Ir al contenido

Dos mujeres: 25

De Wikisource, la biblioteca libre.
Dos mujeres
de Gertrudis Gómez de Avellaneda
Capítulo XXIV

Capítulo XXIV

Cuando dos sentimientos poderosas luchan en el corazón, la victoria obtenida por uno de ellos vigoriza en vez de aniquilar al otro. En el amor sobre todo se observa con frecuencia esta especie de fenómeno. Si nos hallamos colocados entre esta tirana pasión y un deber sagrado, ella vence regularmente, pero todos los sacrificios que obtiene, todos los triunfos de que se adorna, como que debilitan al corazón que se los ha concedido. El deber habrá sido sacrificado, y como toda víctima inocente excitará la piedad a la par que el remordimiento, mientras que su altiva vencedora, oprimiendo al corazón que todo se le ha sometido, acaso acabará por fatigarle. Pero si en el momento mismo en que casi nos arrepentimos de ejecutar a favor de la pasión vencedora un inmenso sacrificio, un obstáculo independiente de nuestra voluntad llega súbitamente a impedirlo, entonces se verifica que en vez de regocijarnos del inesperado auxilio, nos indigna e irrita. El deber que como víctima había adquirido fortaleza, se nos representa ya como verdugo, y el amor que triunfante nos fatiga adquiere con la contrariedad una nueva energía que comunica a la voluntad.

¡Orgullo y pequeñez del corazón! Siempre le hallaréis así: Siempre le hallaréis así: en todos los climas, en todas las jerarquías, con corta diferencia el corazón humano es siempre el mismo. Veréisle sin cesar anhelando cederlo todo a la pasión que le domina y arrepintiéndose a proporción que da. Veréisle indómito a cuanto no sea su pasión para convertirse después en tirano de su propio ídolo. Toda su fuerza está en la contrariedad: dadle el poder de sacrificarlo todo y lo veréis muy pronto cansarse de ese mismo poder.

Si Carlos hubiera realizado su fuga con la condesa, acaso el valor de cuanto por ella sacrificaba hubiérase aumentado en su imaginación, y el arrepentimiento y el pesar vengarían suficientemente a la abandonada Luisa. Pero la repentina mudanza que acababa de verificar aquella mujer que se la aparecía sin ser llamada para volverle a la senda del deber que estaba próximo a abandonar, hizo enmudecer la voz interior que le hablaba todavía en favor de aquel mismo deber; y lo que en ejecución le pareciera un sacrificio doloroso, figurábasele, al verle deshecho, una felicidad destruida.

Hallábase en los brazos de su padre y su esposa, y en vano se esforzaba para corresponder a sus caricias. Un pensamiento, un objeto único le ocupaba: ¡Catalina! Era ella en aquel momento la verdadera víctima a sus ojos.

Al verse restituido, a pesar suyo, a una esposa ultrajada, conmoviole menos la cándida ignorancia de la ofendida que el dolor de la ofensora. Su imaginación le pintaba con vivos colores cuánto debía sufrir su apasionada y celosa amante al saber aquel acontecimiento imprevisto, ¡y el ingrato no pensaba en cuánto debía sufrir también la inocente Luisa si penetraba en aquel instante el culpable corazón de su esposo!

Felizmente no sucedió así. ¡Es tan ciego el amor! ¡Tan fecunda en ilusiones la inocencia! ¡Tan crédula la confianza! El desconcierto de Carlos no parecía a Luisa sino un natural efecto de placer y sorpresa. Era tan feliz en aquel momento que ninguna sospecha dolorosa podía caber en su alma.

Sentada sobre las rodillas de su tío y oprimiendo entre sus manos las manos de su marido mudo y confuso junto a ella, referíale con elocuente sencillez cuánto había padecido, cuánto había llorado. Revelábale, ruborizándose, los secretos de su puro corazón, secretos que pudieran escuchar los mismos ángeles. Ninguna sospecha, ninguna desconfianza se traslucía en las penas más ocultas de aquella alma tierna, ninguna reconvención se escapaba de aquellos labios tan dulces.

Carlos padecía. Sus ojos fijos en Luisa bajábanse con frecuencia preñados de lágrimas, pero su corazón, su culpable corazón ahogaba rápidamente los impulsos de un momentáneo arrepentimiento.

Y, sin embargo, al verla, al oírla, al recordar cuánto la había amado y al sentir cuánto era amado todavía parecíale en algunos instantes que había sido víctima de algún penoso sueño, y que todo lo acaecido en aquellos seis meses últimos no era más que una ilusión de su fantasía.

Abismado en confusos pensamientos permanecía junto a Luisa sin saber qué resolución tomar en aquella crisis de su destino, cuando un coche se detuvo ante la puerta y poco después se presentó Elvira. Su parentesco con los recién llegados, y la visita que éstos le habían hecho apenas dejaron la diligencia, la obligaban a corresponder con todo el empeño y atención posibles, pero advertíase a primera vista que cedía con cierta repugnancia a la imperiosa ley de las conveniencias sociales.

Carlos, al verla, sintiose tan turbado como si viese a la misma Catalina y Elvira le lanzó una mirada tan celosa como hubiera sido la de aquélla.

Enseguida, y mientras sostenía distraída una conversación lacónica e insignificante con don Francisco, en el cual no manifestó ni una sola vez su genial locuacidad, miraba frecuentemente a Luisa, y admirada y conmovida de su perfecta hermosura, volvía los ojos hacia Carlos con una expresión colérica y como si quisiese decirle: «Ud. Es indigno igualmente de su esposa y de mi amiga».

Carlos no pudo soportar largo tiempo la violenta posición en que se hallaba. Despidiose con un pretexto frívolo, y en vano la mirada de su mujer expresó una tímida queja. Salió precipitadamente de aquella casa cuya atmósfera le ahogaba. Tenía el aspecto de un loco, y nadie al verle hubiera podido desconocer que un terrible combate tenía lugar en su alma.

Apenas hubo vuelto a su casa despachó un correo a la condesa con una carta que sólo contenía estas incohesas palabras:

«Mi esposa ha llegado, mi padre también. El rayo ha caído sobre mi cabeza. Estoy loco. Tranquilízate, Catalina: Yo te amo más que nunca... ¡Desventurado! ¡Más que nunca! No sé qué debo hacer, es terrible, es atroz la alternativa. Pero, ¿no te he jurado, al aceptar tus sacrificios, hacer por ti todos los que me exijas? Otro juramento había prestado antes, tú lo sabes, ¿será mi suerte el eterno perjurio? Y, sin embargo, soy más infeliz que culpable. Espero tus órdenes. Puedo morir por obedecerte y sería un bien para mí, para ti y para ella».

Despachada esta carta se sintió más agitado. ¿Qué resolución tomaría la condesa?, ¿pediríale nuevamente el abandono de su esposa, de su inocente esposa que venía huérfana y triste a apoyarse en su corazón? Esta idea le hacía estremecer; y, sin embargo, cuando pensaba en la posibilidad de que Catalina desistiese de su proyecto y acaso renunciase a su amor, experimentaba impulsos de ira y desesperación tan violentos que casi le hacían aborrecer la causa inocente de su desventura.

El día pasó sin que se hallase con valor para volver junto a su esposa. Tan prolongada ausencia comenzó a sorprender a don Francisco y a inquietar y a afligir a Luisa:

-¿Qué hace tu marido? -repetía el anciano caballero con notable disgusto.

Luisa no contestaba nada, pero su propio corazón la decía como su tío: «¿Qué hace tu marido?».

El sol llegaba a su ocaso y no parecía Carlos. Don Francisco no pudo sufrir más y salió en su busca: Luisa al verse sola se deshizo en un mar de lágrimas. Sin embargo, nada sospechaba todavía. Su corazón oprimido por vagos e indeterminados temores no dejó escapar ni un solo impulso de desconfianza, y concibió todas las desgracias, excepto aquélla de que era realmente víctima.

Cuando don Francisco llegó a la casa en que habitaba su hijo, acababa éste de salir de ella y corría desatinado a ver a Luisa. Su correo había llegado dos minutos antes con estas líneas de la mano de la condesa:

«Te comprendo: el sacrificio que me ofreciste es para ti la muerte. No le acepto. Puedo cederte, jamás divertirte: ¡Te cedo! Todo concluye para mí. Sé dichoso».

La desesperación de Carlos no conoció límites. Habríase precipitado por el balcón si una rápida e instantánea reflexión no le hubiera contenido. Su muerte voluntaria acaso perdería a la condesa en la opinión del mundo: sobre ella recaería la odiosidad pública, y sobre ella las acusaciones de su familia.

Carlos, en su extremo delirio, concibió el pensamiento de confiar a Luisa todos sus secretos, de implorar de rodillas su perdón, no, sino el consentimiento para ser más culpable todavía.

El bárbaro no se acobardaba a la idea de arrancar a aquella alma tierna el voluntario sacrificio de toda su ventura.

Voló, pues, a la casa de Luisa, y subió precipitado y con aire decidido la escalera que conducía a su habitación. Hallola triste y sola, lánguidamente echada en un sofá. Habíase cansado de esperarle y la aflicción y el desaliento se pintaban en su hermoso rostro. Mas al presentarse Carlos incorporose con viveza, brillando en sus ojos un rayo de felicidad y le tendió sus brazos.

-¡Carlos!

Fue todo lo que pudo pronunciar, pero el sonido de su voz, su acento, su mirada, trastornaron en un momento el corazón del culpable y vacilaron sus resoluciones.

La expresión violenta, pero enérgica, que animaba su semblante, fue cubierta por una repentina nube de tristeza, y pálido y temblando dejose caer a los pies de su esposa, que se arrojó a su cuello con mortal sobresalto.

-Carlos, esposo mío, ¿qué tienes? -repetía con angustiado acento.

Y atrayéndole a su pecho sintió correr sus lágrimas.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó temblando-. ¡Tú padeces! ¡Tú me ocultas algún secreto terrible! ¡Carlos! ¡Carlos! ¡Habla, por compasión!

Él se apartó de sus brazos con un movimiento convulsivo, y comenzó a pasearse maquinalmente por la sala con extrema agitación. Luisa le seguía toda trémula juntando sus blancas manos en ademán de súplica.

Detúvose de repente Carlos y, asiéndola del brazo con una especie de furor:

-Nada me preguntes -la dijo-. ¡Nada! Por Dios y por las cenizas de tu madre te lo suplico. Soy muy infeliz: ¡Eso es todo!

-¡Eres infeliz! -exclamó ella aterrada, y cayó en los pies como herida de un rayo.

Carlos la llevó en sus brazos al lecho, profundamente conmovido, y reanimada por sus caricias fijó Luisa sus ojos en él con inefable y tristísima ternura.

-¿Has dicho que eres infeliz, Carlos? -le dijo-. ¿No he oído mal?, ¿es cierto que eres infeliz? ¡Hoy! ¡El día de nuestra reunión!

Y pasando rápidamente por su pensamiento el recuerdo de la voluntaria permanencia de su marido en la corte, y las palabras que se habían escapado de sus labios en el primer momento de sorpresa que experimentara al verla, añadió con profundo terror:

-¡Carlos!, ¿no me amas ya?

-¡Siempre! -la dijo él-. Siempre serás mi hermana y la amiga de mi corazón. Siempre te amaré con toda la ternura de mi alma. Pero, ¿puedo hacerte feliz?, ¿puedo serlo yo mismo?... Tan imposible es ya como el devolverte tu libertad perdida. Los hombres nos han encadenado con vínculos eternos, y tú, pobre ángel, serás víctima como yo de sus tiránicas y absurdas instituciones.

Tales reflexiones jamás pudieron ocurrírsele a Luisa, pero, ¡ah!, aquellas insensatas palabras habían dado una luz funesta a su ciega inocencia. No tuvo palabras, no tuvo un gesto siquiera para expresar lo que en aquel momento sentía, lo que en aquel momento adivinaba. Doblose bajo la mano de hielo de su primer desengaño, como un arbusto humilde bajo las alas del cierzo.

Don Francisco volvió a las nueve de la noche cansado de buscar inútilmente a su hijo, y hallole junto a la cama de Luisa. La desventurada se encontraba rendida por una fiebre violenta, pero don Francisco no pudo sospechar la culpabilidad de Carlos. Sus cuidados por la enferma eran tan tiernos, tan viva su inquietud y tan verdadera, que el anciano caballero le perdonó su extraña conducta durante el día, y atribuyendo la indisposición de Luisa a las fatigas del viaje, retirose a su alcoba, muy convencido de que los dos esposos se amaban con la misma pasión que el día en que presenció sus juramentos en la catedral de Sevilla.