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Dos rosas y dos rosales: 20

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Dos rosas y dos rosales
de José Zorrilla
Historia de la primera Rosa: Epílogo, I

Epílogo

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I.

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Diez semanas después eran esposos
Rosa y Don Carlos. El barón habita
Con ellos la pacífica casita
Del campo del doctor, mientras los fosos,
Las torres, las murallas y salones
De su hendido y decrépito castillo,
Vuelven á recobrar su antiguo brillo
Gracias de Nasarina á los millones.
Y no se harta el barón de pavonearse
De uno en otro aposento,
Desde cada ventana sin cansarse
De mirar su castillo remozarse,
Volverse blanco y ostentar al viento,
En vez del esqueleto carcomido
Que infundía pavor al pasagero,
Un frontispicio cándido y pulido
Cuya vista hace alegre el valle entero.
Dos veces cada dia sube y baja
Con su arquitecto á él, y cada dia
En su vieja mansión deja cambiado
En gracioso balcón lo que fué raja,
Tornado en firme lo que ayer se hundía,
Limpio, gentil, esbelto y acabado
Lo roído, lo roto y lo combado.
Los casados no se hartan de jurarse
Un amor tan eterno
Como apacible y tierno,
De estar en soledad y acariciarse,
Y gozar del placer de verse unidos
Tras de tantos obstáculos vencidos.
Carlos, del todo de su mal curado,
Sano del corazón cual de la mente,
Comprende con delicia lo pasado,
Porque su amante Rosa le ha esplicado
Del doctor el escéntrico espediente
Que, para realizar su amor ardiente
Y la salud de su ánimo, ha empleado.
Y ya mil veces el barón ha oido
De su risueña y sonrosada boca
La esplicacion, que nunca habría podido
Comprender solo, de su historia loca.
La vuelta de Don Carlos una noche
A la casita del doctor, dejando
En el camino servidumbre y coche,
Y su llegada al mirador de Rosa,
Y el rico don que la ofreció pasando
De una flor, escultura primorosa
Trabajada por él, gracioso emblema
De su fidelidad, gentil alarde
De su saber y amor; su doble vuelta
La misma noche al mirador mas tarde,
Y del doctor la osada estratagema
De mostrarle á su amada sumergida
En un sueño letal: cuya esperiencia,
Del mozo ocasionando la demencia,
Le puso en riesgo de perder la vida.
Este misterio al fin esclarecido,
No fué difícil cosa
Para la amable y seductora Rosa,
Hacer al buen barón que comprendiera
Cómo ha permanecido
Oculta en su mansión, cómo ligera,
Crédula y fácil de engañar con poco
La muchedumbre, muerta la ha creído,
Y por un crimen á Don Carlos loco:
En tanto que el doctor pudo segura
De su demencia preparar la cura.
En el espacio así de los dos meses
Que desde aquel suceso han trascurrido,
Todos tres ocupados,
Carlos y Rosa en su pasión constante
Y el barón en su orgullo é intereses,
Esentos han vivido de cuidados
A un porvenir feliz en adelante
Juzgándose por Dios predestinados.
Del doctor solamente no parece
El alma en armonía
Con la dicha común y la alegría:
Y él solo con su faz las entristece,
Andando cabizbajo,
Silencioso, ceñudo, y macilento,
Y sin obvia razón de mal talante;
Y entregado sin duda algún trabajo
Difícil, pasa el dia en su aposento
Del cual no sale mas que lo preciso,
Y le anubla el semblante
El afán de algún hondo sentimiento
Que le trae pesaroso é indeciso.
Nadie dá en la razón de la sombría
Pesadumbre que el alma le desoía,
De los demás turbando la alegría;
Mas una noche se esplicó ella sola.

Al despuntar el alba de aquel dia,
Con el negro que tiene á su servicio
Personal, el doctor salido habia.
Nadie estrañó su ausencia,
Pues por su profesión tal vez se pasa
Dias de sol á sol fuera de casa,
Haciendo un ignorado beneficio
O aliviando del pobre la dolencia.
Rosa y Carlos tal vez placer sintieron,
Pues del amor llevado de su ciencia,
Que iba á volver á comenzar creyeron
De sus visitas la escursion diaria,
Saliendo de la vida solitaria
En que sumido con pesar le vieron.
Mas ocultóse el sol, espiró el dia,
Y se cerró la noche, y avanzada
La hora de la queda iba pasada,
Y el doctor no volvia;
Y empezó la inquietud de su morada
A apoderarse, y la azorada Rosa
De uno en otro balcón iba y venia,
Mirando sin cesar sobresaltada
Y á través de la sombra tenebrosa
Escuchando, sin ver ni sentir nada:
Y en una de las veces que afligida,
Azares mil á bulto recelando
Y del doctor temiendo por la vida,
Iba el estrecho corredor cruzando
A salir á buscarle decidida,
Acertando á pasar ante la puerta
Del gabinete del doctor, abierta
Vio que estaba su cámara y metida
Dentro la cerradura vio la llave:
Y como siempre de llevarla cuida
Consigo, y tal descuido en él no cabe,
De una nueva sospecha acometida,
Del doctor en la ausencia que no acierta
A esplicar, receló causa muy grave;
Conque en investigarla ya empeñada,
Y obstáculo no hallando que la entrada
De la secreta cámara la impida,
Entró en su estancia, mas la halló desierta:
Y hallando franco al par aquel retrete
Donde á solas el médico se mete,
Donde tal vez encierra su tesoro
Y ante un altar y crucifijo de oro
Arde una luz que aroma el gabinete,
Rosa por él resuelta se adelanta;
Mas en el misterioso y solitario
Camarín al fijar su osada planta,
Aquel lúgubre aspecto de santuario
Que le dá de Jesús la imagen santa
Que sobre el ara del altar bendito
En frente de la puerta se levanta,
En su febril ecsaltacion la espanta
Y en su terror fantástico dio un grito.
Don Carlos y el barón, que á él acudieron
Pálida de terror allí la hallaron,
Y cuando á Rosa su valor volvieron
Y el camarín estraño registraron,
Al que buscaban con afán no vieron,
Mas esta carta del doctor hallaron.