Don Segundo Sombra/XXIV

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Largas cavilaciones me atrajo el hecho brutal que había presenciado. Que un hombre tranquilo y alegre como Antenor, se hubiera visto obligado primero a pelear, después a matar, me resultaba algo en verdad asustador. ¿No se es dueño entonces de nada en la propia persona? ¿Un encuentro inesperado puede presentarse, así, en forma de destino, para desbaratarlo a uno en su propio modo de ser? ¿Somos como creemos, o vamos aceptando los hechos a manera de indicaciones que nos revelan a nosotros mismos?

Revisaba mi vida, la de mi padrino, la de cuanta gente conocía. Sólo don Segundo me daba la impresión de escapar a esa ley fatal, que nos cacheteaba a antojo, haciéndonos bailar al compás de su voluntad. ¿Qué hubiera sido de mí, si en lugar de cortarlo a Numa en la frente, acierto a degollarlo? ¿Y si Paula acepta mis amores? Y allá más lejos, ¿sino paso por una encrucijada de callejones, en mi pueblo, al mismo tiempo que don Segundo?

¡Suerte, suerte. No hay más que mirarte en la cara y aceptarte linda o fea, como se te dé la gana venir!

Por su bien, el resero tiene la vida demasiado cerca para poder perderse en cavilaciones de índole acobardadora. La necesidad de luchar continuamente, no le da tiempo para atardarse en derrotas; o sigue o afloja del todo, cuando ya ni un poco de poder le queda para encarar la vida. Dejarse ablandar por una pasajera amargura, lo expone a tomar el gran trago de todo cimarrón que se acoquina: la muerte. Una medida grande de fe le es necesaria, en cada momento, y tiene que sacarla de adentro, cueste lo que cueste, porque la pampa es un callejón sin salida para el flojo. Ley del fuerte, es quedarse con la suya o irse definitivamente.

¿Por qué, si no por una absoluta confianza, era tan tranquilo mi padrino en las peores emergencias? Sin inmutarse, por darla de antemano toda pérdida, sonreía con razón ante las dificultades.

«Del suelo no voy a pasar», suele decir el domador, respondiendo a las bromas de los que pronostican un golpe, entendiendo con ello que a todo hay un límite y que, al fin y al cabo, el poder está en no asustarse ante él. «De la muerte no voy a pasar», parecía ser el pensamiento de mi padrino, «y la muerte ni me asusta, ni me encuentra arisco».

Cuando todos estaban de ida hacia la muerte, él venía de vuelta. El dolor, según aprecié más de una vez, era como su pan de cada día, y sólo la imposibilidad de mover algún miembro herido o golpeado, le sugería una protesta. «La osamenta», como solía llamar a su cuerpo, no debía «desnegarse» al empleo que se le quisiera dar.

Pero todos esos pensamientos míos, no pasaban de ser más que conjeturas. Verdad era su absoluta indiferencia ante los hechos, a quienes oponía comentarios irónicos.

¡Quién fuera como él! Yo sufría por todo, como un agua sensible al declive, al viento, al sol y a la hojita del sauce llorón que le tajea el lomo. Y también tenía mis mojarras en la cabeza, que a veces coleaban haciéndome sonar la orillita del alma.

Siguiendo el hilo de los hechos, diré que una semana anduvimos sin trabajo. Al cabo de ella, nos conchabaron para peones de un arreo de seiscientos novillos, que un estanciero mandaba a corrales. Según la gente baqueana de aquellos caminos, teníamos para doce días de marcha, poniendo a nuestro favor el buen tiempo y la buena salud de la tropa.

Salimos al atardecer de un día por demás caliente y tormentoso. De ensillar no más sudábamos, y no había cosa en el campo que no esperara uno de esos chaparrones, que primero lo apampan a uno por su violencia, para después dejarlo derechito como un pastizal naciente.

Ya, antes de salir, dos aguaceros nos castigaron de soslayo, muy de paso, dejando la tierra fofa de los callejones, corrales y limpiones, como con sarpullido. Lo grueso de la tormenta nos esperaba sin embargo, agazapada en nubes, hecha montón para el lado del sur. Como podía refrescar fuerte, nos preparamos una actitud de resistencia ante el posible viaje bravo.

Después de cenar, entrada ya la noche, de un momento de calor pesado, salió un viento fuerte. Hacia rato ya, los refusilos grietaban las nubes renegridas del horizonte sur. La hacienda nerviosa, se iba asustando por grados. La mancarronada relinchaba con desasosiego y, nosotros mismos, sentíamos la desazón del tiempo como nuestra. ¡Linda noche para perder animales! Cada relámpago nos mostraba, en tintes lívidos, un campo impasible, en que marchaba alborotada nuestra tropa vigilada de cerca por los reseros. Arriba, algo informe, oscuro, acabaría por caérsenos encima, de un momento a otro. Bajo los golpes de luz, percibíamos en un chicotazo, las cosas demasiado claras y los novillos blancos, como también los rosillos plateados y las manchas de los overos, se nos metían en los ojos. Después, quedábamos perdidos en la noche, con la visión rápida encajada en la memoria como una cicatriz en el cuero. Y andábamos hasta otro relámpago. Al viento siguió calma. En el cielo había grandes charcos y ríos plateados, sobre un fondo de chatos remansos negros. Sin embargo, veíamos avanzar, en toda carrera, largas hilachas de nubes grises, perdidas de rumbo como yeguada cimarrona ante el incendio de un pajal.

El capataz nos mandó no descuidar la hacienda, que remolineaba también perdida en su susto. Un rayo cayó con estampido que, de seco, pareció rajarnos las carnes. Me dije que el viento venía de bajo tierra.

La tropa se partió en puntas, como una tosca que se desmorona en el agua. Recordábamos que teníamos que pasar por el cauce de un zanjón hondo y, previendo un cataclismo de animales cayendo, quebrándose, empantanándose en el fondo aquel, corríamos mal que mal, a impedir que así sucediera. Yo no veía nada. Las puntas del pañuelo me golpeaban la cara, el ala del chambergo se me pegaba en los ojos; el viento me impedía castigar el caballo que, sin embargo, corría porque sí tal vez, habiendo perdido el norte como la hacienda.

Me llevé un bulto por delante. Comprendí que era el caballo de algún charré sorprendido por la ventolina. ¿Hombres, mujeres? ¡Qué Dios les alivie el susto! Seguí mi apuro hasta dar con el mancarrón, de pecho, contra un montón de vacunos.

Caía agua a chorros y mermó el viento. Oí gritar a uno de mis compañeros y me acerqué al grito. Juntos peleamos para impedir que las bestias, precipitándose unas contra otras, siguieran cayendo en la zanja. Mi caballo resbaló con las patas traseras y me fui, me fui como chupado por los infiernos, sin saber adónde. Paró la resbalada sin que, por suerte, el animal se me diera vuelta. Tuve tiempo de ver que mi redomón, al levantarse sobre los garrones, pisoteaba un novillo caído. No había caso de sujetar. El terror lo abalanzaba adelante. Cayó sobre el costillar derecho, apretándome un poco la pierna contra un gran terrón de la barranca. Se afirmaba afanoso en la punta de los vasos. Volvía a veces para atrás, patinando sobre el anca. Se iba de hocico. Se tendía, todo voluntad, hacia arriba, donde al fin llegamos.

A todo esto, la tormenta había pasado como un vuelo de halcón sobre un gallinero.

Pudimos más o menos vernos y juntar, a duras penas, los novillos dispersos. Di parte al capataz de mi encuentro en el fondo del zanjón. Si había pisado un novillo, tenía motivos para presumir que otros se hallaban, allí, caídos de manera tal que no podían salir. Así era; y con excepción de los que quedaban guerreando con la tropa, bajamos todos a lo hondo de la grieta, donde forcejeamos a lazo y hasta a mano, para enderezar a los caídos y cuartear a los embarrancados. En un barro machucado por el pisoteo, los mancarrones pisaban en falso, buscando los desniveles apropiados para apoyar sus vasaduras; y había que saber abrirse a tiempo en la caída y la costalada, en las que, al menor descuido, se deja un hueso, en una quebradura que suena como gajo que se astilla dentro de una bolsa.

Salimos de barro hasta los ojos. Cinco vacunos agonizaban en el fondo oscuro.

Mientras reanudábamos la marcha, se mandó un chasque para el pueblo, a fin de que viera al carnicero y le ofreciera en venta, por lo que quisiera pagar, las reses quebradas. El mismo chasque debía a su vez mandar un hombre al patrón, dándole parte del incidente. Como el pueblo quedaba cerca de la estancia, muy pronto el patrón sabría los detalles.

Obligados por la bravura de la hacienda, alborotada con la tormenta, tuvimos que rondar por cuartos. La noche seguía calurosa y pesada. Nada en bien nos había valido el aguacero bruto, los rayos y los remolinos de viento.

Una madrugada barcina nos permitió seguir la huella, entre vahos de humedad, después que el capataz hubo contado sus animales. En el día, no paramos más que para el almuerzo, la comida y la cena. Acobardados por la infeliz salida, íbamos todos de mal talante y, como los animales porfiaran, siempre rebeldes, les dimos camino hasta hartarlos, a ver si en algo se sosegaban.

Otra vez rondamos.

Aparte de las preocupaciones generales, yo tenía las mías. Llevaba sólo tres caballos mansos: el Moro, el Vinchuca y el Guasquita, restos de mi antigua tropilla, y los dos baguales que recibí como pago de la doma de los bayos. No podía contar por seguro al reservado; en cuanto al otro, le tocaría un aprendizaje al cual no podía preveer si respondería.

Nuestra tercer jornada de arreo nos regaló una buena refrescada. A la mañana, nos tocó cruzar un campo abierto, donde se nos desparramó la tropa.

Traíamos, como mal elemento, unos treinta torunos chúcaros, que a cada dos por tres peleaban, armando un griterío de matones en una fiesta. Un bayo bragado era el peor y ya, unas cuantas veces, se nos había trenzado con un palomo, obligándonos a separarlos a argollazos. El bayo no entendía de obediencia y, una vez caliente, se nos venía de un hilo.

Aprovechando el desparramo de la tropa, los torunos se toparon de firme. Como moscas, nos les prendimos, sin darles cuartel. En una vuelta de mala suerte, un tal Demetrio se pasó de largo al tiempo que el bragado, habiendo conseguido doblarle el cogote a su contrario, ponía todas sus fuerzas en un envión. El palomo se arqueó como víbora, mezquinando el flanco, y el otro, sobrándose, fue a dar contra el caballo de Demetrio. Aunque el toruno no tuviera del lado derecho más que un pedazo de aspa quebrada y gruesa, se la encajó al mancarrón por las verijas, bajándole las tripas. Mientras entre tres lo enlazaban y alejaban al bicho bravo, caímos como caranchos sobre la víctima, que el dueño tuvo que degollar, y yo por las botas, otros por las lonjas, hicimos negocio dejándolo pelado al finadito en un santiamén.

Para la noche, marchamos por unos callejones, pero con tan mala suerte que nos cruzamos con dos tropas, lo que nos obligó a rondar por tercera vez.

Y ya empezamos a cansarnos en serio.

No estaba yo en mis tribulaciones de bisoño. Sabía que si en gran parte se resiste por tener hecho el cuerpo a la fatiga, más se resiste por tener hecha la voluntad a no ceder. Primero el cuerpo sufre, después se asonsa y va, como sin tomar parte, a donde uno lo lleva. Después, las ideas se enturbian; no se sabe si se llegará pronto o no se llegará nunca. Más tarde las ideas, tanto como los hechos, se van mezclando en una irrealidad que desfila burdamente por delante de una atención mediocre. A lo último, no queda capacidad vital sino para atender a lo que uno se propone sin desmayo: seguir siempre. Y se vive nada más que por eso y para eso, porque todo ha desaparecido en el hombre fuera de su propósito inquebrable. Y al fin se vence siempre (al menos así me había sucedido) cuando ya a uno la misma victoria le es indiferente. Y el cuerpo cae en el descanso, porque la voluntad se separa de él.

Seis días más anduvimos, entre fríos y mojaduras, rondando casi todas las noches nuestro arreo, siempre matrero, cruzando barriales y pantanos, juntando cansancio de a camadas y apilándolo en nuestros nervios. Mi reservado me costó un día de lucha, bellaqueando al menor descuido bajo el lazo, en una atropellada, por cualquier motivo. Pero no le bajé ni los cueros ni el rebenque, hasta que lo rindiera el rigor. ¿Se me podía pasmar? Paciencia. No era con él un asunto de cortesías.

Veníamos todos como indios de desarrapados, barrosos y taciturnos. Demetrio, el hombre más grandote y fuerte de los troperos, parecía anonadado por el cansancio. ¿Quién podía jurar que estaba mejor? Por fin alcanzamos un lugar en que el reposo sería seguro. Había un potrerito donde dejar la hacienda, sin peligro de que se fuera, y un galpón donde dormir al abrigo.

Llegamos temprano en la tarde. Echamos los animales al potrero y nos volvimos al tranquito para el lado de las casas. Demetrio iba adelante. Al llegar al palenque, el mancarrón se le espantó a lo bruto. Demetrio cayó como un cuarto de yerba, sin volver a levantarse ni intentar un movimiento. Se había golpeado la cabeza. Una de esas terribles y repentinas quebraduras de nuca. Arrimándonos, vimos que respiraba con tranquilidad. Don Segundo rió:

-Venía cansadazo... se ha dormido sobre del golpe.

Le desensillamos el caballo, le tendimos el recado a la sombra y lo colocamos encima.

Ahí quedó, sin darse cuenta siquiera que el sueño lo había agarrado a traición, en el suelo, donde tal vez a pesar del golpe, sintió que aflojar el cuerpo y no querer más nada es algo maravilloso.

Los demás mateamos un poco. Teníamos por delante la seguridad de una noche tranquila y eso nos volvía alegres y dicharacheros.

Dimos agua a nuestros caballos, los bañamos, arreglamos nuestras prendas de trabajo, injiriendo un lazo aquel a quién se le había cortado, cosiendo éste un maneador, el otro acomodando sus bastos o un bozal. Y esperamos con calma que se nos fuera acercando la noche, poco a poco, como una cosa grande y mansa en la que nos íbamos a ir suavecito, de costillas, como un río que va gozando su carrerita de olvido y comodidad.