Dos rosas y dos rosales: 07

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Dos rosas y dos rosales de José Zorrilla
Historia de la primera Rosa: capítulo II, IV

IV.[editar]

Con el son de las auras rumorosa,
Con el oreo de su aliento fresca,
Con la luna en su lleno iluminada,
Con el primer olor de las violetas
Tempranas perfumada, majestuosa
Con la sublimidad que da á las selvas
El solemne silencio que produce
Del hombre inquieto y de su voz la ausencia,
Límpida, nacarada, transparente,
Era una noche azul de primavera,
De esas que rivalizan con el dia,
Menos fúlgidas que él, pero mas bellas.
Era una de esas noches deliciosas,
De paz, de amor y de misterio llenas,
Que echan sobre la hermosa Andalucía,
No el lóbrego capuz de las tinieblas,
Sino la gasa azul del aire diáfano
Que sobre sus provincias se desplega,
Cual sobre su dormida favorita
Del Berberisco Amir la blanca tienda.
De la nocturna calma bajo el peso,
Y á la templada claridad serena
Que el estrellado firmamento radia,
Muda reposa la dormida tierra.
El húmedo rocío que en los árboles,
Las flores y los céspedes comienza
A congelar sus gotas cristalinas
Que caprichoso de las hojas cuelga,
Se complace en tocar del bosque espeso
La verde y enramada cabellera,
Como la de una Etíope sultana
Con hilos mil de luminosas perlas.
¡Cuan solemne la calma de la noche
Es en la soledad de la floresta!
¡Cuan gratos los rumores y las sombras
Que sus espacios silenciosos pueblan!
Los bosques son los templos en que culto
Dá á su Hacedor la gran naturaleza:
Y entre los mil pilares de sus troncos,
Bajo su verde bóveda que ondea,
A la serena luz que el rico velo
De su ojarasca rumorosa templa,
Brotan los piadosos pensamientos,
Y los recuerdos mil de la creencia.
¡Cuan graciosas del diáfano vacío
Parecen á nuestra alma las quimeras,
Y con cuánto placer en la memoria
Nuestra imaginación las aposenta!
¡Cuan agradables son las sensaciones
Del viagero que cruza la arboleda
Del fresco valle que al lugar conduce
Donde un dia pasó de su existencia,
Donde dejó escondido algún recuerdo,
Tesoro que con gusto á hallar volviera,
Rastro del paso de su sér… porque algo
Del hombre siempre por do pasa queda.
Algo que hallar ansia cuando vuelve.
Algo que siempre que lo busca encuentra
Con amargura… ¡flores de la vida
Que brotan con un sol y otro las seca!
Tal es empero el hombre: siempre aguarda
Flores hallar en donde espinas siembra:
Siempre va tras la dicha, y atrás siempre
Mira creyendo que tras sí la deja.
Por eso los recuerdos de su alma,
Amargos ó sabrosos, le atormentan
Siempre, y su corazón presentimientos
Lúgubres ó siniestros alimenta.
En la silvestre soledad por eso
Nos asaltan el alma las quiméricas
Imágenes del miedo, aunque valiente
Nuestra razón las atropelle y venza.
Los seres mil fantásticos que bullen
En sus vacíos ámbitos impregnan
De miedos vagos su región, hiriendo
Nuestra imaginación, la cual les presta
Forma distinta y diferente causa
De las que les revisten y les crean,
Hasta tornar en monstruos colosales
Del campesino polvo las moléculas.
Los ruidos mil que forman el silencio,
Que no interrumpen su quietud ni alteran
Su soledad, mas que el vacío mudo
De su quietud y su silencio llenan,
Se vienen á estrellar en los oidos
Del que, solo, los bosques atraviesa,
Y el són imperceptible de sus átomos
Estruendoso en su tímpano resuena.
¡Cuan naturales causas sin embargo
Producen estas locas apariencias,
Y con cuanto placer las descubrimos
Después de haber tenido pavor de ellas!
Allí susurra la ondulante rama
Do columpia su nido la oropéndola,
Y su movible sombra nos parece
De un espectro fugaz el ala negra.
Allá una triste tórtola suspira
A quien un hoja que se cae despierta,
Y su perdido arrullo nos parece
De un alma errante la angustiosa queja.
Allá al murmullo de escondido arroyo
Que su cristal en las raices quiebra,
El paso de los gnomos desvelados
Nos parece sentir bajo la tierra.
Allá el sordo y monótono ruido
De un gusano que roe la corteza
De un caduco abedul, creer nos hace
Que algún gigante los peñascos sierra,
Allí el ahogado y postrimer chirrido
De un topo á quien sofoca una culebra,
El silbido de alarma nos parece
De oculto salteador que nos acecha.
Allá en el són de la contínua lágrima
Con que el oculto manantial gotea,
De la invisible máquina del mundo
Sentir creemos trabajar las ruedas.
Sueños, delirios, aprehensiones hijas
De la imaginación y la conciencia,
Cuyas causas, que ocultas nos espantan,
Después de comprendidas nos deleitan.
Atravesad un bosque por la noche,
Y en la enramada soledad desierta
Saboreareis la dulce poesía
De que colmó el Señor las arboledas.
Mas ¡ay! vienen momentos en que el hombre
De su placer ó de su angustia presa,
Cruza la augusta soledad del bosque,
Su soledad sin percibir siquiera.
Así á través del valle innominado
Donde pasa la acción de esta leyenda,
Un embozado cabizbajo sigue
De la mansión de Rosa la vereda.
Sobre él susurran las movibles hojas,
Bajo sus pies el manantial gotea,
Silba en su torno el pájaro, el gusano
Roe el almés, se arrastra la culebra,
Suenan, en fin, y vagan los rumores
Y sombras de los bosques, sin que puedan
Despertar su atención que adormecida
En su abstraído pensamiento lleva.
Sus ojos no se apartan de un objeto,
Sus piés no se desvian de su senda,
Rápido y recto vá… sobre su línea
La aislada casa del doctor blanquea.
Brilla una luz en el balcón de Rosa,
E, irresistible imán, su llama trémula
Al embozado al parecer atrae,
Pues sus ojos tenaz no quita de ella.
Por el fulgor de su fanal guiado
A la casita sin dudar se acerca,
Abandona la sombra de los olmos
Y en el cercado de sus tápias entra.
Llega al pié del balcón iluminado,
Escucha, aguarda… nadie; hace una seña
Convenida tal vez, y permanece
Inmóbil largo tiempo, la presencia
De alguno de la suya prevenido
Acechando; mas… . nadie. ¿No le esperan?
¿Habrá rendido el sueño á quien debía
Estar atento á su señal?—A hacerla
Vuelve… el mismo silencio; la luz arde
Detrás de las cortinas, pero reinan
Dentro del aposento que ilumina
Hondo silencio, soledad completa.
Dá un paso mas hácia el balcón, escucha…
¡Nada! silencio y soledad: reitera
Osado la señal… inútilmente:
Aguarda, escucha… nadie; se impacienta.
Vuelve á apartarse y á mirar: devora
Con sus miradas lo que ver le deja
El abierto balcón… brillando sigue
En el cuarto la luz, mas cual si fuera
Lámpara de un panteón que de la vida
Sirve no mas para mostrar la ausencia.
Espera aún unos momentos… ¡nadie!
El gusano voraz de la sospecha
Roe su corazón, á su cerebro
Se agolpan mil imágenes siniestras;
Torna á mirar, torna á escuchar, mas siempre
En vano… ¡aquella luz le desespera!
¿Qué es lo que alumbra aquella luz? ¿qué aguarda
De aquel balcón la cavidad abierta?
Aquella soledad, aquel silencio
Que oponen á su afán una barrera
De misterio, que atajan, que aniquilan
Sus planes y esperanzas, que envenenan
Su corazón con el vapor mortífero
De la afanosa incertidumbre es fuerza
Profundizar al fin; él necesita
Saber al menos de quien busca nuevas,
Al menos ver lo que la luz alumbra,
Lo que se opone á lo que hallar desea.
El balcón está bajo: entre él y el suelo
Hay un respiradero cuya reja
Puede dar á su pié seguro apoyo;
Calcula las distancias: casi llega
Con la mano al balcón: duda: es indigna
Intención de un hidalgo; la desecha.
¡Asaltar una casa! ¡Ir los secretos
A violar de la mansión ajena!
¡Profanar el retiro de una dama!
¡Ofender el pudor de una doncella!
Imposible: es audacia de villanos:
Es acción que repugna á la nobleza
De su alma. ¿Mas volverse? No es posible
En aquel aposento manifiesta
De todo está la esplicacion acaso;
Duda… mas es forzoso: lo que arriesga
Sabe, pero decídese: resuelto
La capa tira, y por la vez primera
A la luz de la luna sus facciones
Y lo gentil de su persona muestra.
Es un mancebo vigoroso y ágil,
Cuyas formas robustas cuanto esbeltas,
Cuya soltura y traje cortesano
Nobleza acusan y valor revelan.
Afirmó el pié derecho sobre el hierro
De la saliente cruz de la lucerna:
Elevóse: cogió con ambas manos
Dos barras del balcón, y en sus muñecas
Poderosas fiando, suspendido
Dejó su cuerpo sin temor en ellas;
Mas conócelas bien: en dos brazadas
De la alta barandilla se apodera,
En el macizo rodapié se afirma,
Aparta el cortinage con la diestra,
E, introduciendo el busto, por el cuarto
Sus miradas atónitas pasea.
Es un cuadrado camarin: los muebles
De su interior le acusan por vivienda
De una muger mas lo que al mozo asombra
No es que de una muger morada sea,
(Lo que si aun ignoraba presumia
Ya), sino la sultánica opulencia,
La riqueza oriental de aquella cámara
Que él esperaba hallar simple y modesta,
Y que mas que de estancia campesina
De Kiosko de Estambul tiene apariencia.
Lo es en verdad: su ambiente está aromado
Con esencia de rosa: una arabesca
Alfombra azul de rosas salpicada
Cubre el suelo; cojines que cairelan
Flecos de Fez la orlan: las paredes
Están forradas de damasco persa
Salpicado de rosas; las cortinas
Que adornan los balcones y las puertas
Son chales de la India recogidos
Con guirnaldas de rosas, y las grecas
Que dividen los frisos de los paños
Figuran zarzas de rosal en trenzas.
El techo forma pabellón: su centro
Desde el cual los mil pliegues de la tela
Parten al rededor, es una rosa
De Alejandría: misterioso emblema
Que se vé por dó quier reproducido,
Como divisa del blasón ó empresa
Heráldica del dueño á quien sin duda
La prodigada rosa representa;
Sobre todo lo cual su luz derrama
El globo de una lámpara chinesca,
Que una cigüeña de marfil calado
Tiene en su pico de coral suspensa.
Esta oriental estancia que el mancebo
Desde el balcón estático contempla
Tiene una alcoba que en su fondo se abre,
Cuyo opaco interior defiende apénas
El encaje sutil de una cortina,
Que la brisa tal vez descorrió á médias.
En el girón de luz que desgarrado
Por la cortina en su interior penetra,
Se ven los piés de un lecho cuyas ropas
Sobre el tapiz que le circunda cuelgan:
Y en él, mal apareadas y vacías,
Yacen abandonadas dos chinelas
De raso azul, forradas en armiño
Y abotonadas con menudas perlas.
La sultana invisible á cuyos régios
Pies pertenecen ¿duerme tras aquella
Cortina, ó preparada para el sueño
La solitaria cámara la espera?
Las chinelas vacías atestiguan
Que ya reposa en su interior su dueña,
Mas el hondo silencio de la estancia
Que está vacía de vivientes prueba.
Ya há diez minutos que el mancebo escucha
Con profunda atencion: pero concentra
Todo su sér en vano en sus oidos;
Percibe solo en su atencion intensa
El latido violento y desquiciado
Con que su pecho el corazon golpéa,
Enviando el flujo de su sangre en olas
De su sién y su pulso á las artérias.
No pudo mas el angustiado mozo:
Saltó de la baranda la barrera,
Avanzó hasta la alcoba, á la cortina
Su mano adelantó, y al descorrerla,
Con el doctor hallóse cara á cara,
Quien alzando el capuz á una linterna,
Hízole ver á Rosa sobre el lecho,
Cual arrancada flor sobre la yerba;
Inmóvil cual inánime escultura,
Pálida mate cual de mármol hecha,
Materia inerte, polvo cuyos átomos
Pide acaso voraz la madre tierra.
Una vez y otra vez pasó los ojos,
Con la verdad el mozo andando á tientas,
Desde Rosa al doctor desde este á Rosa,
Él mudo y torvo, inanimada ella:
Hasta que al fin el viejo de hito en hito
Mirándole tenaz, la mano seca
Extendiendo hacia él, y con voz sorda
Y de inflexión acentuada y lenta,
Le dijo estas palabras:—“Llegáis tarde:
“Cuando he cerrado á vuestro amor la puerta,
“Trás del balcón á la deshonra abierto
“Á la muerte aposté de centinela.”
Tál el mozo al oir, tendió las manos
Al cuerpo virginal de la doncella,
Y por primera vez en él posándolas,
Hallóla fria y concibióla muerta.
Al contacto glacial del cuerpo exánime
Y al comprender la realidad funesta,
Cual de sulfúrea exhalación tocado
Por el fulgor y conmoción eléctrica,
Se trastornó su ser: desparramáronse
Por su cerebro herido sus ideas,
Crispáronse sus nérvios, extraviadas
Reverberaron sus pupilas negras,
Convulsiva tensión desencajóle
La descompuesta faz, y de la hueca
Cavidad de su pecho desprendióse
Ronco estertor de carcajada histérica.
Contemplóle el doctor, cambiando al punto
De su semblante la expresión severa.
En curiosa primero, en asombrada
Después, y al fin en compasiva y tierna,
Y dio un paso hacia él: mas esquivándole
Como quien cree pisar una culebra,
Dando el macebo un salto y la baranda
Asiendo del balcón, lanzóse fuera.
Corrió el viejo á tenerle: mas ya el mozo,
Cuando él llegó al balcón, tocaba en tierra,
Y solo pudo contemplarle atónito
Desatinado huir por la pradera.