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Editae saepe

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Editae saepe (1909)
de Pío X
Traducción en Wikisource de la versión oficial italiana publicada en Acta Apostolicae Sedis vol. II, pp. 381-403.
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ENCÍCLICA


A LOS VENERABLES PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS Y LOS OTROS ORDINARIOS, EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA


PAPA PÍO X


Venerables hermanos, salud y bendición apostólica

Lo que la palabra divina proclama varias veces en las Sagradas Escrituras: que el justo vivirá en memoria eterna de alabanza y que él también habla después de la muerte[1], se verifica sobre todo por la voz y el trabajo continuos de la Iglesia. Esta, de hecho, como madre y nodriza de la santidad, siempre rejuvenecida y fecundada por el aliento del Espíritu Santo, que habita en nosotros[2], ya que ella sola genera, nutre y cría en su seno la noble familia de los justos, también es el más solícita, casi por instinto de amor maternal, en persevervar su memoria y revivir su amor. De este recuerdo, ella recibe un consuelo casi divino, y retira su mirada de las miserias de esta peregrinación mortal, mientras ya ve en los santos su alegría y corona, reconoce en ellos la imagen sublime de su Esposo celestial, e inculca a sus hijos, con un nuevo testimonio, el antiguo dicho: Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio[3]. Sus gloriosas obras tampoco tienen éxito solo en la comodidad de la memoria, sino a la luz de la imitación y de la fuerte incitación a la virtud por ese eco unánime de los santos que responde a la voz de Pablo: Sean mis imitadores, como yo soy de Cristo[4].

Por estas razones, Venerables Hermanos, mientras Nosotros, tan pronto como asumimos el Pontificado Supremo, nos propusimos luchar constantemente para "que todo se establezca en Cristo", con nuestra primera encíclica[5] tratamos de hacer que todos, con Nosotros, volvieran sus miradas a Jesús, apóstol y pontífice de nuestra confesión ... autor y consumidor de la fe[6]. Pero dado que nuestra debilidad es tanta que fácilmente quedamos paralizados por la grandeza de tal ejemplar, por beneficio de la divina Providencia, disponemos de otro modelo para proponer, que aunque estar cerca de Cristo en la medida en que la naturaleza humana es posible, se adapta mejor a nuestra debilidad, es decir, la Santísima Virgen, Augusta Madre de Dios[7]. Finalmente, aprovechando varias ocasiones para revivir la memoria de los santos, les propusimos a la común admiración estos fieles servidores y dispensadores en la casa de Dios, y según el grado apropiado de cada uno, amigos y sirvientes de él, como aquellos que por la fe conquistaron los reinos, obraron la justicia, obtuvieron las promesas[8], de modo que estimulados por sus ejemplos no seamos ya niños vacilantes y llevados por todo viento de doctrina por estrategia de los hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error; sino que siguiendo la verdad en la caridad, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, Cristo[9].

Vemos actuando este altísimo consejo de la divina Providencia máximamente en tres personajes que, como grandes pastores y doctores, florecieron en tiempos muy diferentes pero casi igualmente calamitosos para la Iglesia: Gregorio Magno, Juan Crisóstomo y Anselmo de Aosta, de los cuales han ocurrido en los últimos años solemnes celebraciones centenarias. Así, más especialmente en las dos encíclicas, fechadas el 12 de marzo de 1904 y el 21 de abril de 1909, explicamos los puntos de doctrina y los preceptos de la vida cristiana, que nos parecieron apropiados hoy, que se recogen de los ejemplos y enseñanzas de los santos.

Y como estamos persuadidos de que los ilustres ejemplos de los soldados de Cristo son mucho mejores para sacudir los corazones y arrastrarlos que las palabras o los altos tratados[10], aprovechamos ahora con gusto otra feliz oportunidad que se nos ofrece para recomendar documentos muy útiles de otro Santo Pastor, suscitado por Dios en tiempos más cercanos a nosotros y casi en medio de las mismas tormentas, el Cardenal de la Santa Iglesia Romana y arzobispo de Milán, por Pablo V de sagrada memoria inscrito en el rango de santos, Carlos Borromeo. Y no menos por cierto; porque -para usar las palabras de nuestro mismo Antecesor- «el Señor, quien él solo hace grandes maravillas, ha obrado cosas magníficas con nosotros en los últimos tiempos, y con el admirable trabajo de su dispensación, ha erigido sobre la roca de la piedra apostólica una gran luminaria, eligiendo desde el seno de la sacrosanta Iglesia romana, a Carlos, fiel sacerdote, siervo «bueno, modelo del rebaño y modelo de los pastores. De hecho él, con múltiples esplendores de obras santas que ilustran a toda la Iglesia, brilla ante los sacerdotes y el pueblo, como un Abel por la inocencia, un Enoc por la pureza, un Jacob por el sufrimiento en los trabajos, un Moisés por la mansedumbre, un Elias por celo ardiente. Él en sí mismo muestra imitar, entre la abundancia de las delicias, la austeridad de Jerónimo, en los más altos grados la humildad de Martín, la preocupación pastoral de Gregorio, la libertad de Ambrosio, la caridad de Paulina, y finalmente nos da a ver con nuestros ojos, tocar con nuestras manos, un hombre que, mientras el mundo le sonríe con grandes halagos, vive crucificado en el mundo, vive del espíritu, pisoteado las cosas terrenales, busca continuamente las celestiales, no solo porque desempeñaba el oficio de un ángel, sino porque emulaba en la tierra los pensamientos y las obras de la vida de los ángeles»[11].

Así decía nuestro Antecesor, transcurridas cinco décadas desde la muerte de Carlos. Y ahora, tres siglos después de su glorificación decretara por el, «merecidamente y llenos nuestros labios de alegría y nuestra lengua de exultación en el insigne día de nuestra solemnidad, cuando al decretar los honores sagrados para el sacerdote Carlos cardenal de la Santa Iglesia Romana, a la que Nosotros presidimos por disposición del Señor, fue añadida una corona rica en cada piedra preciosa a su única Esposa». Así Nosotros tenemos en común con nuestro Antecesor la confianza en que, desde la contemplación de su gloria, pero aún más desde las enseñanzas y los ejemplos del Santo, se puede ver humillada la arrogancia de los malvados y confundir a todos aquellos que «se glorían en el simulacro de errores»[12]. De ahí la renovada glorificación de Carlos, modelo del rebaño y los pastores en los tiempos modernos, inquebrantable defensor y asesor de la verdadera reforma católica contra aquellos recientes innovadores, cuya intención no era la reintegración, sino más bien la deformación y destrucción de la fe y las costumbres. Después de tres siglos, se revela de nuevo para todos los católicos como de singular consuelo y enseñanza, y de noble estímulo a todos para cooperar vigorosamente en el trabajo, que tenemos tan presente en Nuestro corazón, de restaurar todas las cosas en Cristo.

Ciertamente es bien sabido por vosotros, Venerables Hermanos, cómo la Iglesia, aunque continuamente atribulada, Dios nunca la deja sin algún consuelo. Como Cristo la amó y se entregó por ella, para santificarla y hacerla aparecer gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino para que sea santa e inmaculada[13]. Por el contrario, cuando la licencia de las costumbres es más ilimitada, cuanto más feroz es el ímpetu de la persecución, más arteras las insidias del error que parecen amenazar su total ruina, hasta el punto de arrancar de su seno a algunos de sus hijos, para abrumarlos en el torbellino de la impiedad y de los vicios, entonces la Iglesia experimenta la protección divina de manera más efectiva. Porque Dios hace que el mismo error, lo quieran o no los malvados, sirva al triunfo de la verdad, de la cual la Iglesia es un guardián vigilante; la corrupción sirve al aumento de la santidad, de la ella misma es maestra y madre, la persecución a una más admirable liberación de nuestros enemigos. Entonces sucede que cuando la Iglesia parece ser golpeada por una tormenta más feroz y casi sumergida, entonces es más bella, más vigorosa, más pura, brillando en el esplendor de las mayores virtudes.

De esta manera, la bondad suprema de Dios confirma con nuevos argumentos que la Iglesia es obra divina: porque en la prueba más dolorosa, la de los errores y de las culpas que se infiltran en sus propias miembros, le hace superar su prueba; ya sea porque le muestra actuando las palabras de Cristo: Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella[14]; o bien porque comprueba realmente la promesa: he aquí que estaré contigo todos los días hasta la consumación de los siglos[15] y finalmente porque da testimonio de esa virtud misteriosa por la cual otro Paráclito, prometido por Cristo en su pronta vuelta al cielo, continuamente derrama sus dones en ella, y la defiende y consuela en cada tribulación; espíritu que permanece con ella para siempre; espíritu de verdad que el mundo no puede recibir, porque no lo ve, ni lo sabe, porque morará entre vosotros y estará con vosotros[16]. De esta fuente fluye la vida y el corazón de la Iglesia; y también su distinción de todas las demás sociedades, como enseña el Concilio Ecuménico Vaticano, por las notas manifiestas, por la que es señalada y constituida «como una bandera levantada entre las naciones»[17].

Y de hecho, solo por un milagro del poder divino puede suceder que entre el torrente de corrupción y la frecuente deficiencia de sus miembros, la Iglesia, en cuanto es el cuerpo místico de Cristo, permanezca indefectible en la santidad de la doctrina, de las leyes, de su fin; de sus mismas causas se derivan efectos igualmente fructíferos; de la fe y la justicia de muchos de sus hijos cosecha abundantes frutos de salud. No menos claro aparece el sello de su vida divina en que entre tantas y tan malas complicidades de opiniones perversas, entre un número tan grande de rebeldes, entre tantas variaciones multiformes de errores, ella persevera inmutable y constante, como columna y soporte de la verdad, en la profesión de la misma doctrina, en la comunión de los mismos sacramentos, en su divina constitución, en el gobierno, en la moral. Y esto es aún más admirable, porque ella no solo resiste el mal, sino que vence al mal con el bien, y no deja de bendecir a los amigos y a los enemigos, mientras se afana y anhela la renovación cristiana de la sociedad y no menos la de cada uno de los individuos. Porque esta es su propia misión en el mundo, y de ella sus mismo enemigos sienten los beneficios.

Una influencia tan admirable de la divina Providencia en el trabajo de restauración promovido por la Iglesia se muestra espléndidamente en aquel siglo que vio surgir un consuelo para lo buenos con San Carlos Borromeo. Entonces, dominando las pasiones, casi totalmente falseada y oscurecida la verdad, tuvo una lucha continua con los errores, y la sociedad humana, precipitándose en lo peor, parecía correr al abismo. Entre estos males surgieron hombres orgullosos y rebeldes, enemigos de la cruz de Cristo... hombres de sentimientos terrenales, cuyo Dios es el vientre[18]. Quienes aplicándose, no para corregir las costumbres sino para negar dogmas, multiplicaron los disturbios, suavizaron el freno la licencia para sí mismos y para otros, o ciertamente despreciaron la guía autorizada de la Iglesia, de acuerdo con las pasiones de los príncipes o de los pueblos más corruptos, de modo casi tiránico derribaron la doctrina, la constitución, la disciplina. Luego, imitando a los injustos, a quienes se dirige la amenaza: ¡Ay de ustedes que llaman al mal bien y al bien mal[19], ese tumulto de rebelión y esa perversión de la fe y la moral llamaron reforma y ellos mismos reformadores. Pero, en verdad, eran corruptores, de modo que, al desconcertar a las fuerzas europeas con disensiones y guerras, prepararon las rebeliones y la apostasía de los tiempos modernos, en los que solo esos tres tipos de lucha, previamente separados, se renovaron juntos en un ímpetu, de los que la Iglesia siempre había salido victoriosa: las luchas sangrientas de la primera edad, luego la plaga doméstica de herejías, finalmente, bajo el nombre de libertad evangélica, esta corrupción de vicios y perversión de la disciplina, que tal vez no había alcanzado la edad medieval.

A esta turba de seductores, Dios opuso a los verdaderos reformadores y hombres santos, tanto para detener esa impetuosa corriente y extinguir aquel bullir, como para reparar el daño ya hecho. Entonces, su labor asidua y múltiple en la reforma de la disciplina fue de tanto mayor consuelo para la Iglesia, como más grave fue la tribulación que la perturbó, y demostró el dicho: Fiel es Dios, quien ... dará con la tentación la victoria[20]. En tales circunstancias, venía aumentaron el consuelo de la Iglesia, por providencial disposición, la laboriosidad y la santidad singular de Carlos Borromeo

Sin embargo, su ministerio, disponiéndolo así Dios, tenía su propia fuerza y eficacia, no solo para debilitar la audacia de los facciosos, sino también para enseñar y enfervorizar a los hijos de la Iglesia. De hecho, reprimió las locuras de aquellos y refutó las acusaciones inútiles, con la elocuencia más poderosa, con el ejemplo de su vida y su laboriosidad; en estos levantó su esperanza y reavivó su ardor. Y ciertamente fue algo admirable como el acogió en sí mismo desde su juventud todas aquellas cualidades de un verdadero reformador, que en otros vemos dispersas y distintas: virtud, mente, doctrina, autoridad, poder, presteza; y todos los hizo servir unidos a la defensa de la verdad católica contra herejías invasivas, como era la misión propia de la Iglesia, despertando la fe latente y casi extinta, corroborarla con leyes e instituciones providentes, levantar la disciplina caída y reconducir enérgicamente las costumbres del clero y del pueblo a un tenor de vida cristiana. Así, mientras cumple con todas las partes del reformador, no menos cumple al tiempo todos los oficios del siervo bueno y fiel, y más tarde los del gran sacerdote, que agradó a Dios en sus días y fue encontrado justo, digno por tanto digno de ser tomado de ejemplo de todas las clases de personas, sean del clero o de los laicos, sean ricos o pobres; como aquellos cuya excelencia debe resumirse en esa alabanza propia del obispo y del prelado, por la cual obedeciendo los dichos del apóstol Pedro, se había hecho de corazón modelo del rebaño[21]. No es menos admirable el hecho de que Carlos, que aún no había cumplido veintitrés años de edad, aunque elevado a los más altos honores, y dejando de lado las grandes y muy difíciles negocios de la Iglesia, cada día avanzaba en el ejercicio más perfecto de la virtud, mediante la contemplación de las cosas divinas, que en el retiro sagrado ya había renovado, y resplandecía como un espectáculo para el mundo, para los ángeles y los hombres

Entonces verdaderamente, para usar las palabras de nuestro ya mencionado antecesor Pablo V, el Señor comenzó a mostrar en Carlos sus maravillas: sabiduría, justicia, celo ardiente para promover la gloria de Dios y del nombre católico, y preocuparse sobre todo por la obra de restaurar la fe y la Iglesia universal que se agitó en la augusto Concilio de Trento. El Papa mismo y toda la posteridad le otorgan un merito en la celebración de aquel Concilio, ya que fue él, antes de ser el ejecutor más fiel, antes fue el defensor más efectivo. Ciertamente, sin muchas de sus vigilias, dificultades y trabajos, aquella obra tuvo su último cumplimiento.

Sin embargo, todas estas cosas fueron una preparación y un entrenamiento de la vida, en el que el corazón fue educado con la piedad, la mente con el estudio, el cuerpo con el esfuerzo, reservando a ese joven modesto y humilde casi como arcilla en las manos de Dios y de su Vicario en la tierra. Y tal vida de preparación fue precisamente lo que los defensores de las novedades despreciaban, por la misma necedad por la que los modernos la desprecian, sin sentir que las maravillosas obras de Dios maduran en la sombra y en el silencio del alma dedicada a la obediencia y a la oración, y que en esta preparación está el germen del progreso futuro, como en la siembra la esperanza de la cosecha.

Sin embargo, la santidad y la laboriosidad de Carlos, que se preparaba con tan espléndidos auspicios, después se desarrolló y dio frutos prodigiosos, como mencionamos anteriormente, cuando "como buen trabajador, después de haber dejado el esplendor y la majestad de Roma, se retiró al campo que había tomado para cultivar (Milán), y cumpliendo mejor cada día sus partes, recondujo aquel campo, brutalmente estropeado por la maleza y asilvestrado, debido a la tristeza de los tiempos, a tal esplendor que hizo que la Iglesia de Milán fuera un clarísimo ejemplo de disciplina eclesiástica"[22].

Tantos y tan claros efectos obtuvo conformando su labor a las normas propuestas poco antes por el Concilio de Trento.

La Iglesia, de hecho, comprende bien cuánto los sentimientos y pensamientos del alma humana están inclinados al mal[23], pero no deja de luchar contra los vicios y los errores, para que sea destruido el cuerpo del pecado y ya no servimos al pecado[24]. Y en esta lucha, como ella es una maestra para sí misma y guiada por la gracia que es infundida en nuestro corazones por el Espíritu Santo, ella toma la norma de pensar y trabajar del Doctor de los Gentiles, quien dice: Renovaos en el espíritu de vuestra mente[25]. - Y no queráis conformaros con este siglo, sino reformaos en la renovación de vuestra mente, para determinar cuál es la voluntad de Dios buena, aceptable y perfecta[26]. Ni el hijo de la Iglesia ni el verdadero reformador se convencen nunca de haber alcanzado la meta, sino que a ella solo tiende junto con el Apóstol: Olvidando lo que queda detrás, intento lanzarme a lo que está delante de mí, avanzo hacia la meta, hacia la recompensa de la vocación suprema de Dios en Cristo Jesús’’[27].

Entonces sucede que unidos con Cristo en la Iglesia crecemos en todo hacia Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo toma crecimiento precisamente para la perfección de sí mismo en la caridad[28], y la Iglesia Madre sale siempre a cumplir ese misterio de la voluntad divina, para restaurar en la plenitud ordenada de los tiempos todas las cosas en Cristo[29].

Los reformadores, a quienes se opuso Carlo Borromeo, no pensaron en estas cosas, presumiendo reformar su fe y disciplina a su antojo; ni los modernos los entienden mejor, contra quienes tenemos que luchar, oh Venerables Hermanos. Ellos también subvierten la doctrina, las leyes, las instituciones de la Iglesia, siempre con el grito de la cultura y la civilización en sus labios, no porque se preocupen demasiado por este punto, sino porque con estos grandiosos nombres pueden ocultar más fácilmente la maldad de sus intenciones.

Y cuáles son en realidad sus objetivos, cuáles son sus argumentos, cuál es la forma en que pretenden tomar, ninguno de ustedes lo ignora, y sus diseños ya fueron denunciados y condenados por nosotros. Proponen una apostasía universal desde la fe y la disciplina de la Iglesia, una apostasía mucho peor que la antigua que puso en peligro el siglo de Carlos, cuanto más astutamente se esconde en las mismas entrañas de la Iglesia, más sutilmente extrae de los principios erróneos las consecuencias extremas.

Sin embargo, de ambos[30] uno mismo es el origen: el enemigo del hombre, siempre especialmente vigilante para la perdición de los hombres, sembró la cizaña entre el trigo[31]: igualmente escondidos y tenebrosos son sus caminos; similar el proceso y el resultado final. Porque, en la forma en que en el pasado la primera apostasía, volcándose donde ayudaba la fortuna, azuzando a unos contra los otros, a la clase de los poderosos contra las del pueblo, para luego abrumar a ambos en la perdición, así esta moderna apostasía exacerba el odio mutuo de los pobres y de los ricos, de modo que descontento cada uno de su suerte consigue siempre una vida cada vez más miserable y paga la pena impuesta a aquellos que se obsesionan con las cosas terrenales y transitorias, no buscan el reino de Dios y su justicia.

Al contrario, el conflicto actual se vuelve aún más grave pues, donde los turbulentos innovadores de los viejos tiempos mantenía aún un resto del tesoro de la doctrina revelada, los modernos parece que quieren descansar hasta no verla completamente desaparecida. Ahora, después de haber derrumbado los cimientos de la religión, el vínculo de la sociedad civil necesariamente también se disuelve. Triste espectáculo en el presente, amenazante para el futuro; no porque haya que temer por la seguridad de la Iglesia, de la cual las promesas divinas no permiten dudar, sino por los peligros que se ciernen sobre las familias y las naciones, especialmente a aquellos que o fomentan con más estudio o toleran con más indiferencia este pestífero aliento de impiedad.

En una guerra tan impía y estéril, a veces librada y propagada con la ayuda de los mismos que más deberían apoyarnos y apoyar nuestra causa; ante una transformación tan múltiple de errores y llena de tan variados vicios tan, que por unos y por otros también muchos de los nuestros se dejan halagar, seducidos por la apariencia de novedad y doctrina, o por la ilusión de que la Iglesia puede estar amigablemente acorde con las máximas del siglo, vosotros bien entendéis, Venerables Hermanos, que todos nosotros debemos oponer enérgica resistencia y responder al asalto de los enemigos con esas mismas armas que Borromeo usó en su tiempo.

Y ante todo, ya que atacan la fortaleza misma que es la fe, o con abierta negación, o con un atractivo hipócrita, o al tergiversar sus doctrinas, recordaremos lo que San Carlos a menudo inculcaba: «El primer y mayor cuidado de Los pastores debe estar en las cosas que conciernen a la conservación íntegra e inviolada de la fe católica, la fe que la Santa Iglesia Romana profesa y enseña, y sin la cual es imposible agradar a Dios[32]. Y de nuevo: "en esta parte, ninguna diligencia puede ser tan grande como, sin duda, lo requiere la necesidad"[33]. Por lo tanto, es necesario oponerse con la sana doctrina al fermento de la practica herética, que, no reprimida, corrompe a toda la masa, es decir, oponerse a las opiniones perversas que se infiltran bajo falsas apariencias y que reunidas son profesadas por el modernismo; recordando con San Carlos, "cuán alto debe ser el estudio y diligentísima sobre toda otra cosa, el cuidado del obispo en la lucha contra el crimen de la herejía"[34].

No es necesario, en verdad, recordar las otras palabras del santo que reseña las sanciones, las leyes, las penas impuestas por los Romanos Pontífices contra aquellos prelados que fuesen negligentes o remiso al purgar su diócesis del fermento de la praxis herética. Pero será bueno rememorar con una cuidadosa meditación lo que concluye: «Por lo tanto, el obispo debe persistir en esta perenne solicitud y vigilancia continua, de modo que no solo la enfermedad pestilente de la herejía nunca se infiltre en el rebaño a él encomendado, sino que aleje cualquier sospecha de ella. Y si después -lo que evite Cristo por su piadosa misericordia- ella se infiltrase, entonces, sobre todo, se ponga todo su esfuerzo para sea repelida muy rápidamente, y aquellos que estén infectados o sean sospechosos de esta peste sean tratados de acuerdo con las normas de los cánones y sanciones pontificias »[35].

Pero ni la liberación ni la preservación de la plaga de errores es posible, si no con una educación correcta del clero y del pueblo; ‘’porque la fe de lo escuchado, y lo escuchado de la palabra de Cristo’’[36]. Y la necesidad de inculcar la verdad se impone aún más en nuestros días, mientras que para todas las venas del estado, e incluso desde donde creemos menos, vemos el infiltrado de veneno, como una señal de que por todas las razones dadas hoy son válidas de San Carlos con estas palabras: "Aquellos que bordean con los herejes si no fueran estables y firmes en los cimientos de la fe, darían mucho miedo de que no se permitieran a sí mismos (demasiado fácilmente se apartarían de ellos en algún engaño de impiedad y doctrina arruinada"[37].Ahora, de hecho, debido a su facilidad, las comunicaciones han crecido, como todas las otras cosas, así como los errores, y por la libertad desenfrenada de las pasiones, vivimos en medio de una sociedad pervertida, donde no hay verdad ... y no hay conocimiento de Dios[38]; en una tierra que está desolada ... porque no hay nadie que lo sienta[39] Por lo tanto, queriendo usar las palabras de San Carlos, '«hemos utilizado hasta ahora mucha diligencia para que todos y cada uno de los fieles de Cristo deben estar bien instruidos en los rudimentos de la fe cristiana»'[40]; y también sobre esto hemos escrito una encíclica especial, como tema de vital importancia[41]. Pero, aunque no queremos repetir lo que, ardiendo en un celo insaciable, deploraba Borromeo, «haber obtenido hasta ahora muy poco en una cuestión de relevancia», y como él, «movido por la dimensión del negocio y del peligro», querríamos también inflamar el celo de todos; para que, tomando a Carlos como modelo, concurramos, cada uno según su grado y fuerza, a este trabajo de restauración cristiana. Recuerden los padres de la familia a los maestros con qué fervor inculcaba el santo obispo constantemente que a los hijos, a los domésticos, a los siervos, no solo del den la posibilidad, sin que les imponga la obligación de aprender la doctrina cristiana. Los clérigos deben recordar la ayuda que en esta enseñanza deben prestar al párroco, y estos procurar que tales escuelas se multipliquen de acuerdo con el número y la necesidad de los fieles, y que sean recomendables por la probidad de los maestros, a quienes se les den para ayudantes varones o mujeres de probada honestidad, del mismo modo que dispone el santo arzobispo de Milán[42].

Evidentemente la necesidad de esta educación cristiana ha aumentado, tanto por los cambios en los tiempos y costumbres modernas, como especialmente por aquellas escuelas públicas, desprovistas de cualquier religión, donde se tiene casi como diversión todas las cosas más santas, e igualmente están abiertos a la blasfemia los labios de los maestros y los oídos de los discípulos. Hablamos de esa escuela que se llama por suma injuria neutra o laica, pero no es otra cosa que la tiranía prepotente de una secta tenebrosa. Un nuevo yugo de libertad hipócrita que vosotros ya habéis denunciado intrépidamente y en alta voz, oh Venerables Hermanos, especialmente en aquellos países donde los derechos de la religión y la familia fueron pisoteados sin vergüenza, sofocada así la voz de la naturaleza que quiere que sea respetada la fe y el candor de la adolescencia. Para remediar, en lo que a Nosotros respecta, un mal tan grande, traído por aquellos que, mientras exigen obediencia a los demás la niegan al Maestro supremo de todas las cosas, recomendamos que se establezcan en las ciudades escuelas religiosas apropiadas. Y si bien esta labor, gracias a vuestros esfuerzos, ha hecho hasta ahora bastantes buenos progresos, sin embargo, es muy deseable que se extienda más y más, esto es que estas escuelas se abran en todas partes y florezcan con maestros encomiables por su doctrina e integridad de vida.

Con esta enseñanza muy útil para los primeros rudimentos, va estrechamente unido el oficio del orador sagrado, para el cual, con mayor razón, se buscan las cualidades mencionadas. Por esto, el empeño y los consejos de Carlos en los Sínodos provinciales y en los diocesanos apuntaban con un cuidado muy especial a capacitar a los predicadores para que pudieran empeñarse santamente y con fruto en el ministerio de la palabra. Actualmente esto mismo, y quizás con más fuerza, nos parece requerida por los tiempos que corren, mientras la fe vacila en muchos corazones, no faltan aquellos que, por la vaguedad de la vana gloria, siguen la moda, adulteran la palabra de Dios, y quitan a las almas el alimento de la vida.

Por lo tanto, con la mayor vigilancia, debemos observar, Venerables Hermanos, que nuestra grey de hombres vanos y frívolos no sea pasto del viento, sino que se nutra del alimento vital de los ministros de la palabra a quienes se aplican aquella sentencia: hagamos nosotros las veces de embajadores en el nombre de Cristo, como si Dios os exhortase a través de nosotros: reconciliaos con Dios[43]; -de ministros y legados que no caminan con astucia, ni corrompen la palabra de Dios, sino recomendándoos ante toda conciencia humana por la manifestación de la verdad delante de Dios[44]; - operarios que no tienen de que avergonzarse y que expone con rectitud la palabra de la verdad[45]. Y no menos útiles nos serán aquellas normas santísimas y sumamente fructíferas que el obispo de Milán solía recomendar a los fieles, y se resumen en esas palabras de San Pablo: habiendo recibido de nosotros la palabra de la predicación de Dios, vosotros la aceptasteis no como palabra humana, sino como lo que es en verdad: palabra de Dios, que obra en vosotros lo que habéis creído[46]. Así, la palabra de Dios viva, efectiva, más penetrante que cualquier espada[47] obrará no solo para conservación y defensa de la fe, sino también para el impulso efectivo de las buenas obras: ya que la fe sin obras está muerta[48]; y no serán justificados ante Dios los que escuchan la ley, sino aquellos que la ponen por obra[49].

Y este es otro punto en el que vemos cuán inmensa es la brecha entre la reforma verdadera y la falsa. Para aquellos que abogan por la falsedad, imitando la inconstancia de los necios, por lo general llegan a extremos, o exaltan la fe para excluir la necesidad de buenas obras, o colocan toda la excelencia de la virtud solo en la naturaleza, sin la ayuda de la fe y de la gracias divina. De donde sigue que los actos que provienen solo de la honestidad natural no son más que simulacros de virtud, ni duraderos en sí mismos ni suficientes para la salud. Por lo tanto, el trabajo de tales reformadores no sirve para restaurar la disciplina, sino para dañar la fe y las costumbres.

Por el contrario, aquellos que, al ejemplo de Carlos, sinceramente y sin engaño buscan la verdadera y saludable reforma, evitan los extremos, sin traspasar nunca esos límites más allá de los cuales no puede haber reforma. Porque, unidos firmemente a la Iglesia y a su Cabeza Cristo, no solo extraen la fuerza de la vida interior de aquí, sino que también reciben la norma de la acción externa, para acercarse con confianza al trabajo de curación de la sociedad humana. Ahora, de esta misión divina, transmitida perpetuamente en aquellos que deben actuar como legados de Cristo, es precisamente enseñar a todas las gentes, no solo las cosas en las que se debe creer, sino también aquellas que se deben hacer, es decir, como Cristo mismo pronunció: observad todas las cosas que os he mandado[50]. De hecho, él es camino, verdad y la vida[51], y ha venido para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia[52]. Pero ya que el cumplimiento de todos estos deberes, solo con la única guía de la naturaleza, está muy por encima de lo que las fuerzas del hombre pueden lograr por sí mismos, la Iglesia, tiene, junto con su magisterio, unido el poder para gobernar la sociedad cristiana y el de santificarla, mientras que por medio de quienes en su propio grado y cargo son ministros o cooperadores, comunica los medios apropiados y necesarios para la salud.

Lo que significa que los verdaderos reformadores no sofocan los brotes para salvar la raíz, es decir, no separan la fe de la santidad de la vida, sino que alimentan y calientan el aliento de la caridad, que es vínculo de perfección[53]. De la misma manera, obedeciendo al Apóstol, guardan el depósito[54], no ya para evitar su manifestación y restar su luz a la gente, sino para expandir con una vena más amplia las aguas más saludables de la verdad y la vida que fluyen de esa fuente. Y en esto unen la teoría a la práctica, valiéndose de ella para evitar el engaño del error, de esto para aplicar los preceptos a la moralidad y la acción de la vida. Por lo tanto, también procuran los medios que son apropiados o necesarios para el propósito, tanto para la erradicación del pecado como para la perfección de los santos, para la obra del ministerio, la edificación del cuerpo de Cristo[55]. Y esto es precisamente lo que pretenden los estatutos, cánones y leyes de los Padres y Concilios, los medios de enseñanza, de gobierno, de santificación, la beneficencia de todo tipo; esto en suma es lo que pretende la disciplina y toda la actividad de la Iglesia. A estos maestros de la fe y de la virtud se dirige la vista y el alma del verdadero hijo de la Iglesia, mientras se propone reformarse a sí mismo y a los demás. Y en tales maestros se apoya también Borromeo en su reforma de la disciplina eclesiástica, y con frecuencia los recuerda, como cuando escribe: «Nosotros, siguiendo la antigua costumbre y autoridad de los santos Padres y de los Sagrados Concilios, principalmente del Concilio Ecuménico de Trento, hemos establecido muchas disposiciones sobre estos mismos puntos en nuestros precedentes Concilios provinciales». - Del mismo modo, al tomar medidas para reprimir los escándalos públicos, se declara guiado «por la ley y las sanciones sacrosantas de los cánones sagrados y, sobre todo, del Concilio Tridentino»[56].

Y no contento con esto, para asegurarse de que nunca tenga que apartarnos de la regla antes mencionada, por lo general, concluye los estatutos de sus Sínodos provinciales: «Todas y cada una de las cosas que por nosotros en este Sínodo provincial fueron decretadas y hechas, sometemos siempre, para que puedan ser enmendados y corregidos, ante la autoridad y el juicio de la Santa Iglesia Romana, de todas las Iglesias madre y maestra»[57]. Y este propósito suyo se mostró cada vez más ferviente, cuanto más avanzaba a gran ritmo en la perfección de la vida activa; no solo mientras su tío el pontífice ocupó la silla de Pedro, sino también bajo sus sucesores, Pío V y Gregorio XIII, de los cuales, como él apoyó poderosamente la elección, así en las grandes empresas fue una ayuda válida, correspondiendo enteramente a su expectativa.

Pero, sobre todo, los secundó al poner en obra los medios práctico para el para el fin propuesto, es decir, para la verdadera reforma de la disciplina sagrada. En el cual, nuevamente, se mostró más lejos que nunca de los falsos reformadores que enmascaran celosamente su obstinada desobediencia. Por esto, comenzando el juicio de la casa de Dios[58], se aplicó primero a reformar con leyes constantes la disciplina del clero; y con este fin, erigió seminarios para los estudiantes del sacerdocio, fundó congregaciones de sacerdotes, que recibieron el nombre de oblatos, llamó a familias religiosas tanto antiguas como recientes, reunió sínodos y con todo tipo de medidas aseguró y continúo la obra iniciada. Luego, sin demora, puso una mano igualmente vigorosa para reformar las costumbres del pueblo, teniendo como dicho para él lo que ya había sido elegido para el profeta: Aquí te he establecido hoy... para que tu desarraigues y destruyas, para que disperses y elimines, edifiques y plantes[59]. Por lo tanto, como buen pastor, visitando personalmente las iglesias de la provincia, no sin gran esfuerzo, a semejanza del divino Maestro, pasó auxiliando y sanando las heridas del rebaño; trabajó con todos los esfuerzos posibles para reprimir y erradicar los abusos, que se encontraban en todas partes, tanto por ignorancia como por negligencia de las leyes; se opuso a la perversión de las ideas y a la corrupción de las costumbres que se desbordaban si apenas freno sobre escuelas y colegios, que el abrió para la educación de niños y jóvenes, congregaciones marianas, que multiplicó después de haberlas conocido en su primer florecimiento aquí en Roma; hospicios, que abrió a los jóvenes huérfanos, refugios que abrió a los desamparados, a las viudas, a los mendigos o desvalidos por la enfermedad o la vejez, hombres y mujeres; tomó la protección de los pobres contra la arrogancia de los patronos, contra la usura, contra el tráfico de niños y otras instituciones similares en gran número. Pero todo esto lo hizo aborreciendo totalmente el método de aquellos que, al renovar su sociedad cristiana en su mente, pusieron todo al revés y con agitación, con vano clamor, olvidando la palabra divina: no esta el Señor en la emoción[60].

Y este es, precisamente, algo que distingue a los verdaderos reformadores de los falsos, como varias veces habéis comprobado vosotros, Venerables Hermanos. Los falsos reformadores buscan los propios intereses, no los de Jesucristo[61], y al escuchar la insidiosa invitación ya hecha al divino Maestro: ve y muéstrate al mundo[62], repiten las ambiciosas palabras: hagámosnos también un nombre. Por lo que la valentía, como lamentamos incluso en nuestros días, los sacerdotes cayeron en guerra, en el acto que afirmaron hacer grandes cosas, y salieron a la refriega sin prudencia[63].

Por el contrario, el reformador sincero no busca su gloria, sino la gloria de quien lo envió[64]; y como Cristo, su ejemplo, no contenderá ni llorará, ni nadie escuchará su voz en los cuadrados; no será turbio o inquieto[65] pero será dulce y humilde de corazón[66]. Entonces él complacerá al Señor y traerá abundantes beneficios para la salud.

Todavía por otra distintivo difieren entre sí uno y otro, mientras que aquellos, apoyados solo en las fuerzas humanas, confían en el hombre y colocan su fortaleza en la carne[67]; en cambio estos ponen toda su esperanza en Dios; de él y de los medios sobrenaturales espera toda fuerza y virtud, exclamando con el Apóstol: Todo lo puedo en aquel que me conforta[68].

Estos medios, que Cristo comunicó en gran abundancia, los fieles los buscan en la misma Iglesia para su común salvación, y primero entre ellos la oración, el sacrificio, los sacramentos, que se convierten casi en una fuente de agua que se eleva a la vida eterna[69]. Pero mal soportan estos medios de salvación, aquellos que, por caminos torcidos y olvidados de Dios, se afanan en la obra de la reforma, nunca dejan de enturbiar esas fuentes purísimas, o de secarlas por completo, para alejar al rebaño de Cristo. En lo que ciertamente sus seguidores modernos son aún peores, pues bajo cierta máscara de religiosidad superior, no tienen en cuenta ninguno de esos medios de salud y los desacreditan; particularmente los dos sacramentos, con los que se perdonan los pecados a almas arrepentidas o fortifican las almas con el alimento celestial. Por lo tanto, toda persona fiel se esforzará para que unos beneficios tan valiosos sean tenidos en el máximo honor, y no permitirá que se debilite el afecto de los hombres hacia estas dos obras de caridad divina.

Así es exactamente cómo trabajó Borromeo, del que, entre otras cosas, leemos por escrito: «Cuánto más grande y más copioso es "el fruto de los sacramentos del que se puede explicar fácilmente su valor, con tanto más diligencia y piedad más íntima del alma y culto externo y veneración deben ser tratados y recibidos»[70]. Igualmente dignas de mención son las recomendaciones con las cuales exhorta a los párrocos y otros predicadores sagrados a recordar la práctica antigua de la frecuencia de la Sagrada Comunión a la práctica antigua, lo que Nosotros también hicimos mediante el decreto que comienza: Tridentina Synodus. «Los párrocos y predicadores , dice el santo obispo, exhorten al pueblo tan a menudo como sea posible a la práctica saludable de recibir la sagrada Eucaristía con frecuencia, confiando en las instituciones y ejemplos de la Iglesia naciente, en las recomendaciones de los Padres más autorizados, a la doctrina del catecismo romano, en este mismo punto más detenidamente explicada y, finalmente, a la sentencia del Concilio Tridentino, que desea que los fieles en cada misa comulguen no solo recibiendo la Eucaristía espiritualmente, sino también sacramentalmente»[71]. Con qué intención, con qué cariño debería frecuentar este sagrado banquete, lo enseña con estas palabras: «El pueblo no solo debe ser estimulado a la práctica de recibir frecuentemente el Santísimo Sacramento, sino también advertir cuán peligroso y dañino es acercarse en la sagrada mesa de ese alimento indignamente»[72]. Y una similar diligencia parece requerirse máximamente en estos tiempos nuestros de fe vacilante y de caridad languidecida, de modo que la reverencia debida a tanto misterio no venga disminuida por la mayor frecuencia, y sobre todo no haya por ello motivo para que el hombre se pruebe a sí mismo y así coma de ese pan y beba del cáliz[73].

De estas fuentes fluirá una rica veta de gracia, y de ella también extraerán vigor y alimentos los medios naturales y humanos. Ni la acción del cristiano despreciará las cosas útiles y reconfortantes para la vida, que vienen también del mismo Dios, autor de la gracia y de la naturaleza; pero evitará con gran diligencia que al buscar y disfrutar las cosas externas y los bienes del cuerpo, se mire como la meta y casi la felicidad de toda la vida. Quien quiera, por lo tanto, usar estos medios con justicia y templanza, los ordenará a la salud de las almas, obedeciendo las palabras de Cristo: Buscad primero el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas se te darán por añadidura[74].

Tal uso ordenado y sabio de los medios está lejos de ser opuesto al bien de un orden inferior, es decir, propio de la sociedad civil, que de hecho promueve sus intereses de una manera grandiosa; no ya con la vana observancia de las palabras, como es costumbre de los facciosos reformadores, sino con hechos y con el mayor esfuerzo, hasta el sacrificio del patrimonio, de las fuerzas y de la vida. Por encima de todo, muchos obispos dan un ejemplo de esta fortaleza que, en tiempos tristes para la Iglesia, emulando el celo de Carlos, hacen realidad las palabras del divino Maestro: El buen pastor da su vida por sus ovejas[75]. Ellos no son movidos a sacrificarse por la salvación común, por un deseo ardiente de gloria, ni por un espíritu partidista, ni por un estímulo de ningún interés privado; sino por esa caridad que nunca se malogra. De esta llama, que escapa de los ojos profanos, se encendió Borromeo, después de exponerse a una amenaza mortal para servir a las víctimas de la peste, no contento con haber socorrido a los males presentes, todavía se mostró solícito para los futuros: Es razonable que de esa manera «en que un buen padre, que ama a sus hijos con un amor único, les provee tanto para el presente como para el futuro, preparando las cosas necesarias para la vida, de modo que, movidos por la deuda del amor paterno, proporcionamos a los fieles de nuestra provincia todas las precauciones y preparamos para el futuro aquellas ayudas que, en el momento de la plaga, hemos conocido por experiencia que son saludables».[76]

Los mismos diseños y propuestas de afectuosa providencia, Venerable Hermanos, encuentran una aplicación práctica en aquella acción católica que a menudo hemos recomendado. Y a parte de este nobilísimo apostolado, que abarca todas las obras de misericordia para ser premiado con el reino eterno[77], son llamados los hombres elegidos del laicado. Pero, aceptando en sí este peso, deben estar listos y entrenados para sacrificarse enteramente ellos mismo y a todas sus cosas por la buena causa, para sostener la envidia, la contradicción y también la aversión de muchos que corresponden con ingratitud a los beneficios, a trabajar cada uno como buen soldado de Cristo[78], correr por el camino de la paciencia hasta el certamen que propuesto en relación con el autor y consumador de la fe Jesús[79]. Una lucha ciertamente dura, pero eficacísima para el bienestar de la sociedad civil, incluso cuando se retrase su completa victoria.

También para este último punto ahora mencionado, se pueden admirar espléndidos ejemplos de S. Carlos, y tomar de ellos, cada uno según su propia condición, cuáles imitar y consolar. Aunque, de hecho, la virtud singular, la maravillosa laboriosidad y la caridad profusa lo hicieron tan notable, incluso él, sin embargo, no estaba exento de esta ley: todos aquellos que quieren por esta misma razón que siguió un nivel de vida más austero, que viviendo piadosamente en Cristo Jesús sufrirá persecuciones[80]. Por esto mantenía siempre la rectitud y la honestidad, que surgía de un defensa integra de las leyes y de la justicia, ganó la aversión de los hombres poderosos; se encontró expuesto a engaños de diplomáticos; a veces desconfiaba de los nobles, el clero y la gente, y finalmente atrajo a sí el odio mortal de los malvados, y por ello fue cercado a muerte. Pero resistió a todo con un espíritu inquebrantable, si bien él era de naturaleza misericordiosa y dulce. No solo nunca cedió a algo que fuese fatal para la fe y la moral, sino tampoco a pretensiones contrarias a la disciplina y gravosas para los fieles, aunque procediesen de un poderoso monarca y además católico. Consciente de la palabra de Cristo: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios[81], así como la voz de los Apóstoles: Mejor es obedecer a Dios que a los hombres[82], se hizo benemérito en grado sumo, no solo de la causa de la religión, sino de la misma sociedad civil, que, pagando el precio de su necia prudencia y sumergida casi por las tormentas de las sediciones excitadas por ella misma, correría a una muerte segura.

La misma alabanza y gratitud se deberá a los católicos de nuestro tiempo y a sus valerosos líderes, los obispos, mientras que ni los unos ni los otros falten a los deberes propios de los ciudadanos, ya sea guardando fidelidad y respeto a los que dominan, aunque sean díscolos, cuando ordenan cosas justas, como repeliendo sus órdenes cuando son injustas, alejándose igualmente de la rebelión procaz de aquellos que corren a las sediciones y disturbios, como de la abyección servil de quienes aceptan como leyes sacrosantas los estatutos manifiestamente impíos de hombres perversos, que con el mentiroso nombre de las libertades trastornan todo e imponen la tiranía más dura. Esto sucede en presencia del mundo y a la luz de la civilización moderna, especialmente en alguna nación, donde el poder de las tinieblas parece haber colocado su principal sede. Bajo esa tiranía abrumadora pisoteados miserablemente los derechos de todos los hijos de la Iglesia, apagado en tales gobernantes cualquier sentido de generosidad, amabilidad y fe en todos los gobernantes, donde por tanto tiempo sus padres, brillaban por el título de cristianos, brillen por tanto tiempo. Tanto es así que, habiendo entrado el odio de Dios y de la Iglesia, se vuelve atrás in todo y se correa al precipicio hacia la barbarie de la antigua libertad, o más bien al cruel yugo, del que la única familia de Cristo y la educación introducida por él nos ha sustraído. O bien, como expresaba Borromeo, tanto es «una cosa cierta y reconocida que, por ninguna otra culpa es Dios más gravemente ofendido, ninguna provoca una mayor indignación que el vicio de las herejías, y que a su vez nada puede arruinar tanto las provincias y los reinos como esa horrible plaga.»[83]. Sin embargo, como decimos, mucho más funesta se debe estimar la actual conjura por arrebatar a las naciones cristianas del seno de la Iglesia. Los enemigos, de hecho, aunque muy discordantes en los pensamientos y las voluntades, lo que es un cierto signo de error, en una cosa solo están de acuerdo, en la obstinada objeción de la verdad y la justicia; y como de ambas es Iglesia la guardiana y la defensora, contra la Iglesia sola, aprietan sus filas y avanzan al asalto. Y aunque dicen ser imparciales o promover la causa de la paz, en verdad no hacen otra cosa, con palabras dulces pero sin intenciones disfrazadas, sino tender insidias, para añadir al daño la burla, la traición a la violencia. Con un nuevo método de lucha, el nombre cristiano ahora es atacado; y se promueve una guerra mucho más peligrosa que las batallas combatidas anteriormente, de las cuales Borromeo obtuvo tanta gloria.

De ahí que todos tomemos ejemplo y enseñanza, nos animaremos a luchar con fuerza por los intereses más grandes, de los que depende la salvación de los individuos y de la sociedad: por la fe y la religión, por la inviolabilidad del derecho público; lucharemos, ciertamente, esforzados por una amarga necesidad, pero confortados juntos por una dulce esperanza de que la omnipotencia de Dios acelere la victoria para aquellos que luchan en una tan gloriosa batalla. A esta esperanza se agrega la poderosa eficacia, perpetuada hasta nuestros días, de la obra de San Carlos, tanto para debilitar el orgullo de las mentes como para fortalecer el alma en el santo propósito de restaurar todo en Cristo.

Y ahora, Venerables Hermanos, podemos concluir con las mismas palabras, con las que Nuestro Antecesor, Pablo V, mencionado varias veces, concluía las cartas que decretaron los más altos honores a Carlos: «Es correcto, por lo tanto, que demos gloria y honor y bendición para Aquel que vive por siglos de los siglos, que bendijo a nuestro consiervo con toda bendición espiritual, para ser santo e inmaculado en su presencia. Y habiéndonoslo dado al Señor como una estrella brillante en esta noche de pecados, de nuestras tribulaciones, recurrimos a la clemencia divina, con la boca y con las obras suplicando, para que Carlos que amó ardientemente a la Iglesia, sirva de otro modo con los méritos y con que el ejemplo, asista con su patrocinio y en el tiempo del desprecio se haga reconciliación por Cristo nuestro Señor"[84]. Se una a estos deseos y nos colme de común esperanza la protección de la Bendición Apostólica que, con vivo afecto, os impartimos a vosotros, Venerables Hermanos, al clero y al pueblo de cada uno de Vosotros.

Dado en Roma, en San Pedro, el 26 de mayo de 1910, el séptimo de nuestro pontificado.

Pío X, papa

Notas y referencias

[editar]
  1. Sal CXI, 7;Pr X, 7;Hb XI, 4.
  2. Rm VIII, 11.
  3. Rm VIII, 28.
  4. 1 Co IV, 16.
  5. Encíclica E supremi 4 de octubre de 1903
  6. Hb III, 1; XII, 2-3
  7. Encíclica Ad diem illum, 2 de febrero de 1904
  8. Hb XI, 33
  9. Ef IV, 11 y ss.
  10. Encíclica E supremi
  11. Ex Bula Unigenitus, 1 de noviembre de MDXC
  12. De la misma bula Unigenitus.
  13. Ef V, 25 y ss.
  14. Mt XVI, 18.
  15. Mt XVIII, 20.
  16. Jn XIV, 16 y ss. - 26 y ss. - XVI, 7 y ss.
  17. Sesión III, Const. Dei Filius, cap. 3.
  18. Flp III, 18-19.
  19. Is V, 20.
  20. 1 Co X, 13.
  21. 1 P V, 3.
  22. De la bula Unigenitus.
  23. Gn VIII, 2.
  24. Rm VI, 6.
  25. Ef V, 23.
  26. Rm XII, 2.
  27. Flp III, 13, 1.
  28. Ef IV, 15, 16
  29. Ef I, 9, 10.
  30. El protestantismo que combatió San Carlos Borromeo, y el modernismo teológico al que se refiere el papa (N.T.)
  31. Mt XIII, 2.
  32. Conc. Prov. I, ‘’sub initium’’.
  33. Conc. Prov. V, Pars. I.
  34. Conc. Prov. V, Pars. I.
  35. Ibid.
  36. Rm X, 17.
  37. Conc. Prov. V, Pars. 1.
  38. Os IV, 1.
  39. Jr XII, 11.
  40. Conc. Prov. V, Pars. I.
  41. Encíclica Acerbo nimis, del 25 de abril de 1905
  42. Conc. Prov. V, Pars I.
  43. 2 Co V, 20.
  44. 2 Co IV, 2
  45. 2 Tm II, 15.
  46. 1 Ts II, 13
  47. Hb IV, 12.
  48. St II, 26 y Rm II, 13
  49. Rm II, 13
  50. Mt XXVIII, 18-20.
  51. Jn. XIV, 6
  52. Jn X, 10.
  53. Col III 14
  54. 1 Tm VI, 20.
  55. Ef IV, 12.
  56. Conc. Prov. V, Pars I.
  57. Conc. Prov. VI, sub finem
  58. 1 P IV, 17.
  59. 1 P IV, 17.
  60. 1 R XIX, 11.
  61. Flp II, 21.
  62. Jn VII, 4.
  63. 1 Mc V, 57, 67
  64. Jn VII, 18.
  65. Is XLII, 2 ss. y Mt XII, 19
  66. Mt XI, 29
  67. Mt XI, 29
  68. Flp IV, 13.
  69. Jn IV, 14.
  70. Conc. Prov. I, Pars II.
  71. Conc. Prov. III, Pars I.
  72. Conc. Prov. IV, Pars II y 1 Co XI, 28.
  73. 1 Co XI, 28.
  74. Lc XII 31;— Mt VI, 33.
  75. Jn X, 11.
  76. Conc. Prov. V, Pars II.
  77. Mt XXV, 34. sq. 3
  78. 2 Tm II, 3.
  79. Hb XII, 1, 2.
  80. 2 Tm III, 12.
  81. Mt XXII, 21.
  82. Hch V, 29.
  83. Conc. Prov. V, Pars I.
  84. Bulla Unigenitus.