El Único y su Propiedad :16
El Único y su Propiedad, Max Stirner, 1844. Segunda parte: Mi autodisfrute.
Mi autodisfrute
Estamos en el límite de una época. El mundo no ha pensado hasta el presente más que en conquistar la vida, su única preocupación ha sido vivir. Ya tienda toda actividad hacia las cosas de aquí abajo o hacia el más allá, hacia la vida temporal o hacia la eterna, ya se aspire al pan cotidiano (dadnos nuestro pan cotidiano), o al pan sagrado (el verdadero pan del cielo, el pan de Dios que ha bajado del cielo y que da la vida al mundo, el pan de la vida, San Juan, VI, 32, 33,48), ya se preocupe uno de la querida vida o de la vida eterna, el fin de todo esfuerzo, el objetivo de toda solicitud no cambia; se trata siempre de la vida.
¿Las tendencias modernas anuncian algo distinto? Se quiere que las necesidades de la vida no sean ya un tormento para nadie, y se enseña, por otra parte, que el hombre debe ocuparse en este mundo y vivir su vida real, sin vano cuidado del más allá.
Consideremos la cuestión desde otro punto de vista: quien sólo trata de vivir, no puede pensar en gozar de la vida. Mientras su vida esté todavía en cuestión, mientras pueda temblar por ella, no puede consagrar todas sus fuerzas a utilizar la vida, es decir, a gozar de ella. Pero ¿cómo gozar de ella? Usándola, como se quema la vela que se emplea. Usa uno de la vida y de sí mismo, consumiéndola y consumiéndose. Gozar de la vida es devorarla y destruirla.
Pues bien, ¿qué hacemos? Buscamos el goce de la vida. ¿Y qué hacía el mundo religioso? Buscaba también la vida. ¿En qué consiste la verdadera vida, la vida bienaventurada, etc.? ¿Cómo alcanzarla? ¿Qué debe hacer el hombre, y qué debe ser para ser un verdadero viviente? ¿Qué deberes le impone esta vocación? Estas preguntas y otras semejantes indican que sus autores todavía se buscan, buscando su verdadero sentido, el sentido que su vida debe tener para ser verdadera. ¡No soy más que sombra y bruma. Lo que seré, será mi verdadero Yo! Perseguir ese Yo, prepararlo, realizarlo, tal es la pesada tarea de los mortales; ellos no mueren más que para resucitar, no viven más que para morir y para encontrar la verdadera vida.
Sólo cuando estoy seguro de mí y cuando no me investigo ya, soy verdaderamente mi propiedad. Entonces me poseo y por eso me utilizo y disfruto de mí. Pero mientras creo, por el contrario, tener que descubrir todavía mi verdadero Yo, mientras me esfuerzo porque en mí no viva Yo, sino el cristiano, o cualquier otro Yo espiritual, es decir, cualquier fantasma tal como el Hombre, la esencia del Hombre, etc., me está para siempre prohibido gozar de mí.
Un abismo separa ambas concepciones: según la antigua, Yo soy mi fin; según la nueva, Yo soy mi punto de partida; según la primera, Yo me busco; según la segunda, me poseo y hago de mí lo que haría de cualquier otra de mis propiedades, gozo de mí a mi agrado. No tiemblo ya por mi vida, la prodigo. La cuestión, en adelante, no es ya saber cómo conquistar la vida, sino cómo gastarla y gozar de ella; no se trata ya de hacer florecer en mí el verdadero Yo, sino de hacer mi vendimia y consumir mi vida.
¿Qué es el Ideal, sino el Yo siempre buscado y nunca alcanzado? ¿Os buscáis? ¡Pues es que no os poseéis todavía! ¿Os preguntáis lo que debéis ser? ¡No lo sois, pues! Vuestra vida no es más que una larga y apasionada espera: durante siglos se ha suspirado por el porvenir y se ha vivido de esperanzas. Es cosa muy distinta vivir del disfrute.
¿Es sólo a los llamados piadosos a quienes se dirigen mis palabras? De ningún modo; se dirigen a todos aquellos que pertenecen a esta época que acaba y aún a sus alegres vividores. A ellos el domingo también sucede a los días laborables, y los bullicios de la vida son seguidos del ensueño de un mundo mejor, de una dicha universal, de un Ideal, en una palabra. ¡Pero los filósofos, al menos, deben oponerse a los devotos! ¿Ellos? ¿Han pensado jamás en otra cosa que el ideal y han aspirado nunca a otra cosa que al Yo absoluto? Siempre ansia y esperanza: es el romanticismo.
Si el disfrute de la vida ha de triunfar sobre la aspiración a la vida o la esperanza de la vida, tiene que vencerla bajo su doble significación -expuesta por Schiller en El ideal y la vida -, aplastar tanto la pobreza espiritual como la temporal y exterminar a la vez el ideal y el hambre de pan cotidiano. Quien tiene que usar su vida para conservarla, no puede gozar de ella, y quien la busca no la tiene y tampoco puede gozar de ella: ambos son pobres, pero ¡bienaventurados los pobres!.
El Ser Supremo del liberal es el Hombre; el Hombre es su mentor y la humanidad es su catecismo. Dios es Espíritu, pero el hombre es el espíritu acabado, el resultado final de la conquista del Espíritu, o de la investigación de las profundidades de la divinidad, es decir, del Espíritu.
Cada una de tus facciones debe ser humana. Tú mismo tienes que serlo de la médula hasta el dedo gordo del pie, desde tu interior hasta la punta de tus cabellos, pues la humanidad es tu vocación.
¡Vocación, destino, deber!
Lo que uno puede ser, lo es. El disfavor de las circunstancias podrá impedir al que nació poeta ser el primero de su tiempo, y no permitirle producir obras maestras, privándolo de los largos pero indispensables estudios preliminares; pero hará versos, ya sea criado de labor o tenga la suerte de vivir en la corte de Weimar. El músico hará música, aunque tuviera, por falta de instrumento, que soplar en una caña. Una cabeza filosófica meditará grandes problemas, ya adorne los hombros de un filósofo de Universidad o de un filósofo de aldea. En fin, el imbécil, que puede ser al mismo tiempo un malintencionado (las dos cosas van muy bien juntas; cualquiera que haya frecuentado los colegios encontrará en su memoria varios ejemplos, si pasa revista a sus antiguos condiscípulos), el imbécil, digo, será siempre imbécil, se le haya enseñado y ejercitado para ser jefe de oficina o para limpiar las botas de dicho jefe. Los cerebros obtusos forman la clase humana indisputablemente más numerosa. Pero ¿por qué no habría en la especie humana las mismas diferencias que es imposible desconocer en cualquier especie animal? Se encuentran por todas partes seres más o menos bien dotados.
Pocos, sin embargo, son lo bastante obtusos para que no se pueda introducir algunas ideas. Así se considera ordinariamente a todos los hombres como capaces de tener religión. Son además, susceptibles de ser enseñados, en cierta medida, sobre otras ideas, y se puede darles, por ejemplo, alguna comprensión musical y hasta un tinte de filosofía. Aquí el sacerdocio se liga a la religión, a la moralidad, a la cultura, a la ciencia, etc., y los comunistas, por ejemplo, quieren, con su escuela popular, hacerlo todo accesible a todos. Se sostiene ordinariamente que la gran masa no podría pasarse sin religión; los comunistas extienden esa afirmación y dice que no sólo la gran masa, sino todos están llamados a todo.
No basta haber instruido las masas en la religión, en el presente hay que rellenarlas de todo lo que es humano. Y el adiestramiento se hace cada día más universal y más extenso.
¡Pobres seres, que podríais ser tan felices, si no se os obligase a someteros a los pedagogos! ¿No acaba de sublevaros ver que se os toma siempre por otra cosa de lo que queréis parecer? ¡No! Repetís mecánicamente la lección que se os ha apuntado. ¿A qué soy llamado? ¿Cuál es mi deber? Y basta que hagáis la pregunta para que inmediatamente la respuesta se imponga a Vosotros: Vosotros os ordenáis lo que debéis hacer, os trazáis una vocación, u os dais las órdenes y os imponéis la vocación que el Espíritu ha prescrito de antemano. Con relación a la voluntad, eso puede anunciarse así: Yo quiero ser lo que debo.
Un hombre no tiene vocación a nada; no tiene más deber y vocación que la tienen una planta o un animal. La flor que se abre no obedece a una vocación, pero se esfuerza en gozar del mundo y consumirlo tanto como puede; es decir, saca tantos jugos de la tierra, tanto aire del éter y tanta luz del sol como puede absorber y contener. El ave no vive para realizar una vocación, pero emplea sus fuerzas lo mejor posible; caza insectos y canta a su gusto. Las fuerzas de la flor y del ave son débiles, comparadas con las de un hombre que apresta sus fuerzas para conquistar el mundo y lo oprime mucho más poderosamente que lo hace la flor y el ave. Él no tiene vocación o misión que cumplir, pero tiene fuerzas y estas fuerzas se despliegan alli donde se encuentren, porque, para ellas, ser consiste en manifestarse y no pueden mantenerse inactivas al igual que la vida, que si se detuviera siquiera un segundo, dejaría ya de ser vida. Se podría, pues, decir al hombre: ¡emplea tu fuerza! Pero ese imperativo implicaría todavía una idea de deber, y no se trata de eso. Por otra parte, ¿a qué ese consejo? Cada cual lo sigue y obra sin comenzar por ver en la acción un deber, cada cual despliega a cada instante toda la fuerza que posee. Se dice, sí, de un vencido que habría debido desplegar sus fuerzas; pero se olvida que si en el momento de sucumbir hubiera tenido el poder de desplegar sus fuerzas (corporales, por ejemplo), lo hubiese hecho; no ha tenido quizás más que un minuto de desaliento, pero fue, en suma, un minuto de impotencia. Las fuerzas pueden evidentemente agudizarse y multiplicarse, particularmente por las bravatas del enemigo o por exhortaciones amigas; pero cuando no se ponen en acción es seguro que no existen. Se puede hacer saltar chispas de una piedra, pero sin el choque no hay chispa; igualmente el hombre tiene necesidad de un impulso.
Puesto que las fuerzas se muestran siempre activas por sí mismas, la orden de ponerlas en acción sería superflua y carente de sentido. Emplear sus fuerzas no es la vocación y el deber del hombre, sino un acto perpetuamente real y actual. Fuerza no es más que una palabra más sencilla para decir manifestación de fuerza. Esa rosa es, desde que existe, una verdadera rosa, y ese ruiseñor es y ha sido siempre, un verdadero ruiseñor; igualmente Yo: sólo cuando cumplo mi misión y me conformo con mi destino, soy un verdadero hombre; lo soy, lo he sido siempre y no dejaré de serIo. Mi primer vagido fue la señal de vida de un verdadero hombre: los combates de mi vida son las manifestaciones de una fuerza verdaderamente humana, y mi último suspiro será el último esfuerzo del Hombre.
El verdadero hombre no está en el porvenir, no es el objetivo de un afán, sino que está aquí, en el presente, existe en realidad; cualquiera que Yo sea, alegre o apenado, niño o anciano, en la confianza o en la duda, en el sueño o la vigilia, soy Yo. Yo soy el verdadero hombre.
Pero si soy el Hombre, si he encontrado realmente en Mí aquel de quien la humanidad religiosa hacía un objetivo lejano, todo lo que es verdaderamente humano es, por eso mismo, mi propiedad. Todo lo que se atribuía a la idea de humanidad me pertenece.
Todo me pertenece y recobraré todo lo que quiera sustraerse a Mí; pero ante todo me recobro a Mí mismo, si una servidumbre cualquiera me ha hecho escapar de mí mismo. Mas eso tampoco es mi vocación, es mi conducta natural.
En resumen, existe una gran diferencia entre considerarme como punto de partida o como punto de llegada. Si soy mi fin, no me poseo, soy todavía extraño a mí, soy mi esencia, mi verdadera naturaleza íntima y esta esencia verdadera tomará como un fantasma mil nombres y mil formas diversas para burlarse de mí. Si Yo no soy aún yo, otro (Dios, el verdadero Hombre, el verdadero devoto, el hombre racional, el hombre libre, etc.), es el Yo, mi Yo. Todavía bien lejos de Mí, hago de Mí dos partes, de las que una, la que no es alcanzada y tengo que realizar, es la verdadera. La otra, la no verdadera, es decir, la no espiritual, debe ser sacrificada; lo que hay de verdadero en Mí, es decir, el Espíritu, debe ser todo el hombre. Eso se traduce asl: El Espíritu es lo esencial en el hombre o el hombre no es Hombre más que por el Espíritu. Uno se precipita ávidamente para coger al Espíritu como si al mismo tiempo fuera a cogerse él mismo, y en esta persecución desatinada del Yo se pierde de vista el Yo que uno es.
Al precipitarse en pos de sí, el inalcanzable, se desdeña la regla de los sabios que aconsejan tomar a los hombres como ellos son; se prefiere tomarlos como deberían ser y en consecuencia galopa uno sin tregua sobre la pista de su Yo tal como debería ser y se esfuerza en volver a todos los hombres igualmente justos, estimables, morales o razonables.
Sí, si los hombres fueran como deberían y como podrían ser, si todos los hombres fueran razonables, si se amasen los unos a los otros como hermanos, ¡la vida sería un paraíso! Pero los hombres no son como deben ser y como pueden ser. ¿Qué deben ser? ¡Lo que pueden ser y nada más! ¿Y qué pueden ser? Nada más de lo que pueden, es decir, de lo que tienen el poder o la fuerza de ser. Pero eso, lo son realmente, puesto que lo que no son, no son capaces de serlo; porque ser capaz de hacer o de ser, quiere decir hacer o ser realmente. Uno no es capaz de ser lo que no es; uno no es capaz de Hacer lo que no hace. Ese hombre a quien la catarata ciega, ¿podría ver? Ciertamente, bastaría que fuese operado con buen éxito. Mas, por el momento no puede ver porque no ve. Posibilidad y realidad son inseparables. No se puede hacer lo que no se hace, como no se hace lo que no se puede hacer. La singularidad de esta proposición desaparece si se quiere reflexionar bien que las palabras es posible que. ..etc., no signifiquen en el fondo casi nunca otra cosa que Yo puedo imaginar ... etcétera. Por ejemplo: Es posible que todos los hombres vivan racionalmente, quiere decir: Yo puedo imaginar que... etc. Mi pensamiento no puede hacer, y por consiguiente no hace que los hombres vivan razonablemente: ésa es una cosa que no depende de Mí, sino de ellos; la razón de todos los hombres no es, pues, para Mí más que pensable, no me es más que inteligible; pero como tal, es de hecho una realidad; si esa realidad toma el nombre de posibilidad, sólo es con relación a lo que Yo no puedo hacer, es decir, a la razón de las gentes. De suponer que eso dependiese de Ti, todos los hombres podrían ser racionales, porque Tú no ves en ello ningún inconveniente, y aun por lejos que se extienda tu pensamiento, no descubres quizá nada que a ello se oponga; resulta que ningún obstáculo se opone a la cosa en tu pensamiento, no descubres quizá nada que a ello se oponga; ella es pensable.
Pero los hombres no son todos racIonales; es, pues, sin duda, que no pueden serIo.
Cuando algo que se imaginaba posible no es o no sucede, puede uno estar seguro de que ha chocado con un obstáculo y es imposible. Nuestra época tiene su arte, su ciencia, etc.; su arte puede ser execrable, pero en ese caso ¿podemos decir que merecíamos tener uno mejor, habríamos podido tener uno mejor si lo hubiéramos querido? Tenemos justamente tanto arte como podemos tener; nuestro arte actual es actualmente el único posible y por eso es nuestro arte real.
Reducid aún el sentido de la palabra posible hasta que no signifique finalmente más que futuro y será todavía el equivalente de real. Cuando se dice, por ejemplo, es posible que el sol salga mañana, eso no significa más que, con relación a hoy, mañana es el porvenir real; porque no hay apenas necesidad de expresar que un porvenir no está realmente por venir, más que si no ha aparecido todavía.
¿A qué, decís, esa disección microscópica de una palabra? ¡Ah!, si no fuese detrás de ella donde se mantiene emboscado el error que ha tenido desde hace siglos más consecuencias, si esa pequeña palabra posible no fuese, en el cerebro de los hombres, el rincón en donde se dan cita todos los fantasmas que lo hechizan, no nos hubiéramos ocupado de ella.
El pensamiento, ya lo hemos mostrado antes, reina sobre el mundo poseído. Volvamos a la posibilidad que es uno de los lugartenientes. Posible, decíamos, no es nada más que pensable, inteligible, e innumerables víctimas han sido sacrificadas a ese terrible inteligible. Es pensable que los hombres puedan ser razonables; es pensable que puedan reconocer a Cristo; pensable que puedan ser inspirados por el bien y ser morales; pensable que puedan refugiarse en el seno de la Iglesia, que puedan no hacer nada, no pensar nada, no decir nada que ponga al Estado en peligro; pensable es incluso que puedan ser súbditos obedientes. Pero ved hasta dónde va a llevarnos esto. Siendo todo eso pensable, es posible y siendo posible a los hombres, deben serIo o deben hacerlo, es su vocación. Y, en fin, no se debe ver nada en los hombres más que en su vocación, debe mirárseles como llamamos a alguna cosa y tenerles, no por lo que son sino por lo que deben ser.
Otra consecuencia: no es el individuo el que es el Hombre; el Hombre es un pensamiento, un ideal. El individuo no es al Hombre lo que la infancia es a la edad madura, sino lo que un punto hecho con yeso es al punto matemático, lo que una criatura finita es al Creador infinito, o en términos más modernos, lo que el ejemplar es a la especie. De aquí el culto de la Humanidad eterna, inmortal, a cuya gloria (ad majorem humanitatis gloriam) debe sacrificarlo todo el individuo, convencido de que sería para él un honor eterno haber hecho alguna cosa por el Espíritu de la humanidad.
Resulta de aquí que quienes piensan gobiernan el mundo, mientras dure la época de los sacerdotes y de los pedagogos; lo que piensan es posible, y lo que es posible debe ser realizado. Ellos piensan en un ideal humano que no tiene realidad provisionalmente más que en su pensamiento, pero piensan después en la posibilidad de realizar este ideal, y es indisputable que esa realización es real ... mente pensable: es una Idea.
Puede ser que un Krummacher piense que Yo y Tú somos aún capaces de hacernos buenos cristianos; pero si se le ocurriese trabajarnos en ese sentido, le haríamos pronto sentir que nuestra cristianización, aunque pensable, es, sin embargo, imposible, y si se obstinase en asesinarnos con sus pensamientos y su buena doctrina de que nada tenemos que hacer, no tardaría en convencerse de que nada tenemos que ser que no nos agrade ser.
Y el razonamiento que resumíamos hace poco prosigue, dejando tras sí a devotos y gazmoños. ¡Si todos los hombres fuesen razonables, si todos practicasen la justicia, si todos tomaran por guía la caridad, etc.! Razón, justicia, caridad, les son presentadas como la vocación del hombre, como el objeto a que deben tender sus esfuerzos. ¿Y qué significa ser razonable? ¿Es razonarse uno mismo, comprenderse? No; la Razón es un gran libro repleto de artículos de leyes, todos atestados contra el egoísmo.
La historia no ha sido hasta el presente más que la historia del hombre espiritual. Después de la edad de los sentidos ha comenzado la historia propiamente dicha, es decir, la edad de la inteligencia, de lo espiritual, de lo suprasensible, de lo ideal, del no sentido. El hombre se pone entonces a querer ser algo. ¿Ser qué? Bueno, bello, verdadero, o más exactamente moral, piadoso, noble, etc. Quiere hacer de sí mismo un verdadero hombre: el Hombre es su objetivo, su imperativo, su deber, su destino, su vocación, su ideal: el Hombre es para él un futuro, un más allá. Y si llega a ser lo que sueña, no puede serIo más que gracias a algo, que se llamará veracidad, bondad, moralidad, etc. Desde entonces mira de través a cualquiera que no rinda homenaje al mismo algo, no siga la misma moral y no tenga la misma ley: persigue a los disidentes, los heréticos, las sectas, etc. (...)
- I
Con el reino de los pensamientos, el cristianismo ha llegado a su plenitud; el pensamiento es esa interioridad en que se extinguen todas las luces del mundo, en que toda existencia se hace inexistente y en que el hombre interior (el cerebro, el corazón) viene a ser Todo en Todo. Ese reino de los pensamientos espera su libertad; espera, como la Esfinge, que Edipo resuelva el enigma y le permita entrar en la muerte. Yo soy su destructor, porque en mi reino, en el reino del creador, ya no pueden formarse reinos propios y Estados dentro del Estado: es una creación de mi creadora ausencia de pensamientos. El mundo cristiano, el cristianismo y la religión en general, no perecerán sino con la muerte del pensamiento; cuando desaparezcan los pensamientos, los creyentes dejarán de existir. Para el pensante, pensar es una labor sublime, una actividad sagrada y reposa en una fe sólida, la fe en la verdad. Primero, la oración fue una santa actividad: luego ese santo recogimiento se convierte en un "pensar" racional y razonador que, sin embargo, conserva también como base la inquebrantable fe de la verdad sagrada y no es más que una máquina maravillosa que el Espíritu de la verdad dispone para su servicio.
El pensamiento libre y la ciencia libre me ocupan (porque no soy Yo quien soy libre y quien me ocupo, sino el pensamiento) del cielo y de lo celeste o divino; es decir, en realidad, del mundo y de lo mundano, con la reserva que este mundo ha venido a ser otro: el mundo ha sufrido sencillamente una mudanza, una enajenación, y Yo me ocupo de su esencia, lo que constituye otra enajenación. Quien piensa es ciego a las cosas que lo rodean, e inepto para apropiarse de ellas; no come, ni bebe, ni goza, porque comer y beber jamás es pensar; descuida todo, su vida, su conservación, etcétera, por pensar. Lo olvida, como lo olvida quien reza. Así, el vigoroso hijo de la Naturaleza lo mira como un cerebro desarreglado, como un loco, aun cuando lo tiene por un santo; así, los antiguos tenían a los frenéticos por sagrados. El pensamiento libre es un frenesí, una locura, puesto que es un puro movimiento de la interioridad, del hombre meramente interior que domina el resto del hombre. El chamán y el filósofo luchan contra los aparecidos, los demonios, los espíritus, los dioses.
Radicalmente diferente del pensamiento libre es el pensamiento que me es propio, el pensamiento que no me domina, sino que Yo lo domino, tengo sus riendas y lo lanzo o lo retengo a mi agrado. Este pensamiento propio difiere tanto del pensamiento libre, como la sensualidad que Yo tengo en mi poder y que satisfago si me place y como me place, difiere de la sensualidad libre y sin bridas, a la cual sucumbo.
Feuerbach, en sus Principios de la Filosofía del futuro (Grundsätzen der Philosophie der Zukunft), vuelve siempre al Ser. A pesar de toda su hostilidad contra Hegel y la filosofía de lo absoluto, se hunde hasta el cuello en la abstracción, porque el Ser es una abstracción, del mismo modo que el Yo. Solamente Yo no soy puramente una abstracción, Yo soy Todo en Todo, por consiguiente soy hasta abstracción y nada, soy todo y nada. Yo no soy un simple pensamiento, pero estoy lleno, entre otras cosas, de pensamientos; soy un mundo de pensamientos. Hegel condena todo lo que me es propio, mi hacienda y mi consejo privados. El pensamiento absoluto es aquel que pierde de vista que se trata de mi pensamiento, que Yo lo pienso y que sólo existe por Mí. En cuanto soy Yo, devoro lo que es mío, soy su dueño; el pensamiento no es más que mi opinión, opinión que puedo cambiar a cada momento, es decir, aniquilarla, retornarla a Mí y consumirla. Feuerbach quiere demoler el pensamiento absoluto de Hegel con el Ser insuperado. Pero el Ser no es menos superado por Mí que el pensamiento: aquél es mi Yo soy, como éste es mi Yo pienso.
Feuerbach, naturalmente, no viene sino a demostrar la tesis, en sí trivial, de que Yo tengo necesidad de los sentidos o que no puedo pasarme completamente sin esos órganos. Por supuesto, no puedo pensar si no soy un ser sensible, sólo que, para el pensamiento como para la sensación, para lo abstracto como para lo concreto, tengo ante todo necesidad de Mí, y cuando hablo de Mí, entiendo ese Yo perfectamente determinado que soy Yo, el único. Si Yo no fuera Fulano, si no fuera Hegel, por ejemplo, no contemplaría el mundo como lo contemplo, no encontraría el sistema filosófico que, siendo Hegel, encuentro, etc. Tendría sentidos como cualquiera los tiene, pero no los emplearía como le hago. (...)
El Ser no justifica nada. Lo pensado es tanto como lo no pensado; la piedra de la calle es y mi representación de ella es igualmente; la piedra y su representación ocupan simplemente espacios diferentes, estando la una en el aire y la otra en mi cabeza, en Mí: porque Yo soy espacio como la calle.
Los miembros de una corporación o los privilegiados no toleran ninguna libertad de pensar, es decir, ningún pensamiento que no venga del dispensador de todo bien, ya se llame ese dispensador Dios, el Papa, la Iglesia o no importa quién. Si alguno de ellos nutre pensamientos ilegítimos, debe decirlos al oído de su Confesor y dejarse imponer por él penitencias y mortificaciones hasta que el látigo de la esclavitud se haga intolerable en esos libres pensamientos. El espíritu de cuerpo, por otra parte, ha recurrido incluso a otros procedimientos a fin de que los pensamientos libres no salgan del todo a la luz; en primer lugar, se recurre a una educación apropiada. Quien se ha impregnado convenientemente de los principios de la moral no queda jamás libre de pensamientos morales; el robo, el perjurio, el engaño, etc. siguen siendo para él ideas fijas contra las cuales ninguna libertad de pensamiento puede protegerlo. Tiene los pensamientos que le vienen de lo alto y se atiene a ellos.
No sucede lo mismo con los Concesionarios o Autorizados. Cada uno debe, según ellos, ser libre de tener y de formarse los pensamientos que quiera. Si tiene la patente, la concesión de una facultad de pensar, no le hace falta un privilegio especial. Como todos los hombres están dotados de razón, cada cual es libre de que se le ocurra cualquier pensamiento y de amontonar según la patente de sus capacidades naturales una riqueza más o menos grande de sus pensamientos. Y se os exhorta a respetar todas las opiniones y todas las convicciones, se afirma que toda convicción es legítima, que se debe mostrar tolerancia con las opiniones de los demás, etc.
Pero nuestros pensamientos no son mis pensamientos y vuestros caminos no son mis caminos, o más bien, es lo contrario lo que quiero decir: Vuestros pensamientos son mis pensamientos, de los que yo hago lo que quiero y lo que puedo, y los derribo despiadadamente: son mi propiedad, que Yo aniquilo si me agrada. No espero vuestra autorización para henchir de aire o deshacer las bolas de jabón de vuestros pensamientos. Poco me importa que también llaméis esos pensamientos los vuestros; no por eso dejarán de seguir siendo míos. Mi actitud respecto a ellos es asunto mío y no un permiso que me arrogo. Puede agradarme dejaros con vuestros pensamientos y me callaré. ¿Creéis que los pensamientos son como pájaros y revolotean tan libremente que cada cual no tenga más que coger uno para poder prevalerse después de él contra Mí, como de su propiedad? Todo lo que vuela es mío.
¿Creéis tener vuestros pensamientos para Vosotros y no tener que responder de ellos ante nadie, o, como decís, no tener que dar cuenta de ellos más que a Dios? No es nada de eso; vuestros pensamientos, grandes o pequeños, me pertenecen y los utilizo a mi antojo.
El pensamiento no me es propio más que cuando no tengo escrúpulos de ponerlo en peligro de muerte y no tengo que temer su pérdida como una pérdida para mí, una caducidad. El pensamiento no es mío sino cuando soy Yo quien lo subyugo y él nunca puede encorvarme bajo su yugo, fanatizarme y hacer de mí el instrumento de su realización. La libertad de pensar existe cuando Yo puedo tener todos los pensamientos posibles; pero los pensamientos no llegan a ser una propiedad más que perdiendo el poder de hacerse mis señores. En tanto que el pensamiento es libre, los pensamientos (las ideas) son los que reinan; pero si llego a hacer de estas últimas mi propiedad, se conducen como criaturas mías.
Si la jerarquía no estuviera tan profundamente arraigada en el corazón del hombre, hasta el punto que les desaniman a buscar pensamientos libres, es decir, quizás desagradables a Dios, la libertad de pensamiento sería una expresión tan vacía de sentido como, por ejemplo, libertad de digerir.
Las gentes que pertenecen a una confesión, son del parecer que el pensamiento me es dado; según los librepensadores, Yo busco el pensamiento. Para los primeros, la verdad está ya descubierta y existe; Yo sólo tengo que acusar recibo de ella al donante que me hace la gracia de concedérmela; para los segundos, la verdad está por buscar, es un objeto colocado en el futuro y hacia el que debo tender.
Para unos como para otros, la verdad (el pensamiento verdadero) está fuera de Mí y me esfuerzo en obtenerla, ya como un presente (la gracia), ya como una ganancia (mérito personal). Luego: 1. La verdad es un privilegio. 2. No, el camino que conduce a ella está patente a todos; ni la Biblia, ni el Santo Padre, ni la Iglesia están en posesión de la verdad, pero se especula sobre su posesión.
Unos y otros, como se ve, carecen de propiedad en materia de verdad. No pueden retenerla más que a título de feudo (porque el Santo Padre, por ejemplo, no es un individuo en cuanto único, es un tal Sixto, un tal Clemente, etc. y en cuanto Sixto o Clemente, no posee la verdad, si es su depositario, es como Santo Padre, es decir, como Espíritu), o tenerla por idea. Si es un feudo, está reservada a un pequeño número (privilegiados); si es un ideal, es para todos (autorizados).
La libertad de pensar tiene, pues, el sentido siguiente: todos erramos en la obscuridad por los caminos del error, pero cada cual puede acercarse a la verdad por esas sendas, y entonces está en el camino recto (todos los caminos llevan a Roma, al fin del mundo, etc.). La libertad de pensar implica, por consiguiente, que la verdad del pensamiento no me es propia, porque si lo fuera, ¿cómo se querría excluirme de ella?
El pensar ha venido a ser enteramente libre, y ha codificado una multitud de verdades a las que Yo debo someterme. Procura completarse por un sistema elevado y elevarse a la altura de una constitución absoluta. En el Estado, por ejemplo, persigue la idea hasta que haya instaurado el Estado-razón y en el hombre (la antropología) hasta que haya descubierto al Hombre. Quien piensa no difiere del creyente sino porque cree más que este último, el cual piensa, en cambio, mucho menos en su fe (artículos de fe). Quien piensa recurre a mil dogmas allí donde el creyente se contenta con algunos; pero los relaciona y considera esta relación como la medida de su valor. Si uno u otro no hace su negocio, lo desecha.
Los aforismos queridos a los pensadores forman exactamente la pareja de los que gustan a los creyentes: en lugar de si eso viene de Dios, no lo destruiréis, dice: si eso viene de la Verdad, es verdadero; en vez de rendid homenaje a Dios, rendid homenaje a la Verdad. Pero a Mí poco me importa quién sea el vencedor, Dios o la Verdad; lo que quiero es vencer Yo.
¿Cómo se puede imaginar una libertad ilimitada en el Estado o en la sociedad? El Estado puede, sí, proteger a uno contra otro, pero no puede dejarse poner a sí mismo en peligro por una libertad ilimitada, por lo que se llama la licencia desenfrenada. El Estado, al proclamar la libertad de la enseñanza, proclama simplemente que cualquiera que enseñe como lo quiere el Estado, o más exactamente, como lo quiere el poder del Estado, está en su derecho. La competencia está igualmente sometida a ese como lo quiere el Estado; si el clero, por ejemplo, no quiere como el Estado, se excluye él mismo de la competencia (véase lo que ha pasado en Francia). Los límites que pone el Estado necesariamente a toda competencia, son llamados la vigilancia y la alta dirección del Estado. Por el hecho mismo de mantener la libertad de la enseñanza en los límites convenientes, el Estado consigue su objeto en la libertad de pensar, porque las gentes, es lo general, no piensan más allá que lo que sus maestros han pensado. (...)
- II
La cuestión de nuestro tiempo no será soluble en tanto que se la plantee así: ¿Es legítima cualquier generalidad o sólo la individualidad? ¿Es la generalidad (Estado, Leyes, Costumbres, Moralidad, etcétera), o la individualidad la que autoriza? El problema no es soluble ni resuelto más que cuando uno no se preocupa ya de una autorización ni se hace ya simplemente la guerra a los privilegios.
Una libertad de enseñanza razonable que no reconozca más que la conciencia de la razón no nos conduce a nuestra meta; tenemos mayor necesidad de una libertad de enseñanza egoísta, plegándose a toda individualidad, por la que Yo pueda hacerme comprensible, y exponerme sin que nada me lo impida. Que Yo me haga inteligible, sólo eso es razón, pero no es razonable que Yo sea; si me hago comprender y si me comprendo Yo mismo, los demás gozarán de Mí como Yo gozo, y me consumirán como Yo me consumo.
¿Qué se ganaría con ver hoy al Yo razonable libre, como lo fue en otro tiempo el Yo creyente, legal, moral,etc.? Esa libertad, ¿es mi libertad?
Si Yo no soy libre sino en tanto Yo razonable, es lo razonable o la razón lo que es libre en mí, y esa libertad de la razón o libertad del pensamiento ha sido siempre el ideal del mundo cristiano. Se quería liberar el pensamiento y como hemos dicho, la creencia también es pensar y el pensar es creencia. Para los demás, la libertad era imposible. Pero la libertad de los que piensan es la libertad de los hijos de Dios, es la más despiadada jerarquía o dominación del pensamiento, porque Yo soy sometido al pensamiento. Si los pensamientos son libres, Yo estoy dominado por ellos, no tengo sobre ellos ningún poder y soy su esclavo. Pero Yo quiero gozar del pensamiento, quiero estar lleno de pensamientos y sin embargo, liberado de los pensamientos, Yo me quiero libre de pensamientos, en lugar de libre de pensar.
Para hacerme comprender y para comunicarme con los demás, Yo no puedo utilizar más que medios humanos, medios que dispongo porque, como ellos, soy hombre. Y en realidad, en cuanto hombre, Yo no tengo más que pensamientos, mientras que en cuanto Yo, carezco, además, de pensamientos. Si no se puede apartar de un pensamiento, no se es nada más que hombre, esclavo de la lengua, esa producción de los hombres, ese tesoro de pensamientos humanos. La lengua o la palabra ejerce sobre nosotros la más espantosa tiranía, porque conduce contra nosotros todo un ejército de ideas obsesivas.
No es sólo durante tu sueño cuando careces de pensamiento y de palabras; careces de ellos en las más profundas meditaciones e incluso es justamente entonces cuando careces más. Y no es más que por esa ausencia de pensamientos, por esa libertad de pensar desconocida o libertad frente al pensar, por lo que Tú te perteneces. Sólo gracias a ella llegarás a usar del lenguaje como de tu propiedad.
Si el pensar no es mi pensar, no es más que el devanar de un madeja de pensamientos, es una tarea de esclavo, de esclavo de las palabras. El origen de mi pensar no es mi pensamiento, soy Yo; también soy Yo igualmente su objeto y todo su curso no es más que el curso de mi goce y de Mí. El origen del pensar absoluto o libre es, por el contrario, el pensar libre mismo, y se deforma, remontando este origen a la abstracción más externa (por ejemplo, el Ser). Cuando se tiene el cabo de esta abstracción o de este pensamiento inicial, no queda más que tirar del hilo para que toda la madeja se devane.
El pensar absoluto es asunto del Espíritu humano; y éste es un Espíritu santo. Así, ese pensar es asunto de los sacerdotes; ellos solos tienen su inteligencia y tienen el sentido de los intereses supremos de la humanidad, del Espíritu.
Las verdades son para el creyente una cosa hecha. Para el librepensador son una cosa que aún tiene que hacerse. Por desembarazado de toda credulidad que esté el pensar absoluto, su escepticismo tiene límites y le queda la fe en la Verdad, en el Espíritu, en la Idea y en su victoria final; no peca contra el Espíritu Santo. Pero todo pensar que no peca contra el Espíritu Santo no es más que una fe en los espíritus y en los fantasmas.
Yo no puedo deshacerme más del pensamiento que de la sensación, ni de la actividad del espíritu que de la actividad de los sentidos. Lo mismo que el sentir es nuestra visión de las cosas, el pensar es nuestra visión de las esencias del pensamiento (pensamientos). Las esencias existen en todo lo que es sensible, y particularmente en el verbo. El poder de las palabras sucede al poder de las cosas; primero, se es forzado por los azotes, más tarde, por la convicción. El poder de las cosas sobrepasa nuestro valor, nuestro ingenio; contra el poder de una convicción, y por tanto de una palabra, los potros y el tajo pierden su superioridad y su fuerza. Los hombres de convicciones son sacerdotes que resisten a los lazos de Satán. (...)
Las verdades son frases, expresiones, palabras; unidas las unas a las otras, enhebradas de extremo a extremo y ordenadas en líneas, esas palabras forman la lógica, la ciencia, la filosofía.
Yo empleo las verdades y las palabras para pensar y para hablar, como empleo los alimentos para comer; sin ellas y sin ellos no puedo pensar, ni hablar, ni comer. Las verdades son los pensamientos de los hombres traducidos en palabras y por ello no existen más que para el espíritu o el pensar. Son producciones de los hombres y de las criaturas humanas; si se hace de ellas revelaciones divinas, se me hacen extrañas y aunque propias criaturas mías, se alejan de Mí inmediatamente después del acto de la creación.
El hombre cristiano es el que tiene fe en el pensamiento, el que cree en la soberanía de los pensamientos y quiere hacer reinar ciertos pensamientos que él llama principios. Muchos hay, es cierto, que hacen sufrir a los pensamientos una prueba previa, y no eligen ninguno por señor sin crítica, pero recuerdan con ello al perro que olfatea a las gentes para oler a su dueño; se dirigen siempre a los pensamientos dominantes. El cristiano puede reformar y trastornar indefinidamente las ideas que dominan desde hace siglos, puede hasta destruirlas, pero será siempre para tender hacia un nuevo principio o un nuevo señor; siempre erigirá una verdad más elevada o más profunda, siempre fundará un culto, siempre proclamará un espíritu llamado a la soberanía y establecerá una ley para todos.
En tanto quede una sola verdad a la que el hombre deba consagrar su vida y sus fuerzas porque es hombre, el Yo estará avasallado a una regla, a una dominación, a una ley, etc., será siervo. El hombre, la humanidad, la libertad, pertenecen a ese género.
Se puede decir, por el contrario: si quieres continuar ocupándote en pensamientos, sólo de tí depende; sabe únicamente que si quieres conseguir algo considerable, hay una multitud de problemas difíciles a resolver, y si no los superas, no llegarás lejos. Para Ti, ocuparte en pensamientos no es un deber o una vocación; si, no obstante, lo quieres, harás bien en aprovecharte de las fuerzas gastadas por los demás para mover esos pesados objetos.
Así, pues, quien quiere pensar, se impone por ello mismo, consciente o inconscientemente, una tarea; pero nada le obliga a aceptar esta tarea. Se puede decir: Tú no vas bastante lejos, tu curiosidad es limitada y tímida, no vas al fondo de las cosas; en suma, no te haces completamente su dueño; pero, por otra parte, por lejos que hayas llegado, estás siempre al final de la tarea; ninguna vocación te llama a ir más lejos y eres libre de hacer lo que quieras o lo que puedas. Ocurre con el pensamiento como con cualquier otra tarea: puedes abandonarlo cuando te venga en gana. Igualmente, cuando no puedes ya creer una cosa, no tienes que esforzarte en creerla y en continuar ocupándote de ella como de un santo artículo de fe, a la manera de los teólogos o de los filósofos; audazmente puedes desviar de ella tu interés, y darle la despedida.
Los espíritus sacerdotales seguramente considerarán ese desinterés como pereza de espíritu, irreflexión, apatía, etc., no te ocupes de esas necedades. Nada, ningún interés supremo de la humanidad, ninguna causa sagrada vale que Tú la sirvas y te ocupes de ella por amor de ella; no le busques otro valor que en lo que vale para Ti. Recuerda por tu conducta la palabra bíblica: Sed como niños; los niños no tienen intereses sagrados ni tienen ninguna idea de una buena causa.
El pensar no puede cesar más que al sentir. Pero el poder de los pensamientos y de las ideas, la dominación de las teorías y de los principios, el imperio del Espíritu, en una palabra, la jerarquía, durará tanto tiempo como los sacerdotes tengan la palabra, los sacerdotes, es decir, los teólogos, los filósofos, los hombres de Estado, los filisteos, los liberales, los maestros de escuela, los criados, los padres, los hijos, los esposos, Proudhon, Jorge Sand, Bluntschli, etc., etc. La jerarquía durará tanto como se crea en los principios; tanto como se piense en ellos y aunque se los critique; porque la crítica, incluso la más corrosiva, la que arruina todos los principios admitidos, aún cree en definitiva en un principio.
Cada cual critica, pero el criterio difiere. Se busca el verdadero criterio. Ese criterio es la hipótesis primera. El crítico parte de un axioma, de una verdad, de una creencia; ésta no es una creación del crítico, sino del dogmático; de ordinario, sencillamente se toma tal cual es a la cultura del tiempo; así, por ejemplo, la libertad, la humanidad, etcétera. No es el crítico quien ha descubierto al Hombre; el Hombre ha sido sólidamente establecido como verdad por el dogmático, y el crítico, que puede, por otra parte, ser la misma persona, cree en esa verdad, en ese artículo de fe. En esta fe y poseído de esta fe, critica.
El secreto de la crítica es una verdad; tal es el arcano de su fuerza.
Pero Yo distingo entre la crítica oficiosa y la crítica propia o egoísta. Si critico partiendo de la hipótesis de un Ser supremo, mi crítica sirve a ese ser y se ejerce en su favor; si estoy poseído de la fe de un Estado libre, yo critico todo lo que se refiere a ella desde el punto de vista de su concordancia, de su conveniencia, para el Estado libre, porque Yo amo ese Estado; si soy un crítico piadoso, todo se dividirá para mí en dos clases: lo divino y lo diabólico; la naturaleza entera está hecha a mis ojos de huellas de Dios o de huellas del diablo (de ahí los lugares llamados Gottesgabe, don de Dios; Gottesberg, montaña de Dios; Teufelskauzel, silla del diablo, etc.), los hombres se dividirán en fieles e infieles, etc.; si el crítico cree en el Hombre, empezará por colocarlo todo bajo las rúbricas Hombres y no Hombres, etc. La crítica ha seguido siendo hasta el presente una obra del amor, porque la hemos ejercido en todo tiempo por amor de uno o de otro ser. Toda crítica oficiosa es un producto del amor, una posesión, y obedece al precepto del Nuevo Testamento: "Probadlo todo y retened lo que es bueno". Lo "bueno" es la piedra de toque, el criterio. Lo bueno, bajo mil nombres y mil formas diferentes, ha sido siempre la hipótesis, el punto de apoyo dogmático de la crítica, la idea fija.
El crítico presume ingenuamente la verdad al ponerse a la obra, y la busca, convencido de que está todavía por encontrar. Quiere descubrir la verdad, y tiene por ello ese bien.
La hipótesis, la suposición, no es más que el hecho de sentar un pensamiento o de pensar cierta cosa, debajo y antes que cualquier otra: partiendo de lo pensado, se pensará después todo lo demás, es decir, se mediará y se criticará según él. En otros términos: esto equivale a decir que el pensar debe empezar con algo ya pensado. Los hegelianos se expresan siempre como si el pensar pensase y obrase; hacen de él el Espíritu que piensa, esto es, el pensar personificado, el pensar hecho fantasma. El liberalismo crítico, por su parte, os dirá: la crítica hace esto o aquello, o bien: la conciencia juzga de tal o cual manera. Pero si consideráis activa a la crítica, mi pensamiento debe ser su antecedente. El pensar y la crítica, para ser por sí mismos activos, tendrían que ser la hipótesis misma de su actividad, puesto que no pueden ser actividad sin ser. Y el pensar, en cuanto supuesto, es un pensamiento fijo, un dogma; resulta de ello que el pensar y la crítica no pueden surgir más que de un dogma, es decir, de un pensamiento, de una idea fija, de una hipótesis.
Con ello volvemos a lo que hemos dicho ya anteriormente, de que el Cristianismo consiste en el desarrollo de un mundo de pensamientos, o que es la verdadera libertad de pensamiento, el pensamiento libre, el libre Espíritu. La verdadera crítica que yo he llamado oficiosa, es igual y por la misma razón la libre crítica porque no es mi propiedad.
Muy distinto cuando lo tuyo no se convierte en algo para sí, se personifica, no se hace un espíritu independiente de Ti. Tu pensar no tiene por hipótesis el pensar, sino Tú. Así, pues, ¿te has supuesto Tú? Sí, pero no es a Mí a quien me supongo, es a mi pensar. Mi Yo es anterior a mi pensar. Síguese de aquí que ningún pensamiento precede a mi pensar, o que mi pensar no tiene hipótesis. Porque si Yo soy un supuesto con relación a mi pensar, este supuesto no es la obra del pensar, no es sub-pensamiento, sino que es la posición misma del pensar y su poseedor; ello prueba simplemente que el pensar no es más que una propiedad, es decir, que no existe ni pensar en sí, ni espíritu pensante.
Esta inversión de la manera habitual de considerar las cosas, podría parecer un juego de manos con abstracciones, tan vano, que aquellas mismas contra las cuales va dirigido, no arriesgarían nada en prestarse a ese inofensivo cambio, pero las consecuencias prácticas que de ello se derivan son graves. La conclusión que extraigo de ello es que el Hombre no es la medida de todo, sino que Yo soy esa medida. El crítico oficioso mira a otro ser que él mismo, a una idea a la que quiere servir; así no hace a su Dios más que hecatombes de falsos ídolos. Lo que hace por el amor de ese ser, no es más que una obra de amor. Pero Yo, cuando critico, no miro solamente a mi objeto; me procuro, aparte de eso, un placer, me divierto según mi gusto, según me conviene, mastico la cosa o me limito a olerla.
- III
La verdad es una cosa muerta, es una letra, una palabra, un material que yo puedo emplear. Toda verdad para sí es un cadáver; si vive, sólo es como vive mi pulmón, es decir, según la medida de mi propia vitalidad. Las verdades son como el grano bueno y la cizaña: ¿son buen grano, son cizaña?; sólo Yo puedo decirlo.
Los objetos no son para mí más que los materiales que pongo en acción. La verdad es mía, y no tengo ninguna necesidad de desearla. No me propongo ponerme al servicio de la verdad; no es más que un alimento para mi cerebro pensador, como la patata lo es para mi estómago digestivo o el amigo para mi corazón sociable. Mientras tenga la satisfacción y la fuerza de pensar, toda verdad no me sirve más que para modelarla cuanto me es posible. La verdad es para mí lo que la mundalidad es para los cristianos: vana y frívola. No menos existe, lo mismo que las cosas del mundo continúan existiendo aunque el cristiano haya mostrado su nada; pero es vana, porque su valor no está en sí misma sino en Mí. Para sí, carece de valor. La verdad es una criatura.
Por vuestra actividad creáis innumerables obras; habéis cambiado el aspecto de la tierra y edificado por todas partes monumentos humanos; de igual modo, gracias a vuestro pensamiento, podéis descubrir innumerables verdades, y de ello nos regocijamos de todo corazón. Pero Yo no consentiré nunca en hacerme el esclavo de vuestras nuevas máquinas, no ayudaré a ponerlas en marcha más que para mi uso.
Todas las verdades inferiores a Mí son para mí bien venidas; de verdades por encima de Mí, de verdades a las que Yo debería doblegarme, no entiendo. No hay verdad por encima de mí, porque por encima de mí no hay nada. ¡Ni mi esencia, ni la esencia del Hombre están por encima de Mí! ¡Sí, de Mí, esta gota en la cuba, de este ser insignificante!
Creéis tener una audacia extraordinaria cuando afirmáis que no hay verdad absoluta, puesto que decís que cada época tiene su verdad y que sólo pertenece a ella. ¿Concedéis, sin embargo, que cada época tuvo su verdad? ; pues con eso mismo creáis propiamente una verdad absoluta, una verdad que no falta en ninguna época, porque cada una, cualquiera que sea su verdad, tiene una. ¿Basta decir que se ha pensado en todo tiempo y que se han tenido, por consiguiente, pensamientos y verdades, distintos, en cada época que en la época precedente? No; se debe decir que cada época tuvo su verdad de fe, y de hecho, no se ha visto ninguna que no reconociese una verdad suprema ante la que no se inclinase como a la soberana majestad. La verdad de una época es una idea fija; cuando llega un día en que se encuentra otra verdad, no se la descubre sino porque se buscaba una; no se hacía más que reformar su locura y vestirla de nuevo. Porque se quería estar inspirado por una idea, se procuraba estar dominado, poseído por un pensamiento. El postrer vástago de esta dinastía es nuestra esencia o el Hombre.
Para toda crítica libre, el criterio era un pensamiento; para la crítica propia, egoísta, el criterio soy Yo. Yo el indecible, y por consiguiente, el impensable (porque lo pensado puede siempre expresarse, puesto que palabra y pensamiento coinciden). Es verdadero lo que es mío; es falso aquello que Yo no poseo; verdadera, por ejemplo, es la asociación, falsos son el Estado y la sociedad. La crítica libre y verdadera trabaja por la dominación lógica de un pensamiento, de una idea, de un Espíritu; la crítica propia no trabaja más que por mi deleite. Así se aproxima -y no querríamos ahorrarle esta vergüenza -a la crítica animal del instinto. Sucede conmigo como con el animal; criticando, no veo en mis asuntos más que a Mí y no a ellos. Yo soy el criterio de la Verdad, pero no soy una idea; soy más que una idea, porque excedo de toda fórmula. Mi crítica no es libre, frente a mí, ni es oficiosa al servicio de una idea, me es propia.
Del mismo modo que el mundo al convertirse en mi propiedad, ha venido a ser un material del que Yo hago lo que quiero, el Espíritu, al hacerse mi propiedad, ha de rebajarse al material, ante el cual no siento ya el terror de lo sagrado. En adelante no me estremeceré de horror ante ningún pensamiento por temerario o diabólico que parezca, porque, por poco importuno o desagradable que se vuelva para Mí, su fin está en mi poder; y en adelante no me detendré ya temblando ante una acción porque el espíritu de impiedad, de inmoralidad o de injusticia habite allí, ni más ni menos que San Bonifacio no se abstuvo por escrúpulo religioso de derribar las encinas sagradas de los paganos. Como las cosas del mundo se han hecho vanas, inevitablemente vanos deben hacerse los pensamientos del Espíritu.
Ningún pensamiento es sagrado, porque ningún pensamiento es una devoción; ningún sentimiento es sagrado (no hay sentimiento sagrado de la amistad, del santo amor maternal, etc.), ninguna fe es sagrada. Pensamientos, sentimientos, creencias, son irrevocables, y son mi propiedad, propiedad irrevocable que Yo mismo destruyo, como Yo la creo.
El Cristianismo puede verse despojado de todas las cosas u objetos, puede perder a las personas más amadas, esos objetos de su amor, sin desesperar por eso de sí mismo; es decir, en el sentido cristiano de su espíritu, de su alma. El propietario puede rechazar lejos de sí todos los pensamientos que eran queridos a su espíritu y encendían su celo; él volverá a ganar mil veces otro tanto; porque él, su creador, subsiste.
Inconsciente e involuntariamente, todos tendemos a la individualidad; sería difícil encontrar uno solo entre nosotros que no haya abandonado ningún sentimiento sagrado y roto con algún santo pensamiento o alguna santa creencia: pero no encontraríamos a nadie que no pudiera liberarse aún de uno u otro de sus pensamientos sagrados. Cada vez que atacamos una convicción, partimos de la opinión de que somos capaces de arrojar, por decirlo así, al adversario de las trincheras de su pensamiento. Pero lo que Yo hago inconscientemente, no lo hago más que a medias; así, después de cada victoria sobre una creencia, vuelvo a ser el prisionero (el poseído) de una nueva creencia, que me vuelve a tomar por entero a su servicio, ella hace de mí un fanático de la razón cuando he cesado de entusiasmarme por la Biblia, o un fanático de la idea de Humanidad cuando dejo de luchar por el Cristianismo.
Propietario de mis pensamientos, protegeré, sin duda, mi propiedad bajo mi escudo, exactamente como propietario de las cosas, a nadie dejo cogerlas; pero sonriendo acogeré el término del combate, sonriendo depondré mi escudo sobre el cadáver de mis pensamientos y de mi fe, y sonriendo, vencido triunfaré.
A la sentencia cristiana todos somos pecadores, yo opongo ésta: ¡Todos somos perfectos! Porque a cada instante somos todo lo que podemos ser y nada nos obliga jamás a ser más. Como no arrastramos con nosotros ninguna falta, ningún defecto, el pecado no tiene sentido. ¡Mostradme aún un pecador en un mundo en que nadie tiene ya que satisfacer nada superior a sí! Si Yo no quiero más que satisfacerme, no satisfaciéndome no peco, puesto que no ofendo en mí mismo ninguna santidad; al contrario, si debo ser piadoso, tengo que satisfacer a Dios; si debo obrar humanamente, tengo que satisfacer a la esencia del Hombre, a la idea de humanidad, etc. A quien el religioso llama un pecador, el humanista le llama un egoísta. Pero, una vez más, no tengo que contentar a nadie: ¿qué es, pues, el Egoísta, ese diablo a la nueva moda que se ha creado el Humanista? El Egoísta, ante el cual los humanistas se santiguan con espanto, no es más que un fantasma, como el diablo; no es más que un espantajo y una fantasmagoría de su cerebro. Si no estuviesen hechizados ingenuamente por la vieja antítesis del bien y del mal, a la que han dado respectivamente los nombres de humano y de egoísta para rejuvenecerlo, no habrían cocido al pecador encanecido en la caldera del egoísmo, y no habrían zurcido una pieza nueva a un vestido viejo. Pero no podían hacer otra cosa porque consideran como su deber ser Hombres.
¡Todos Somos perfectos y no hay sobre la Tierra un solo hombre que sea un pecador! Como hay locos que se imaginan ser Dios padre, Dios hijo o el hombre de la luna, hormiguean insensatos que se creen pecadores. Los primeros no son el hombre de la luna y ellos no son pecadores. Su pecado es quimérico.
Pero, se objeta insidiosamente, ¿su demencia o su posesión es, al menos, su pecado? Su posesión no es más que lo que han podido producir y el resultado de su desarrollo, exactamente como la fe de Lutero en la Biblia era todo lo que había podido producir. Su desarrollo conduce al primero a una casa de locos y al segundo al Panteón o al Walhalla. ¡No existe ningún pecador, ni ningún egoísmo pecaminoso!
No llames a los hombres pecadores y no lo serán: Tú sólo eres el creador de los pecados; Tú eres quien te imaginas amar a los hombres, quien los arrojas en el fango del crimen; Tú eres quien los hace viciosos o virtuosos, humanos o inhumanos, y Tú eres quien los salpicas con la baba de tu posesión; porque Tú no amas a los hombres, sino al Hombre. Yo te lo digo: no has visto jamás pecadores, sólo los has soñado.
Yo derrocho mi autodisfrute porque creo deber servir a otro que Yo, porque me creo deberes para con él y me creo llamado al sacrificio, a la abnegación, al entusiasmo. Pues bien, si no sirvo ya a ninguna Idea, a ningún Ser superior, dicho está que tampoco serviré ya a ningún hombre, salvo -y en otros casos- a Mí. Y así no es sólo por el ser o por la acción, sino incluso por la conciencia por lo que soy el Único.
Te corresponde más que lo divino, lo humano, etcétera; te corresponde lo que es tuyo.
Considérate más poderoso que todo aquello por lo que se te hace pasar y serás más poderoso; considérate más y serás más.
No estás simplemente destinado a todo lo divino y autorizado a todo lo humano, sino que eres poseedor de lo tuyo, es decir, de todo lo que puedes apropiarte con tu fuerza.
Se ha creído siempre que se debía darme un destino exterior a Mí y así se llegó finalmente a exhortarme a ser humano y a obrar humanamente, porque Yo=Hombre. Ése es el círculo mágico cristiano. El Yo de Fichte es igualmente un ser exterior y extraño a Mí, porque ese Yo es cada uno y tiene sólo derechos, de suerte que es el Yo y no Yo. Pero Yo, no soy un Yo junto a otros Yo; soy el solo Yo, soy Único. Y mis necesidades, mis acciones, todo en Mí es único. Por el solo hecho de ser ese Yo único, de todo hago mi propiedad poniéndome a la obra y desarrollándome. No es como Hombre como me desarrollo y no desarrollo al Hombre: soy Yo quien Me desarrollo.
Tal es el sentido del Único.