Dos redenciones
El Hijo de Dios se hizo hombre para redimir con su sangre a la Humanidad entera.
La Iglesia católica, envuelta en negros crespones y entre los cánticos fúnebres de sus sacerdotes, conmemora hoy el término de aquel sublime sacrificio.
El que de un soplo pudo destruir el Universo, no tuvo reparo en sufrir la muerte afrentosa de la Cruz, entre dos ladrones, por amor al hombre.
El que lo era Todo no se desdeñó de encarnarse en la miserable naturaleza humana para sufrir todos los dolores inherentes a ella, por amor a ella misma.
Diecinueve siglos han pasado desde entonces, y todavía hay corazones que sienten, agradecidos, la magnitud de tanta abnegación.
Los redentores de septiembre no pueden explicársela.
Verdad es que sus sacrificios no tienen punto de comparación con el del Calvario.
El Hijo de Dios se condolía del destino de tantas almas manchadas con el pecado de Adán.
Los emigrados de Canarias y París tenían resuelto este problema mucho antes de su advenimiento, por lo cual se habían echado el alma a la espalda, como cosa inútil, a fuer de librepensadores; y se prometieron redimir de la esclavitud material a la madre patria, que aún tenía la debilidad de creer en los beneficios de la muerte del filósofo de Judea.
Por eso, ni a Jesucristo le bastó, por recompensa de su martirio, el ver que ya era posible la salvación eterna de los mortales; los redentores de hogaño no podían conformarse con la admiración de Europa ni con un grado más en la milicia o un pingüe sueldo en la Administración; necesitaban darse humos de soberanos, y, al efecto, se tomaron motu proprio, las riendas de la suprema autoridad.
Y una vez ejerciéndola, como un sabio de la revolución descubrió que esas dos redenciones eran incompatibles, los libertadores septembrinos se fueron con el sabio y no dudaron en posponer la Cruz del Calvario a la bandera de Alcolea.
El sentimiento de la gratitud había levantado templos al Redentor crucificado.
Romero Ortiz, el redentor ejecutivo, los derriba uno a uno.
La gratitud congregó también a los hombres para rendir, en perpetua oración al Dios de las Misericordias, un tributo a la sangre vertida en el santo madero.
El libertador de septiembre los dispersa en el cumplimiento del deseo de los que niegan la divinidad de Jesús y aclaman la religión de los que le crucificaron.
Al grito de España católica responden los esbirros de la redención septembrina con solfa de garrotazos y contrapunto de grilletes y mordazas.
Y no podía conducirse de otro modo un Poder que proclama la más amplia libertad de pensar.
Por eso, cuando las turbas gritan: «¡Abajo los traidores y los curas! ¡Viva la República!», el Gobierno, aludido en las primeras palabras, humilla la cabeza ante la majestad del pueblo y le pide, como una gran merced, que le respete, en gracia de su buena intención, la vida ministerial.
«Amaos los unos a los otros», dijo el Justo, como base de su doctrina perdurable.
Y los redentores de España la acatan, imponiéndose a tiros a la voluntad de sus hermanos.
«Mi reino no es de este mundo», decía también el que lo redimía todo con su sangre inocente.
Los redentores de ahora, los justos de septiembre, y los hombres que aceptaron su bandera, salvadora, se destrozan entre sí por ejercer el mando sobre un palmo de terreno; o a título de una libertad fantástica que se quita, o de un ilusorio derecho que no se da, los pueblos se inundan en sangre fratricida, y el hogar se viste de luto, y el corazón se ahoga en lágrimas.
Y España, aterrada, levanta entonces sus ojos al Cielo, y los hombres que la han regenerado conjuran el horrible conflicto abriendo nuevas cátedras a la predicación de todas las blasfemias y empeñándose más y más en arrancar de los corazones católicos la fe, que se presenta por los filósofos de la revolución como la única demora que impide a la Patria llegar a su regeneración, o, lo que es igual, coronarse dignamente la empresa redentora de los mártires septembrinos.
Consummatum est!, exclamó Jesús con el último suspiro de la agonía.
Lo mismo dirán algún día los hombres de septiembre, pues que en la senda están ya de su calvario.
Pero Jesucristo lo decía cuando quedaba perfectamente realizado el objeto de su martirio, cuando la Humanidad rompía los hierros de su esclavitud y el mundo se veía inundado de una nueva luz que le mostraba el verdadero destino del hombre.
Cuando los héroes de la revolución española lo digan, ¡ay de ellos, ay de nosotros!
Señal será evidente de que la santa revolución ha respondido a los móviles de que procede, de que la tempestad que ruge es digna de los vientos que la engendraron, de que en España no queda piedra sobre piedra, de que la hora es llegada, en fin, de repartirse esos escombros entre los más atrevidos o los más fuertes.
Tras de la carnicería, los buitres.
Tras el desenfreno de las libertades, las hordas de Atila.
Es infalible.
Entonces, y sólo entonces, lucirá en toda su claridad, como lució sobre las ruinas del Imperio romano, la antorcha de la fe cristiana, que en vano trata de apagar la flaca razón del moderno sensualismo, deslumbrada ante sus purísimos resplandores, luz inextinguible y perenne, ante la cual volverán los pueblos a constituirse y los hombres a buscar la verdad que hoy no encuentran, porque les ciega el vértigo de las pasiones que hoy engendra la falsa sabiduría.
(De El Tío Cayetano, núm. 20.)
25 de marzo de 1869.