El Único y su Propiedad :10
El Único y su Propiedad, Max Stirner, 1844. Primera parte: El liberalismo social.
El liberalismo social
Somos hombres, hemos nacido libres, y hacia cualquier lado que volvamos la mirada nos vemos reducidos a la servidumbre por egoístas. ¿Debemos, pues, hacernos también Nosotros egoístas? ¡EI cielo nos preserve de ello! ¡Hagamos antes imposible todo egoísmo! ¡Convirtamos a todos en indigentes! Si nadie tiene nada, todos tendrán.
Así hablan los socialistas:
-¿Quién es esa persona a quien llamáis todos? -¡Es la Sociedad! -¿Tiene, pues, un cuerpo? -Nosotros somos su cuerpo. -¿Vosotros? ¡Vamos! Vosotros no sois un cuerpo; Tú tienes un cuerpo y Tú también, y aquel tercero igualmente; pero todos vosotros juntos sois cuerpos y no un cuerpo. Por consiguiente, la Sociedad, admitiendo que sea alguien, tendría muchos cuerpos a su servicio, pero no un cuerpo único que le perteneciese en propiedad. Como la Nación de los políticos, no es más que un Espíritu, un fantasma, y su cuerpo no es más que una apariencia.
Para el liberalismo político, la libertad del hombre es la libertad de personas, de dominación personal, es la libertad personal garantizando a cada individuo contra los demás individuos. Nadie tiene el derecho de ordenar, sólo la ley ordena.
Pero si las personas son iguales, lo que poseen no es igual. El pobre tiene necesidad del rico, como el rico del pobre; el primero tiene necesidad de la riqueza del segundo, y éste del trabajo del primero: si cada uno necesita al otro, no es como persona, sino como proveedor, como alguien que tiene algo que dar, como detentor o poseedor de alguna cosa. Por consiguiente, el hombre es lo que tiene. Y, por su haber, los hombres son desiguales.
El socialismo concluye que nadie debe poseer, lo mismo que el liberalismo político concluía que nadie debe mandar. Si para éste, únicamente mandaba el Estado, para aquél sólo la Sociedad posee.
Por el hecho de su protección a cada persona y a toda propiedad frente a los demás, el Estado aisla a los individuos: lo que Yo soy y lo que Yo tengo no me incumbe más que a Mí. Quien se contenta con lo que es y con lo que tiene, no trata de ir más lejos, pero quien quiere ser y tener más, busca ese aumento y lo encuentra en poder de otras personas. Venimos a parar a una contracción: uno no es personalmente más que otro, y sin embargo, uno tiene lo que otro no tiene y desearía tener; así, pues, uno posee lo que necesita y otro no, puesto que uno es rico y otro pobre.
¿Debemos, pues, continúan los socialistas, dejar resucitar lo que habíamos enterrado con tanta razón, y debemos dejar restaurar por un subterfugio esa desigualdad de las personas que hemos querido abolir? No. Preciso es, por el contrario, acabar la tarea que tan sólo se ha realizado a medias. Falta aún a nuestra libertad frente a las personas, la libertad frente a lo que se les permite oprimir del otro, a lo que es el fundamento del poder personal, es decir, la libertad frente a la propiedad personal. Suprimamos, pues, la propiedad personal. Que ninguno posea ya nada, que todos sean indigentes. Que la propiedad sea impersonal, que pertenezca a la Sociedad.
Ante el Propietario Supremo, venimos a ser todos indigentes iguales. Hasta el presente, alguien puede ser un pordiosero, un pobre diablo, respecto a su vecino, en adelante toda distinción se borra, pues todos son indigentes, y la sociedad comunista se resume en lo que puede llamarse la indigencia generalizada.
Cuando el proletario haya conseguido realizar la Sociedad que tiene en sus miras y en la cual debe desaparecer toda diferencia entre rico y pobre, será un indigente. Sin embargo, ser un indigente es para él ser alguna cosa, y podría convertir la palabra indigente en un título tan honroso como lo ha sido el titulo de burgués gracias a la Revolución. El indigente es su ideal y todos debemos hacernos indigentes.
Tal es el segundo robo hecho a la personalidad en provecho de la Humanidad. No se deja al individuo ni el derecho de mandar, ni el derecho de poseer: el Estado toma el uno, la Sociedad toma el otro.
Presentando la sociedad actual los inconvenientes más enojosos, quienes tienen que sufrirlos más, es decir, los miembros de las regiones interiores de la sociedad, son también los más heridos y creen poder atribuir todo el mal a la sociedad misma; así se imponen el trabajo de descubrir la sociedad justa. No es mas que la vieja ilusión de buscar la culpa en todos los demás, antes de indagarla en sí mismo. En el caso presente se recrimina al Estado, al egoísmo de los ricos, etc., aun cuando es ciertamente culpa nuestra que existan un Estado y ricos.
Las reflexiones, y las conclusiones del comunismo parecen las mas sencillas. En el estado actual de cosas, los unos son perjudicados por los otros, y, de hecho es la mayoría la que sufre a causa de la minoría. Los unos gozan del bienestar, los otros se encuentran en la necesidad, la situación presente, es decir, el Estado (status, situación), no puede subsistir. ¿Qué poner en su lugar? El bienestar general, el bienestar de todos, en lugar del de algunos.
La Revolución ha hecho a la burguesía omnipotente y ha suprimido toda desigualdad, en el sentido de que cada cual se ha elevado o ha descendido, según su posición anterior al rango de ciudadano; el plebeyo ha sido elevado y el noble rebajado; el Tercer Estado ha venido a ser el único Estado, es decir, el Estado de los ciudadanos.
A eso, el comunismo responde: lo que constituye nuestro valor, nuestra dignidad, no es nuestra cualidad de hijos iguales de nuestra madre el Estado, y nacidos con los mismos derechos bajo su amor y su protección, sino el hecho de que existimos los unos para los otros. Nuestra igualdad o lo que nos hace iguales, consiste en que Yo, Tu, todos nosotros, obramos o trabajamos para los Demás. Dicho de otro modo, si somos iguales es porqué cada uno de nosotros es un trabajador. Lo esencial en nosotros no es lo que somos para el Estado, es decir, nuestra cualidad de ciudadano, nuestra ciudadanía, sino que existimos los unos para los otros: cada cual existe por y para Otro: vosotros cuidáis mis intereses y, recíprocamente, yo velo por los vuestros. Así, por ejemplo, vosotros trabajáis para vestirme (sastre), yo en divertiros (poeta dramático, acróbata, etc.), vosotros trabajáis en alimentarme (cocinero, etc.), yo en instruiros (sabio, etc.). El Trabajo hace nuestra dignidad y nuestra igualdad.
¿Qué ventajas sacamos de la ciudadanía? ¡Cargas! ¿Y cómo se estima nuestro trabajo? Todo lo bajo posible. Sin embargo, el trabajo constituye nuestro único valor; el trabajador es lo mejor de nosotros y si tenemos alguna significación en el mundo es como trabajadores. Sea, pues, por nuestro trabajo que se nos aprecie, y sea nuestro trabajo lo que se evalúe.
¿Qué podéis ofrecernos? Trabajo y nada más que trabajo. Si os debemos alguna recompensa es a causa del trabajo que suministráis, de la molestia que os tomáis y no simplemente porque existís; es en razón de lo que sois para Nosotros y no de lo que sois para Vosotros. ¿En qué se fundan vuestros derechos sobre Nosotros? ¿Sobre vuestro origen elevado? ¡De ningún modo! Nada más que sobre lo que hacéis para satisfacer Nuestras necesidades o Nuestros deseos. Convengamos, pues, en esto: vosotros Nos evaluaréis según lo que hagamos por Nosotros y Nosotros haremos lo mismo en cuanto a vosotros. El trabajo crea el valor, y el valor se mide por el trabajo, se entiende, el trabajo para otros, el trabajo de utilidad general. Sea cada cual a los ojos de los demás un trabajador. Quien ejecuta una tarea útil no es inferior a nadie; en otros términos: todos los trabajadores (naturalmente en el sentido de productores para la comunidad, trabajadores comunistas) son iguales. Si el trabajador es digno de su salario, que su salario sea digno de él. (...)
En tanto que bastó la fe para asegurar al hombre su dignidad y su rango, no se tuvo nada que objetar al trabajo, por absorbente que fuese, si no apartaba al hombre de la fe. Pero hoy, que cada cual tiene en sí una humanidad que cultivar, la relegación del hombre a un trabajo de máquina no tiene más que un nombre: esclavitud. ¡Si el obrero de fábrica debe matarse trabajando durante doce horas o más al día, no se hable ya para él de dignidad humana! Toda tarea debe tener un fin que satisfaga al hombre, y hace falta para eso que cada obrero pueda llegar a ser maestro en su arte y que la obra que produce sea completa. En una fábrica de alfileres, por ejemplo, el obrero que no fabrica más que cabezas, o que no hace más que pasar por la hilera el hilo de latón, es rebajado a la calidad de máquina, es un forzado y no será jamás un artista; su trabajo no puede interesarle y satisfacerle, no puede más que fatigarle. Su obra, considerada en sí misma, no significa nada, no tiene ningún fin en sí, no es nada definitivo; es el fragmento de un todo que otro emplea, explotando al productor.
Todo goce de un espíritu cultivado está vedado a los obreros al servicio de otro; no les quedan más que los placeres groseros; toda cultura les está cerrada. Para ser buen cristiano basta creer y es posible creer bajo las condiciones más opresivas. Así, las gentes de convicciones cristianas no ponen sus miras más que en la piedad de los trabajadores avasallados, su paciencia, su resignación, etc. Las clases oprimidas pudieron soportar toda su miseria mientras fueron cristianas, porque el cristianismo es un maravilloso apaciguador de todos los murmullos y de todas las rebeliones. Pero no se trata ya hoy de ahogar los deseos, sino de satisfacerlos. La burguesía, que ha proclamado el evangelio del goce de la vida, del goce material, se extraña de ver que en esta doctrina encuentra partidarios entre nosotros, los pobres; ella ha mostrado que ni la fe ni la pobreza engendran la felicidad, sino la instrucción y la riqueza; ¡y ciertamente así lo entendemos nosotros los proletarios!
La burguesía se ha libertado del despotismo y de la arbitrariedad individual; pero ha dejado subsistir la arbitrariedad que resulta del concurso de las circunstancias y que puede llamarse la fatalidad de los acontecimientos; hay siempre una suerte que favorece y gentes que tienen suerte. Cuando, por ejemplo, una rama de la industria llega a pararse y millares de obreros se quedan en la calle, se piensa con bastante exactitud que el individuo no es culpable, sino que la culpa es de las circunstancias; cambiemos, pues, esas circunstancias y cambiémoslas radicalmente para que no estén ya a la merced de semejantes eventualidades: ¡Que obedezcan en adelante a una ley! ¡Creemos un nuevo orden de cosas que ponga fin a todas las fluctuaciones y que ese orden sea sagrado!
En otro tiempo, para obtener alguna cosa era preciso conquistar al Señor, pero desde la Revolución se necesita tener suerte. Una persecución de la suerte, un juego de azar, tal es la vida burguesa; de ahí el precepto de que no se debe arriesgar de nuevo en el juego lo que se ha conseguido ganar.
La competencia, tema único a cuyo alrededor se desarrollan todas las variaciones de la vida civil y política, ha venido a ser una pura lotería, desde la especulación en la bolsa hasta la caza de los clientes, de los puestos, del trabajo, del ascenso y de las condecoraciones, y hasta del miserable negociejo de los usureros judíos. Si se consigue batir y suplantar a sus competidores, se da un buen golpe.
Las gentes, que sin ver mal en ello, pasan su vida bamboleadas por el flujo y reflujo de la avena, se llenan de la más santa indignación cuando se revela su propio principio bajo su verdadera luz trayéndoles desgracias. Los socialistas quieren poner fin a estos caprichos de la fortuna, fundando una Sociedad en la que los hombres no sean ya juguetes del azar, sino seres libres. Este afán se manifiesta, naturalmente, por el odio de los desgraciados contra los dichosos, es decir, de quienes han sido abandonados por la suerte contra aquellos a los que el azar ha colmado de bienes. Pero el odio del desventurado no se cierne tanto sobre quien ha tenido suerte, como sobre la suerte misma, esta columna podrida del edificio burgués.
Los comunistas, basándose en el principio de que la actividad libre es la esencia del hombre, tienen necesidad del domingo, compensación necesaria al trabajo de los días laborables. Les hace falta el dios, la elevación y la deificación que reclama todo esfuerzo material para poner un poco de espíritu en su trabajo de máquinas.
Si el comunista ve en Ti un hombre y un hermano, ésa es sólo su manera de ver de los domingos; los demás días de la semana no Te considera en modo alguno como un hombre nada más, sino como un trabajador humano o un hombre que trabaja. Si el primer punto de vista se inspira en el principio liberal, el segundo encubre la iliberalidad. Si Tú fueses un holgazán, no reconocería en Ti al hombre, vería un hombre perezoso al que corregir de su pereza y que catequizar para convertirlo a la creencia de que el trabajo es el destino y la vocación del hombre.
Así, el comunismo se presenta bajo un doble aspecto: de una parte, da gran importancia a la satisfacción del hombre espiritual, y de otra propone los medios de satisfacer al hombre material, o carnal. Provee al hombre de un doble beneficio, a la vez material y espiritual.
La burguesía había proclamado libres los bienes espirituales y materiales, y había dejado a cada cual el cuidado de obtener lo que codiciaba. El comunismo da realmente esos bienes a cada uno, se los impone y le obliga a sacar partido de ellos, considerando que solamente los bienes materiales y espirituales hacen de nosotros hombres, considera esencial que podamos adquirir esos bienes sin obstáculo alguno que impida ser hombres. La burguesía hacía la producción libre, el comunismo obliga a la producción y no admite más que a los productores artesanos. No basta que las profesiones Te estén abiertas, es preciso que practiques una.
Sólo queda ya a la crítica demostrar que la adquisición de esos bienes en modo alguno hace de nosotros hombres.
El postulado del liberalismo, en virtud del cual cada uno debe hacer de sí un hombre y adquirir una humanidad, implica la necesidad para cada uno de tener tiempo de consagrarse a esa humanización y de trabajar en sí mismo. El liberalismo político creía haber hecho lo necesario entregando a la competencia todo el campo de la actividad humana y permitiendo al individuo tender hacia todo lo que es humano: Que todos puedan luchar contra todos. El liberalismo social juzga este permiso insuficiente, porque permitido significa simplemente que no está prohibido a nadie, y no que es posible a todos y cada uno. De esto concluye que la burguesía no es liberal más que de palabra, mientras que de hecho es extremadamente iliberal. Por su parte, pretende facilitarnos a todos el medio de trabajar para nosotros mismos.
El principio del trabajo suprime, evidentemente, el del azar y el de la competencia. Pero tiene igualmente por efecto mantener al trabajador en ese sentimiento de que lo esencial en él es el trabajador desprendido de todo egoísmo. El trabajador se somete a la supremacía de una sociedad de trabajadores, de la misma manera que el burgués aceptaba sin objeción la competencia. El bello sueño de un deber social es hoy todavía el ensueño de muchas gentes, y se imaginan que dándonos la sociedad aquello que necesitamos, estamos obligados a ella, se lo debemos todo. Se persiste en la voluntad de servidumbre a un dispensador supremo de todo bien.
¡Que la sociedad no es un Yo capaz de dar, prestar, o de permitir sino unicamente un medio, un instrumento de que Nos servimos -que no tenemos ningún deber social, sino unicamente intereses, para cuya adquisición utilizamos la sociedad -que no debemos a la sociedad ningun sacrificio, pero que si algo sacrificamos no es más que a Nosotros mismos -son cosas que los socialistas no pueden adivinar: son liberales y como tales, imbuidos de un principio religioso. La sociedad con que sueñan es, como antes el Estado, ¡sagrada!
¡La Sociedad, que todo lo proporciona, es un nuevo Señor, un nuevo fantasma, un nuevo Ser Supremo que nos impone servidumbre y deber!
El examen más profundo del liberalismo, tanto político como social, seguirá más adelante. Contentémonos, por el momento, con llamarlos al tribunal del liberalismo humanitario o liberalismo crítico.