El Único y su Propiedad :13
El Único y su Propiedad, Max Stirner, 1844. Segunda parte: Yo.
II. El propietario y el individuo
¿Llegaré Yo a Mí mismo y a lo Mío mediante el liberalismo ?
El liberal, ¿a quién considera su semejante? ¡Al Hombre! Sé tan sólo un Hombre -y Tú ya lo eres- y el liberal te llamará su hermano. Poco le importan tus opiniones y tus necedades privadas, desde el momento en que no puede ver en Ti más que al Hombre.
Poco le importa lo que Tú eres particularmente, porque si es consecuente, sus principios le impiden considerarle el menor valor; no ve en Ti más de lo que eres genéricamente. En otros términos, no ve en Ti a ti mismo, sino al género; no a Pedro o Pablo, sino al Hombre; no lo real o lo único, sino tu esencia o tu concepto; no el individuo en carne y hueso, sino el Espíritu.
En cuanto eres Pedro, no eres su semejante, porque él es Pablo y no Pedro; en cuanto Hombre, eres lo que él es. Si es verdaderamente un liberal y no un egoísta inconsciente, Tú, Pedro, eres a sus ojos tanto como inexistente, lo que, entre paréntesis, hace asaz ligero su amor fraternal; lo que él ama en Ti no es a Pedro, de quien no sabe ni quiere saber nada, sino únicamente al Hombre. ( ...)
La religión humana no es más que la última metamorfosis de la religión cristiana. El liberalismo, en efecto, es una religión, porque Me separa de Mi esencia y la coloca por encima de Mí, porque eleva "al Hombre" como la religión eleva a su dios o su ídolo, porque convierte lo Mío en un más allá y hace de mis atributos, de mi propiedad, algo extraño a Mí, es decir, una esencia; en suma, el liberalismo es una religión, porque me somete al "Hombre" y a una "vocación". Por las formas mismas que reviste, el liberalismo revela aún su naturaleza de religión: reclama una devoción ferviente al Ser Supremo, al Hombre; una fe que obra y da pruebas de su celo, un fervor que no se entibia (Bruno Bauer, Die Judenfrage, Braunschweig, 1843, página 61). Pero como el liberalismo es una religión humana, sus adeptos hacen profesión de ser tolerantes para con los adeptos de las demás religiones (judía, cristiana, etc.); de esa misma tolerancia daba pruebas Federico el Grande para con todo el que cumplía sus deberes de súbdito, cualquiera que fuese, por otra parte, el modo con que tuviese a bien hacer su salvación. Esta religión debe elevarse a una universalidad bastante alta para separarse de todas las demás como de puras nimiedades privadas, respecto de las cuales uno se conduce muy liberalmente en consideración a su misma insignificancia.
Puede llamársele religión estatal, la religión del Estado libre, no en el sentido antiguo de religión preconizada y privilegiada por el Estado, sino porque es la religión que el Estado libre no solamente está autorizado, sino obligado a exigir de cada uno de sus súbditos, ya sean privadamente judíos, cristianos o lo que les agrade. Ella juega en el Estado el mismo papel que la piedad en la familia. Para que la familia sea aceptada por cada uno de sus miembros, es preciso que cada uno de ellos considere el lazo de sangre como sagrado.
¿Cuál es la idea más elevada para el Estado? Es ciertamente la de ser una verdadera sociedad humana, una sociedad en que se admita un miembro cualquiera que sea verdaderamente Hombre, es decir, que no sea no-hombre. Por amplia que sea la tolerancia de un Estado, ella se detiene ante el no-hombre y ante lo inhumano. Y, sin embargo, ese no-hombre es hombre, lo inhumano es algo humano, algo únicamente posible en el hombre y no en el animal, esa inhumanidad es una posibilidad humana.
Pero aunque todo no-hombre sea un hombre, el Estado lo excluye de su seno o lo aprisiona y le convierte de súbdito del Estado en súbdito de la cárcel ( de una casa de locos o de una casa de salud, según el comunismo).
Es fácil definir en términos burdos lo que se entiende por un no-hombre: es un hombre que no corresponde al concepto Hombre, como lo inhumano que no coincide con el conjunto de atributos que forman el concepto humano. Eso es lo que la lógica llama una tautología. ¿Se puede, en efecto, emitir el juicio de que un hombre puede no ser un hombre, a menos que se admita la hipótesis de que el concepto hombre puede ser separado del hombre existente, la esencia del fenómeno? Se dice: parece un hombre, pero no lo es.
¡Hace muchos siglos que los hombres se contentan con esta petición de principio! Y, lo que es más, durante todo ese tiempo no han existido más que no-hombres. ¿Qué individuo ha coincidido jamás con su esquema? El cristianismo no conoce más que un solo y único Hombre -el Cristo- y aun éste no es, bajo el punto de vista opuesto, más que un no-hombre: es un hombre sobrehumano, un Dios. El hombre real sólo es el no-hombre.
Esos hombres que no son Hombres, ¿qué podrían ser más que fantasmas? Cada hombre real que no corresponde al concepto Hombre o que no está conforme con el genio de la especie, es un espectro. Pero si yo hago Mía mi esencia, la convierto en un atributo inherente a Mí y el Hombre deja de ser mi ideal, mi vocación, mi esencia o el concepto que imperaba por encima de Mí y estaba más allá de Mí mismo para devenir mi humanidad, mi ser-hombre, de suerte, que aquello que Yo hago no es humano sino porque Yo soy quien lo llevo a cabo y no porque corresponde al concepto de Hombre, ¿soy entonces un no-hombre? Yo soy, en realidad, Hombre y no hombre en Uno, porque soy a la vez hombre y más que hombre: Yo soy el Yo de esa individualidad, que es mi propiedad y nada más que mi propiedad. ( ...)
Decir que el Estado debe tomar en cuenta nuestra humanidad, equivale a decir que debe contar con nuestra moralidad. Ver en otro un hombre y conducirse como un hombre respecto a él, es obrar moralmente; todo el amor espiritual del Cristianismo se reduce a esto. Si yo no veo en Ti al Hombre, lo mismo que veo en Mí al Hombre y únicamente al Hombre, haré por Ti lo que haría por Mí, porque somos en ese caso lo que los matemáticos llaman dos cantidades iguales a una tercera: A=B y B=C, luego A=C, o de otro modo, Yo=Hombre y Tú=Hombre, luego Yo=Tú; luego Tú y Yo tenemos igual valor. La moralidad es incompatible con el egoísmo, porque no es a Mí, sino solamente al Hombre que soy al que concede un valor. Si el Estado es una Sociedad de Hombres y no una comunidad de Yos en la que cada uno sólo tiene en cuenta a Sí mismo, no puede subsistir sin la moralidad, y debe basarse en ella. Así, el Estado y Yo somos enemigos. El bien de la sociedad humana no me llega al corazón, a mí, el egoísta; Yo no me sacrifico por ella, no hago más que emplearla; pero, a fin de poder usar de ella plenamente, la convierto en mi propiedad, hago de ella mi criatura; es decir, la aniquilo y edifico en su lugar la asociación de los egoístas.
El Estado, por su parte, descubre su hostilidad respecto a mí, exigiendo que Yo sea un Hombre, lo que supone que podría no serIo y pasar a sus ojos como un no-hombre; convierte la Humanidad en un deber. Exige, además, que Yo me abstenga de toda acción susceptible de negar su existencia; la existencia del Estado debe serme sagrada. Así, no debo ser un egoísta, sino un hombre de buenas ideas y de buenas obras" , o, dicho de otro modo, un hombre moral. Ante el Estado y su organización, debo ser impotente, respetuoso, etc.
Ese Estado, que por otra parte no tiene actualmente ninguna realidad, que todavía hay que fundar, es el ideal del liberalismo progresista. Será una verdadera sociedad humana, donde todo aquel que sea Hombre hallará su lugar. El liberalismo se propone como objeto realizar el Hombre, es decir, crearle un mundo, un mundo que será un mundo humano, o la sociedad humana universal (comunista). La Iglesia, decía, no podía ocuparse más que del Espíritu; el Estado debe encargarse del Hombre todo entero (Moses Hess, Die europäische Tiarchie, Leipzig, 1841, pág. 76). Pero ¿el Hombre no es Espíritu? El núcleo del Estado es el Hombre, esa irrealidad, y el Estado mismo no es más que una sociedad de Hombres. El mundo que crea el creyente (Espíritu creyente) se llama Iglesia; el mundo que crea el Hombre (Espíritu Humano), se llama Estado. Pero no es ése mi mundo. Lo que yo ejecuto no es nunca Humano ni abstracto, pero siempre me es propio; mi obra de hombre es diferente de todas las demás obras de Hombres, y sólo gracias a esa diferencia es real y me pertenece. Lo Humano en sí es una abstracción y por consiguiente, un fantasma, un ser imaginario. ( ...)
Bruno Bauer piensa, por el contrario, que judíos y cristianos podrían mirarse como Hombres y tratarse mutuamente como tales, si se despojaran de esa manera particular de ser, que los separa y les hace un deber de perpetuar esa separación, para reconocer en el Hombre su verdadera esencia. A creerlo, el error, tanto de los judíos como de los cristianos, sería pretender ser y tener alguna cosa aparte, en lugar de ser simplemente Hombres y tender hacia lo humano, es decir, hacia los derechos universales del hombre. Su error fundamental sería creerse elegido, creerse en posesión de privilegios y, de un modo general, creer en la existencia del privilegio. Él responde objetándoles los derechos del hombre. ¡Derechos del hombre!
El Hombre es el Hombre en general y cada uno es hombre. Cada uno debe, pues, poseer los derechos eternos de que se trata, y debe gozar de ellos, según el parecer de los comunistas, en la completa democracia, o como sería más exacto llamarla: antropocracia. Pero sólo Yo tengo todo lo que me procuro. Como Hombre, no tengo nada. Se quisiera ver a cada hombre gozar de todos los bienes, simplemente porque lleva el título de Hombre. Pero Yo pongo el acento en Mí y no en el hecho de que soy Hombre. El hombre no es nada, sino en tanto que atributo Mío (mi propiedad); sucede con la humanidad lo que con la virilidad y la femenidad. El ideal de los antiguos era la virilidad; la virtud era para ellos virtus, y arete el valor varonil. ¿Qué pensar de una mujer que no quisiera ser más que perfectamente mujer? Ser mujer no es dado a todo el mundo, y yo sé de no pocas gentes que se propondrían en ello un ideal inaccesible. Pero la mujer es, en todo caso, femenina, lo es por naturaleza: la femeneidad es uno de los elementos de su individualidad y no tiene que hacerse auténticamente femenina. Yo soy hombre exactamente como la Tierra es astro. No es menos ridículo imponerse como una misión ser verdaderamente hombre como lo sería hacer a la Tierra un deber de ser verdaderamente astro.
Cuando Fichte dice: El Yo es Todo, parece estar en perfecta armonía con mi teoría. Pero el Yo no es Todo únicamente, sino que destruye Todo, y sólo el Yo que se aniquila a sí mismo, el Yo que no es jamás, el Yo finito, es realmente Yo. Fichte habla de un Yo absoluto, en tanto que Yo hablo de Mí, del Yo finito.
¡Se está muy cerca de admitir que el Hombre y Yo son sinónimos! Y vemos, sin embargo, a Feuerbach, por ejemplo, declarar que el término Hombre no debe aplicarse más que al Yo absoluto, al género, y no al Yo individual, efímero y caduco. Egoísmo y humanismo deberían significar la misma cosa; sin embargo, según Feuerbach, si el individuo puede franquear los límites de su individualidad, no puede, sin embargo, elevarse por encima de las leyes y de los caracteres esenciales de la especie a que pertenece (L. Feuerbach, Wesen des Christentums, zweite Auflage, Leipzig, 1843, pag. 401). Sólo que la especie no es nada, y el individuo que franquea los límites de su individualidad, es, por esta razón misma, más él, más individual, pues no es individuo sino en tanto que se eleva, no sigue siendo lo que es; de no ser de este modo, sería un ser acabado, muerto. El Hombre no es más que un ideal, y la especie no es más que un pensamiento. Ser un hombre, no significa representar el ideal del hombre, sino ser él, el individuo. ¿Qué tengo Yo que ver con la realización de lo Humano en general? Mi tarea es contentarme, bastarme a mí mismo. Yo soy quien soy, mi especie; Yo carezco de regla, de ley, de modelo, etc. Puede ser que Yo no pueda hacer de Mí más que muy poca cosa, pero ese poco es Todo, ese poco vale más de lo que pudiera hacer de Mí una fuerza extraña, la dirección de la moral, de la religión, de la ley, del Estado, etc. Mejor es- si acaso puede tratarse aquí de mejor y de peor -más vale, digo, un niño indisciplinado que un niño modelo, más vale el hombre que se niega a todo y a todos, que el que consiente siempre; el recalcitrante, el rebelde, puede aún modelarse a su agrado, en tanto que el bien educado, el benévolo, echados en el molde general de la especie son determinados por ella: ella es su ley. Digo determinados, es decir, destinados, porque, ¿qué es la especie para ellos sino el destino y su destino o su vocación?
Ya me proponga yo por ideal la Humanidad, especie, y tienda hacia ese fin, o haga el mismo esfuerzo hacia Dios y el Cristo, no veo en ello ninguna diferencia esencial: mi vocación es, cuando más, en el primer caso, más determinada, más vaga y más flotante.
El individuo es toda la Naturaleza y toda la especle.
Lo que Yo soy, determina necesariamente todo lo que hago, pienso, etc., en suma, todas mis manifestaciones. El judío, por ejemplo, sólo puede querer tal cosa, sólo puede mostrarse tal y no otro; el cristiano, haga lo que haga, sólo puede mostrarse y manifestarse cristiano. Si Te fuera posible ser judio o ser cristiano, no producirías más que algo judío o cristiano; pero eso no es posible; toda Tu conducta es la de un egoísta, de un pecador contra los conceptos judío, cristiano, etc. Lo que se ha encontrado más perfecto en ese género, es el Hombre. Siendo judío eres demasiado poco, y el judío no es tu deber; ser un griego, ser un alemán, no basta. Pero sé un Hombre y lo tendrás todo; elige lo humano como tu vocación.
Ahora ya sé lo que Yo debo hacer, y podría escribir el nuevo catecismo. De nuevo el sujeto es subordinado al predicado, y lo particular inmolado a lo general; la dominación se asegura de nuevo a una idea, y el sujeto se prepara para una nueva religión. Hemos progresado en el campo de la religión y muy particularmente del cristiano, pero no hemos dado un paso para salir de ellos.
Franquear ese paso, nos conduciría a lo indecible, porque la lengua indigente no tiene palabra para decirme, y el verbo, el logos, no es, cuando se aplica a Mí, más que una palabra vana.
Se busca mi esencia. No es el judío, el alemán, etcétera, es el Hombre. El Hombre es mi esencia.
Yo me soy desagradable o antipático, Me repugno, Me hastío y Me doy horror, o bien no soy jamás bastante, ni hago jamás bastante por Mí. De tales sentimientos nace ya la autonegación, ya la autocrítica. La religiosidad comienza con la abnegación y acaba por la crítica radical.
Yo estoy poseído y quiero exorcizar el espíritu maligno. ¿Qué hacer? Cometer audazmente el pecado más negro a los ojos de los cristianos; blasfemar del Espíritu Santo. Si alguno blasfema contra el Espíritu Santo, no recibirá jamás el perdón y quedará cargado de una condenación eterna (Marcos, 2, 29). Yo no quiero el perdón ni temo el castigo.
El Hombre es el último de los malos espíritus, el último fantasma, y el más fecundo en imposturas y en engaños; es el más sutil mentiroso que se haya ocultado nunca bajo una máscara de honradez; es el padre de las mentiras. El egoísta que se subleva contra los deberes, las aspiraciones y las ideas que están en curso, comete despiadadamente la suprema profanación: ¡nada le es sagrado!
Sería absurdo sostener que no hay potencias superiores a la mía. Pero la posición que Yo tome respecto a ellas, será en todo diferente de la que hubiera sido en las edades religiosas: Yo seré el enemigo de toda potencia superior, mientras que la religión nos enseña a hacernos de ella un amigo, y a ser humildes con ella.
El sacrilegio concentra sus fuerzas contra todo temor de Dios, porque el temor de Dios le quitaría todo imperio sobre aquello cuyo carácter sagrado dejara subsistir. Ya sea el Dios o el Hombre el que ejerce en el Hombre-Dios el poder santificante, ya sea a la santidad de Dios o a la del Hombre a la que dirijamos nuestros homenajes, ello no cambia nada el temor a Dios: el Hombre convertido en Ser Supremo será objeto de la misma veneración que Dios, Ser Supremo de la religión: ambos exigen de nosotros temor y respeto.
El temor a Dios propiamente dicho está desde hace largo tiempo quebrantado, y la moda es un ateísmo más o menos consciente que exteriormente se reconoce en un abandono general de los ejercicios del culto. Pero se ha trasladado al Hombre todo lo que se ha quitado a Dios, y el poder de la humanidad ha aumentado con todo lo que la piedad ha perdido en importancia: el Hombre es el dios de hoy, y el temor al Hombre ha tomado el lugar del antiguo temor a Dios.
Pero como el Hombre no responde más que otro Ser Supremo, el Ser Supremo no ha sufrido, en suma, más que una simple metamorfosis, y el temor al Hombre no es más que un aspecto diferente del temor a Dios.
Nuestros ateos son gente piadosa.
Si durante los tiempos llamados feudales recibíamos todo en feudo de Dios, el período liberal nos ha puesto en el mismo estado de vasallaje respecto al Hombre. Dios era el Señor, en el presente, el Hombre es el Señor; Dios era el Mediador, en el presente, lo es el Hombre; Dios era el Espíritu, y el Hombre es hoy el Espíritu. Bajo este triple aspecto, el vasallaje se ha transformado; en primer lugar, tenemos del Hombre todopoderoso nuestro poder, y este poder, emanado de una autoridad superior, no se llama potencia o fuerza, sino que se llama el derecho: el derecho del Hombre. En segundo lugar, tenemos de él nuestra relación con el mundo, porque es el mediador que ordena nuestras relaciones, y éstas no pueden, por consiguiente, ser más que humanas. En fin, tenemos de él a Nosotros mismos, es decir, nuestro valor propio o todo aquello de que somos dignos, porque no tenemos ningún valor si él no habita en Nosotros y si no somos humanos. El poder es del Hombre, el mundo es del Hombre y Yo soy del Hombre.
Pero ¿cómo declarar que Yo soy Mi justificador, Mi mediador y Mi propietario? Yo diré:
Mi poder es mi propiedad.
Mi poder me da la propiedad.
Yo mismo soy mi poder y soy por él mi propiedad.