no acordarse -comenté.
El rubio comprendió mi sentimiento y me miró con simpatía.
-Ansina es -sonrió.
Como había hecho yunta con él y su caballo estaba cansado, esperé que lo mudara.
El trabajo proseguía más empeñoso y enérgico.
Volvimos con mi compañero a las mismas, sañudamente.
Algunas bestias se empacaban; les poníamos el lazo y, quieras que no, allí iban donde debían ir.
Inesperadamente, nos dijeron que el trabajo había concluido. La tropa no sería más que de unos doscientos animales. ¿Para eso tanta bulla? Pero en esos pagos, que con todo me sorprendían, era mejor no averiguar cosa alguna, ni interesarse por nada.
Ahí quedamos todos un rato, como pan que no se vende.
El rodeo no comprendía su libertad. Los primeros en irse caminaban despacio husmeando alrededor. Así descubrieron las osamentas y se arremolinearon en un ataque de furia y de llantos. La lengua, chorreando baba, se les hamacaba en la jeta, los ojos se les blanqueaban de terror y saltaban bufando en torno a los carcomidos cadáveres de los compañeros. Tuvimos que atropellarlos repetidas veces para que se fueran.
Al paisano caído, se lo llevaron al puesto en un carrito de pértigo. El rubio se apeó junto al fogón, pidió el frasco de caña, con el que mojó el pañuelo que volvió a atarse. Pude ver la herida corta de labios hinchados. El ojo también se le iba poniendo gordo. Después quiso curarlo a mi bayo. Juntos le revisamos la cornada y me dijo:
-Pa llevarlo va a andar mal. Si es de su idea venderlo yo se lo compro, siempre que noh'arreglemoh'en el precio.
Miré para el campo. Ya el rodeo se iba perdiendo en la distancia. Recordé los cangrejales. ¡Abandonarlo al pobrecito Comadreja, así herido, en esas pampas de rechazo!
-Vea cuñao. Pa qué vi'a mentirle. Yo al mancarrón le tengo cariño y... ¡dejarlo en esta tristeza!
El rubio me explicó que no era de allí. Él se llamaba Patrocinio Salvatierra y vivía como a unas ocho leguas de distancia, en una tierra linda y pareja. No tenía yo más que ver su tropilla de gateados. Era cierto y le dije que le contestaría esa noche.
-Si es su voluntá -agregó- también le compro el lobuno.
-Allá veremos.
Me quedé cabizbajo. El día anterior casi había perdido al Comadreja y ahora me veía obligado a venderlo.
-Está de Dios -dije- que no me había de ir con el bayo. Hoy me lo cornean, ayer por poco no deja el cuero en el cangrejal.
-¿Qué andaba haciendo?
-Curiosiando.
-¿Curiosiando? ¡Por bonitos que son!
-Pa'l que nunca ha visto.
Calló un rato para enseguida ofrecerme.
-Si quiere ver toito el cangrejerío rezando a la puesta'el sol, puedo llevarlo aquí cerca. Son cangrejales grandes. Los que usté vido ayer, no alcanzan a ser más que retazos.
Acepté el ofrecimiento y, nos fuimos galopando, rumbo a los médanos, hacia un lado distinto del que a la madrugada habíamos seguido para la recogida.
Ya el campo había vuelto a su calidad de desierto. Del rodeo no quedaba casi recuerdo ni en la llanura, ni en mi memoria. Parecía haber sido una pura imaginación, que negaba el vacío de los pajonales. Vacío que tenía algo de eternidad.
De lejos ya, vimos negrear las largas franjas de barro. Arrimándonos las veíamos agrandarse, y era algo así como si el mundo creciera. Pero, ¡qué mundo! Un mundo muerto, tirado en el propio dolor de su cuero herido.
Por unas isletas de pajonal, Patrocinio me fue conduciendo de modo que también sentí el cangrejal a mis espaldas.
-Aura verá -me dijo.
Se bajó del caballo, a orillas de un cañadón de bordes barrosos y negros, acribillados como a balazos por agujeros de diversos tamaños. De diversos tamaños, también, eran unos cangrejos chatos y patones que se paseaban ladeados, en una actitud compadrona y cómica. Esperó que, cerca, un bicho de esos saliera de la cueva y hábilmente, le partió la cáscara con un golpe del cuchillo. Pataleando todavía, lo tiró a unos pasos sobre el barro. Cien corridas de perfil, rápidas como sombras, convergieron a aquel lugar. Se hizo un remolino de redondelitos negruscos, de pinzas alzadas. Todos, ridículamente, zapateaban un malambo con seis patas, sobre los restos del compañero. ¡Qué restos! Al ratito se fueron separando y ni marca quedaba del sacrificado. En cambio, ellos, sobrexcitados por su principio de banquete, se atacaban unos a otros, esquivaban las arremetidas que llegaban de atrás, se erguían frente a frente con las manos en alto y las tenazas bien abiertas. Como nosotros estábamos quietos, podíamos ver algunos de muy cerca. Muchos estaban mutilados de una manera terrible. Les faltaban pedazos en la orilla de la cáscara, una pata... A uno le había crecido una pinza nueva, ridículamente chica en comparación de la vieja. Lo estaba mirando, cuando lo atropelló otro más grande, sano. Este aferró sus dos manos en el lomo del que pretendía defenderse y, usando de ellas como de una tenaza cuando se arranca, un clavo, quebró un trozo de la armadura. Después se llevó el pedazo al medio de la panza, donde al parecer tendría la boca. Dije a mi compañero:
-Parecen cristianos por lo muy mucho que se quieren.
-Cristianos -apoyó Patrocinio-, ahá... aurita va a ver los rezadores.
A unas cuadras más adelante, nos detuvimos frente a un inmenso barrial chato.
Así fue. El sol se ponía. De cada cueva salía una de esas repugnantes arañas duras, pero más grandes, más redondas que las del cañadón. El suelo se fue cubriendo de ellas. Y caminaban despacio, sin fijarse unas en otras, dadas vuelta todas hacia la bola de fuego que se iba escondiendo. Y se quedaron inmóviles, con las manitas() plegadas sobre el pecho, rojas como si estuvieran teñidas en sangre.
¡Aquello me hacía una profunda impresión! ¿Era cierto que rezaban? ¿Tendrían siempre como una condena, las manitas() ensangrentadas? ¿Qué pedían? Seguramente que algún vacuno o yeguarizo, con jinete, si mal no venía, cayera en aquel barro fofo, minado por ellos.
Levanté la vista y pensé que por leguas y leguas, el mundo estaba cubierto por ese bicherío indigno. Y un chucho me castigó el cuerpo.
Había oscurecido. Nos volvimos despacio, callados. A lo lejos divisamos la pequeña arboleda del puesto. Pero estaba todavía tan lejos, que bien podía ser engaño. Teníamos que cruzar un juncal tendido. Entramos en él. De pronto y, gracias a Dios, vi cerca un bulto oscuro. Digo, gracias a Dios, porque el verlo me salvó de algo peor que lo que había de sucederme. El toro, medio enredado en los juncales, me miraba. Yo también lo miraba a él. ¿Era el barroso que me había corneado el bayo? No concluía de reconocerlo cuando me atropelló. Había arrancado con tanta violencia que apenas logré evitar el bote. Me pareció sin embargo que por segunda vez me tocaba el caballo. ¡Dios me perdone! Me agarró una de esas rabias que le nublan al hombre el entendimiento. Abrí el caballo hasta un claro, entre los juncos, porque no hay que entrar así ofuscado en la lucha.
-Fíjese si me ha corniao -pregunté al rubio.
Patrocinio se puso detrás de mi lobuno.
-Una nadita. A gatas le ha alborotao el pelo. Debe haberlo tocao con el costao del aspa. ¿Qué va a hacer? -Me preguntó viéndome armar el lazo.
-Quebrarlo -contesté.
Aunque fuera temeridad mi intento y él tuviera cierta responsabilidad con el dueño de la hacienda, no me dijo nada. Un hombre en la pampa sabe mirar a otro hombre y comprende lo irreparable de ciertas decisiones.
Por mi parte, la rabia se había asentado en mí, tomando cuerpo de una resolución decidida a ir hasta el fin. Me había propuesto quebrarlo al toro y lo quebraría.
Patrocinio armaba también su lazo. ¡Lindo! En la voluntad de matar que ya estaba en nosotros, nacía el sentimiento de una amistad fuerte. Dos hombres suelen salir de un peligro tuteándose, como una pareja después del abrazo.
Unas cuantas veces invité con el ademán y el grito al toro, para que me atropellara y, como era voluntario, conseguí sacarlo a un abra. Le ladié el caballo, lo dejé tomar distancia y con buena puntería, la suerte ayudando, le cerré la armada en las mismas aspas. Estábamos prendidos uno a otro, imposibilitados para huirnos, como dos paisanos que van a pelear atados pie con pie.
Tenía yo una confianza absoluta en la resistencia de mi lazo. El primer tirón lo hizo sentar al toro sobre los garrones. Aunque era ya oscuro el atardecer, nos veíamos bien. El barroso sintiéndose sujeto se enderezó furioso. También él se afirmaba en su voluntad de matar. Miró para todos lados, a mí, a Patrocinio que se mantenía listo. Parecía más alto y más liviano. Y arrancó contra mí a lo bruto. Era lo que yo quería. Lo esperé, confiado en la agilidad de mi Orejuela. Fue rápido. Llegaba, le quité el pingo y bolié el lazo por sobre la cabeza, para quedar aprestado al cimbrón. Pasó el barroso con tanta furia que Patrocinio, aunque supiera mi intento, no pudo evitar la exclamación:
-¡Cuidao!
Yo tuve tiempo de pensar dentro de mi saña: «Cuanto más te apurés, mejor te vah'a quebrar».
Casi junto con el grito de Patrocinio, oí un ruido como de cachetada. «Tomá», me dije, pero el lazo se había cortado. El lobuno, llamado por el tirón, se me iba de entre las piernas. Quise abrirle; una espuela se me trabó, enredada en el cojinillo. Y nos fuimos, como boleados contra el suelo. ¡Qué golpe! No importaba; yo no quería pensar sino en el toro. Tenía que estar quebrado. Quería que estuviese quebrado. A unos metros lo vi intentando enderezarse. Estaba como pegado por el tren trasero en tierra. Me miraba fijamente.
-Lo ha de haber quebrao del espinazo -decía Patrocinio.
El lobuno se levantó, sin dar señas de estar estropeado. Era manso y podía dejarlo así, rienda abajo. Yo sentía el brazo derecho completamente caído y el hombro me hormigueaba como cangrejal. Comprendí lo que me pasaba. Me había quebrado la eslilla y... tal vez tuviera el brazo sacado. Entretanto Patrocinio le había puesto el lazo al toro. Me acerqué. Pensaba con pesadez en mis caballos golpeados... Tenía que luchar contra un embotamiento progresivo. Patrocinio, que sabía lo que había que hacer, estiró su lazo y la cabeza del toro quedó contra el suelo, quieras que no.
-¡Sos malo! -le dije. Y saqué con la zurda el cuchillo. Creí que me iba a caer. Puse una rodilla en tierra. Sin embargo, tenía que concluir.
-Esta carta te manda el bayo -le dije al toro, y le sumí el cuchillo en la olla hasta la mano. El chorro caliente me bañó el brazo y las verijas. El toro hizo su último esfuerzo por enderezarse. Me caí sobre él. Mi cabeza, como la de un chico, fue a recostarse en su paleta. Y antes de perder totalmente el conocimiento, sentí que los dos quedábamos inmóviles, en un gran silencio de campo, y cielo.