Dos rosas y dos rosales: 33

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Dos rosas y dos rosales de José Zorrilla
Las almas enamoradas. Carta y adjunto.

Carta de Don Juan a su tío Don Gil.[editar]

Madrid, 7 de febrero de 1849.

Mi querido tío: Adjuntos remito a V. varios periódicos, en cuyas columnas hallará V. Marcada al margen con pluma la explicación del silencio y la ausencia de mi desventurado primo Don Carlos, sobre cuya noticia excuso hacer a V. Observaciones ni comentarios.

Trate V. de participárselas a Rosa del modo que juzgue menos peligroso para su nerviosa sensibilidad, y de reducirla, si le es posible, a conformarse con la voluntad de Dios. Mis negocios marchan prósperamente; en cuanto a la suma de la cual fue cuestión hace cuatro años no se inquiete V. por ella; en el mes de septiembre haré a Vds. una visita; y si mi bella prima se ha resignado para entonces con su mala suerte todo podrá arreglarse a satisfacción de todos.

De V. como siempre etc. etc. su sobrino,

Juan.


Artículo del Times, reproducido en varios periódicos de Madrid y de Lisboa[editar]

Nuestro corresponsal de Calcuta nos da los siguientes detalles sobre un caso de monomanía especial de nuestro siglo, que tiene tal vez su origen en la publicación y boga de ciertas novelas francesas, en las cuales se trata de millones de tesoros, y que han engendrado ya algunos Dantés y algunos Rennepont. La historia de Carlos Rosales es una prueba patente de la mala influencia de semejantes lecturas.

Descendiente de una familia solariega de Andalucía, abandonó el colegio francés en el cual su padre le había puesto para pasar a las Indias Orientales, donde se le metió en la cabeza que debía encontrar un tesoro legado a su raza por uno de sus antecesores. Sabido es que la mayor parte de las familias andaluzas tienen la pretensión de descender de príncipes, aunque sean moros; por consiguiente en la de Rosales existía también la tradición de que había sido fundada por una princesa oriental. Carlos tomó la tradición imaginaria por historia verídica, y se lanzó a las Indias en busca de la herencia de la princesa; que según la tradición debía de estar en manos de una compañía portuguesa, casi contemporánea nada menos que de San Francisco Javier. Llegado a Goa, empezó a importunar a cuantos ricos portugueses encontró allí establecidos, empeñándose en que eran ellos los depositarios de su herencia. Rechazado por todos y amonestado por las autoridades, se internó en las provincias de la India, en las cuales creía que sus ascendientes habían existido, y al cabo de algunos meses volvió a aparecerse en Calcuta pertrechado con nuevos documentos justificativos encontrados, o más probablemente inventados por él, en las comarcas de Delhi y de Arungabad, que acababa de reconocer. En Calcuta volvió a entrar en cuestión con cuantos portugueses tenían allí comercio o hacienda: unos le oyeron con indulgencia y otros se le esquivaron como pudieron, convenciéndose todos de que no estaba cabal de juicio; pero habiendo tropezado con un oficial de la marina portuguesa, cuyo amor propio no pudo resistir las importunidades de Rosales, aceptó un duelo propuesto por este en un café, y vino a perecer miserablemente a manos de semejante maniático, quien le pasó el pecho de dos estocadas tiradas a fondo, según los testigos, con toda la rapidez y seguridad de la sala de armas de Grissier. Las autoridades se apoderaron de Rosales; pero de la sumaria que se le formó, y de la declaraciones de los médicos que fueron consultados, resultó el reconocimiento positivo de la enajenación mental en que se hallaba el heredero de los tesoros de la princesa, que fue por consiguiente absuelto, pero encerrado en la casa de dementes. El aislamiento de su encierro cambió la manía de su locura, y dio en llorar día y noche sobre una cruz que llevaba al cuello, que había defendido siempre desesperadamente, metiéndosela en la boca, y que él tomaba por un talismán capaz de sacarlo con bien de todas sus aventuras. Esta tranquila manía le libró de que se usara con él de rigor alguno, y andaba libre por el establecimiento, ocupándose sin resistencia en lo de que sus directores le creían apto; él se presentaba todos los días en la dirección a pedir su libertad, tras de cuya negativa volvía en silencio a sus ocupaciones. Pero una noche exaltándose de nuevo su cerebro y habiéndose descuidado con él los guardianes de servicio se lanzó por una ventana, salió al muelle y quiso forzar a unos bateleros a conducirle a bordo de un buque inglés que debía hacerse a la mar al día siguiente. Los bateleros, ignorando su estado de alienación mental, y ofendidos de sus denuestos, pasaron con él a vía de hechos para quitársele de encima, y después de una lucha de algunos minutos, en la cual el Rosales, que era joven y robusto, hirió malamente a algunos, y fue de los otros no poco maltratado, se arrojó al agua y desapareció. El capitán del buque inglés y los patrones de las demás embarcaciones surtas en el puerto declararon no haberle recibido a bordo. Puede pues tenerse por indudable su fin: pues no es probable que hubiera desistido de una de sus dos manías, o de la de embarcarse o de la de volver a pedir su herencia. He aquí los frutos de la lectura de las descabelladas invenciones de los poetas y novelistas modernos.

Pero aún no es esto todo. La historia del Rosales tiene una segunda parte más curiosa, si cabe, que la primera. A los cinco meses de la desaparición del desventurado maniático, se presentó en Calcuta el capitán Look-out, su amigo y compañero de colegio, provisto, según dijo, de los documentos originales, en cuyas copias apoyaba sus derechos el loco: empeñado el inglés en no creer posible la muerte del español ha emprendido una exploración por aquellas costas salvajes para encontrar a su amigo, cuya presencia cree necesaria en Portugal; pero de cuya expedición volverá, si vuelve, como se ha ido; porque el fondo herbáceo de aquellas aguas no devuelve jamás la presa que tragan sus ondas. Todo el mundo hace sin embargo justicia a la lealtad del capitán Look-out, el cual ha demostrado en esta ocasión que le ha sido perfectamente aplicado el apellido que lleva.