Dos liberales o lo que es entenderse. Primer artículo
Entre las personas que me hacen demasiado favor, sin duda, en ocuparse de los articulejos que he solido dar a luz durante mi corta existencia periodística, algunos hay que me dirigen diariamente amistosas reconvenciones sobre lo perezosa que se ha hecho mi pluma de algún tiempo a esta parte. Esto es lo que llamaría yo de buena gana no saber de la misa la media, si no temiese ofender a los que con su aprecio me honran y distinguen. No entraré en aclaraciones acerca del particular, porque acaso no me bastara el querer satisfacerlas; sólo les diré que llamarme perezoso equivale a reconvenir a un cojo de ambas piernas porque no ande. Si esto no basta, ya no sé qué decir: ¡ojalá no sobre! Les podré añadir que, por una rara combinación de circunstancias que mis lectores no entenderán, y que yo entiendo demasiado, nunca escribo yo más artículos que cuando ellos no ven ninguno, de suerte que en vez de decir: «Fígaro no ha escrito este mes», fuera más arrimado a la verdad decir el mes en que no hubiesen visto un solo «Fígaro» al pie de un artículo: «¡Cuánto habrá escrito Fígaro este mes!». Parece la cosa digna de explicación; pero, amigo lector, como de esas cosas suceden que no se explican, y como de esas cosas se explicarían que no se entenderían.
Sentadas estas bases, baste por toda satisfacción saber que tengo un criado montañés que, a fuer de quererme, se toma conmigo raras libertades: lo mismo es ver que he escrito como cosa de un cuarto de hora, que es todo lo más que él me permite, porque blasona de cuidarse mucho de mi bienestar, éntrase en mi cuarto gruñendo entre dientes, como criado viejo; tiende la vista descortésmente sobre mi papel y, mirándole sólo con un ojo a causa de no tener otro: «¡Hola! -dice-, oposicioncita, ¿eh? ¡Basta, señor, basta!», y unas veces derribando el tintero sobre el escrito llénamelo de borrones, y otras, que son las más, asiendo de un apagador, encájalo por montera sobre el candelero y apaga la luz. Yo no sé con quién diablos ha servido el tal montañés; pero él jura que esto me conviene; verdad es que me conoce, y sabe que si no me fuera a la mano estaría escribiendo todavía, porque, como él dice, la materia no es corta, y la intención no es buena. El montañés tiene ascendiente sobre mí, sin que yo lo pueda remediar; por consiguiente no hay echarle de casa: conténtome, pues, con decir, cada vez que me corta el hilo de mis eternos discursos:
- Dios le dé salud,
- Dios le dé salud,
- a aquel montañés
- que apagó la luz.
Cantaba yo por lo bajo este refrán (porque por lo alto no me atrevo a cantar) esta mañana misma, contemplando con las lágrimas en los ojos y a oscuras el estrago que había hecho en mi bufete la última visita de mi montañés, cuando vuelve éste a entrar con el correo en la mano. Es de advertir que yo llamo correo a toda carta que recibo, por la simple razón de que según está en el día el servicio de correos, resulta ser igual enviar una carta por la valija pública o llevarla uno mismo. Entró, pues, con mi correo de Madrid, y entre algunas apuntaciones que me envían mis corresponsales, las cuales así me guardaré yo de publicarlas como se guardará el censor de permitirlas, encuéntrome con dos cartas evidentemente de liberales, puesto que cada uno trae su hoja de servicios al margen: ambos de buena fe, amantes ambos del bien de su país. Y como se reduzcan ellas a darme cuatro consejos que tengo bien merecidos por los muchos desmanes que he cometido en punto a escribir, y por los que pienso seguir cometiendo en cuanto pueda, trasladarelas al curioso lector, si es que ha quedado lector curioso en España después de todo lo que se ha leído en la larga fecha que llevamos de completa libertad intelectual (sea dicho con licencia de Dios y de la conciencia).
Dice el uno:
Señor Fígaro:
Gracias a Dios, impertérrito escritor, que ha dado usted algún descanso a su pluma: no le negaré a usted que sus artículos me han solido hacer reír alguna vez; pero siempre tuve en medio de eso deseos vehementes de dar a usted un consejo. Yo, señor Fígaro, soy liberal desde chiquito, así como hay otros chiquitos desde liberales; anduve en lo del año 12, asunto de grandes controversias; que salvé, pues, la patria de la dependencia francesa no hay para qué decirlo; que vino el Rey, todo el mundo lo sabe: ¡ojalá nadie lo supiera!, y que fui luego a Melilla eso lo sé yo, y basta. Vino el año 20 y vine yo: es decir, que vinimos todos. Cómo se manejó aquello, pues la cosa fue sonada, ya habrá llegado a oídos de usted, porque le tengo por liberal de esta nueva cría. Fue el caso no habernos entendido, que a entendernos otro gallo nos cantara, pero ¿qué quiere usted? La inteligencia no fue el don de que anduvo más pródigo el Ser Supremo; en cambio nos dio memoria de firme, para nuestra desdicha, y voluntad, la cual podemos tener todo lo mala posible. ¡Tal es el hombre! Pero si nosotros no nos entendimos parece que nos entendió Angulema, y aun nos tradujo y nos refundió de tal suerte que quedamos peor parados que comedia antigua en manos de poeta moderno. ¿Y quién tuvo la culpa? La libertad de imprenta. Claro está. Y si no, lo probaré. Las naciones del norte vieron que la chispa eléctrica corría demasiado, suscitaron aquí el partido descontento, y alzáronse las guerrillas. Ya ve usted que esto es claro, ¡la libertad de imprenta!
Dieron dinero y auxilios, y la facción creció. Verdad es que la facción no sabía leer. Pero si no hubiera sido por la libertad de imprenta, la facción no hubiera crecido.
Acaloráronse los ánimos, y de puro no saber leer ni escribir, no nos pusimos de acuerdo. ¡Ya ve usted! La libertad de imprenta.
Entró Angulema, y ¿quién le dio sus bayonetas? La libertad de imprenta.
Hubo desgraciadamente defección, torpeza o mala fe en nuestro ejército, y a Cádiz con la maleta. ¡La libertad de imprenta!
Acabose todo, publicose el gran manifiesto impreso. ¡La libertad de imprenta!, y buenas noches.
Aquí entró la emigración, y de la emigración el escarmiento. Ya ve usted, pues, si unido de esta suerte a esta causa, puedo yo no ser liberal de veras.
Hoy es, y ésta es la primera vez que hemos venido los emigrados, sin venir ningún año particular. Nacimos el año 12, nos fuimos con el 14, volvimos con el 20, y escapamos con el 23. Ahora nos hemos venido sin fecha: como ratones arrojados de la despensa por el gato, hemos ido asomando el hocico poco a poco, los más atrevidos antes, los más desconfiados después, hasta que hemos visto que el campo es nuestro.
No comprendiendo nosotros mismos nuestra venida, a cada paso creemos ver de nuevo al gato.
Ahora bien, nuestro gato es la anarquía, porque el otro que había en la casa se escaldó para siempre. ¿Y le parece a usted justo, señor Fígaro, que yo y otros como yo, que hemos tenido la gloria y la fortuna de escapar de dos fechas en contra y de dos emigraciones, que hemos vuelto, y que, a causa de nuestros antecedentes y de nuestros talentos (perdone usted el galicismo, que me lo traje de Francia), nos hemos encontrado al frente de las cosas con muy buenos destinos, vayamos a incurrir en los mismos tropiezos de antes? No, señor; hemos hecho amende honorable. El andar deprisa los jóvenes, sólo tendrá por resultado atropellarnos a los viejos; por consiguiente, queremos orden. Bien comprendo que querrán andar deprisa aquellos emigrados que no han encontrado destinos, porque andando, ellos los toparán. Lo mismo digo de los liberales que quedaron por aquí, y de los de la nueva cría. Éstos al fin pueden decir: «Hos ego versiculos feci, tulit alter honores». Si no tienen otra cosa todavía, por fuerza han de tener prisa. Pero nosotros, señor Fígaro, los que hemos llegado a mesa puesta...
Nosotros no tenemos más norte que lo pasado, nosotros vemos la anarquía, exista o no, nosotros nos hemos enmendado; volvamos de nuestros errores y evitaremos a toda costa la libertad de imprenta y toda clase de libertad; la república nos acecha, el gorro nos amenaza, la guillotina nos amaga, y nuestro libro consultor es el año 23, y sobre todo el 92.
He dicho todo esto porque, deseando el bien para mi patria, y que evitemos los escollos pasados, creo que debemos ir poco a poco y unirnos cordialmente los que tenemos los destinos y los que no los tienen. Entendámonos por fin de esta manera. Ya ve usted que soy hombre que me pongo en todo; me he puesto en mi destino, y ahora me pongo en la razón.
Por lo tanto, los artículos de usted que tienden a una oposición directa, los artículos de usted, que quieren poner en ridículo nuestra lentitud, sólo pueden dar armas a nuestros enemigos. Aquí no hay más divisa que Isabel II. Y en cuanto a escribir, escribir nuestros mismos defectos para que los corrijamos es disparate, porque no por eso los hemos de corregir: debe alabarse todo lo que hagamos, siquiera para no dar que reír a nuestra costa a los carlistas; y le advierto caritativamente que si persiste en el camino de esa oposición que ha manifestado haremos correr la voz de que todos los que hacen esa oposición nos quieren precipitar de nuevo y quieren reproducir el año 23; hasta diremos que están vendidos a don Carlos, y no faltará quien lo crea, pues aquí para todo hay creyentes, y lo que aquí no se cree, ya es preciso que sea increíble.
Con lo cual queda de usted su afectísimo liberal escarmentado, y con competente destino, etc.
La siguiente carta del otro liberal, para el siguiente número.