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El Único y su Propiedad :2

De Wikisource, la biblioteca libre.
El Único y su Propiedad (1844)
de Max Stirner
Primera parte: El hombre.

I. La vida de un hombre

Desde el mismo momento en que abre los ojos y ve la luz del mundo, el hombre procura desasirse y conquistarse en medio del caos confuso en el que circula junto a todos los Demás, poseyéndose.

En todo lo que puede el niño forcejea contra lo que entra en contacto, contra sus atracciones y reafirma su independencia.

Todos se mantienen sobre sí mismos y entran constantemente en colisión con los demás, debe combatir inevitanlemente por la supremacía de sí mismo es inevitable.

Vencer o ser derrotado, no hay más opciones. El vencedor será el Señor y el otro, esclavo: uno gozará de la soberanía y de los "derechos del Señor"; éste cumplirá dedicación y respeto sus deberes de vasallo.

Pero ninguno de ambos depone las armas y se escrutan; cada uno de ellos espía las debilidades del otro, los hijos las de los padres, los padres las de los hijos (sus temores, por ejemplo). O el palo es superior al hombre o el hombre es superior al palo.

Ahí está la vía que desde la infancia nos lleva a la liberación: queremos penetrar en el fundamento de las cosas, "detrás de las cosas"; para eso acechamos sus puntos débiles y en ello los niños tienen un instinto que no les engaña. Por ello nos complace romper lo que encontramos a mano, gustamos de escudriñar los rincones prohibidos, explorar todo lo que se oculta a nuestras miradas, ensayamos nuestras fuerzas en todo. Y, descubierto al fin el secreto, nos sentimos seguros de Nosotros. Si, por ejemplo, hemos llegado a convencernos de que la palmeta no puede nada contra Nuestra obstinación, no la tememos ya; hemos pasado de la edad de la férula. ¡Tras los azotes se levantan, más poderosos que ellos, Nuestra audacia y Nuestra obstinada libertad! Nos deslizamos dulcemente a través de todo lo inquietante, a través de la fuerza temida del látigo, a través del rostro severo de nuestro padre y detrás de todo descubrimos Nuestra Ataraxia, es decir, Nuestra imperturbabilidad, Nuestro arrojo y Nuestra oposición, Nuestro poder superior y Nuestra incoerción. Lo que nos inspiraba miedo y respeto, lejos de intimidarnos, nos alienta. Tras del rudo mandato de los superiores y de los padres, se levanta más obstinada nuestra voluntad, más artificiosa nuestra astucia. Cuando más nos sentimos a Nosotros mismos, más irrisorio nos parece lo que habíamos creído insuperable. Pero, ¿qué son nuestra destreza, audacia y valor, sino el Espíritu?

Durante largo tiempo escapamos a una lucha, que luego nos será fatigosa y triste, la lucha contra la razón. Lo mejor de la infancia pasa sin que tengamos que luchar contra la razón. Siquiera nos cuidamos de ella, no tenemos nada que ver con ella, rechazamos la razón. El convencimiento es entonces un absurdo: sordos a las buenas razones y a los argumentos sólidos, reaccionamos, por el contrario, vivamente bajo las caricias y los castigos.

Más tarde comienza el rudo combate contra la razón y con él se abre una nueva fase de nuestra vida. En la niñez, correteábamos sin cavilar demasiado. Con el Espíritu se revela por primera vez en Nosotros nuestro ser íntimo, la primera divinización de lo divino, es decir, lo inquietante, el fantasma, el poder superior. Nada se impone desde entonces a nuestro respeto, al sentimiento juvenil de nuestra fuerza, y el mundo pierde su crédito ante nuestros ojos, pues nos sentimos superiores a él, nos sentimos Espíritu.

Por vez primera comprendemos que hasta ahora Nosotros no habíamos visto el mundo con los ojos del Espíritu, tan sólo lo contemplábamos embobados. Ensayamos sobre las potencias de la naturaleza nuestras primeras fuerzas. Nuestros padres se nos imponen como potencias naturales, más tarde pensamos que se debería abandonar al padre y a la madre, para aniquilar todo poder natural. Ellos son superados. Para el hombre racional, es decir, para el Hombre Espiritual, no existe la familia como poder natural: renuncia a los padres, a los hermanos, etc. Si esos padres renacen posteriormente como potencias espirituales y racionales, esas potencias nuevas no son, en modo alguno, lo que eran en su origen.

Y el joven no supera sólo el yugo de los padres, sino el de los Hombres en general. Ellos no constituyen ya un obstáculo ante el cual es preciso detenerse, porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El nuevo punto de vista es celestial, y desde su altura, todo lo terrenal retrocede a una lejanía desdeñable.

De ahí que la orientación del joven se haya invertido completamente y su nueva actitud sea espiritual, en tanto que el niño, que no se sentía aún Espíritu, quedaba confinado a la comprensión no-espiritual. El joven no se aferra ya a las cosas, sino que procura aprehender los pensamientos que esas cosas encubren; así, por ejemplo, deja de acumular confusamente en su mente los hechos y las fechas de la historia, para penetrar el pensamiento que ella encierra. El niño, por el contrario, aunque comprenda bien el encadenamiento de los hechos, es incapaz de sacar de ellos Ideas, el Espíritu amontona los conocimientos que adquiere sin seguir un plan a priori, sin sujetarse a un método teórico, en resumen, sin perseguir Ideas.

Si en la niñez tenía que superar la resistencia de las leyes del mundo, en el presente, propóngase lo que quiera, choca con una objeción del Espíritu, de la Razón, de la propia Conciencia. ¡Eso no es razonable, no es cristiano, no es patriótico!, nos grita la conciencia; y nos abstenemos. No tememos el poder vengador de las Euménides, ni la cólera de Poseidón, ni a Dios en tanto que también comprende lo oculto, ni tememos el castigo paterno, sino la conciencia.

Somos, desde entonces, los servidores de nuestros pensamientos; obedecemos sus órdenes, como en otro tiempo las de los padres o las de los hombres. Son ellas (ideas, representaciones, creencias) las que reemplazan a los mandatos paternos y las que gobiernan nuestra vida.

De niños, pensábamos ya, sin embargo nuestros pensamientos no eran entonces incorporales, abstractos, absolutos, es decir, nada más que pensamientos, un cielo para sí, un mundo puro de pensamientos, pensamientos lógicos.

Por el contrario, nuestros pensamientos, eran pensamientos de las cosas, juzgábamos que una cosa determinada era de tal o cual naturaleza. Pensábamos, sí, Dios es quien ha creado este mundo que vemos; pero nuestro pensamiento no iba más lejos, no escrutábamos las profundidades mismas de la divinidad. Decíamos esto es lo verdadero de la cosa, pero sin indagar lo verdadero en sí, la verdad en sí, sin preguntarnos si Dios es la verdad. Poco nos importaban las profundidades de la divinidad, ni cuál fuese la verdad. Pilato no se detiene en cuestiones de pura lógica (o en otros términos, de pura teología) como ¿qué es la verdad? Y, sin embargo, llegada la ocasión, no vacila en distinguir lo que hay de verdadero y lo que hay de falso en un asunto, es decir, si tal cosa determinada es verdadera.

Todo pensamiento vinculado a un objeto no es todavía nada más que un pensamiento, un pensamiento absoluto.

No hay para el joven placer más vivo que descubrir y hacer suyo el pensamiento puro; la Verdad, la Libertad, la Humanidad, el Hombre, etc., esos astros brillantes que alumbran el mundo de las ideas, iluminan y exaltan las almas juveniles.

Pero una vez reconocido el Espíritu como esencial, aparece una diferencia: el Espíritu puede ser rico o pobre y nos esforzamos, por consiguiente, en hacernos ricos de Espíritu; el Espíritu quiere expandirse, fundar su reino, un reino que no es de este mundo, sino de mucho más allá; así aspira a devenir todo en todo, es decir, si bien soy un Espíritu, no soy un Espíritu perfecto y debo empezar por buscar ese Espíritu perfecto.

Con ello, yo, que apenas me había descubierto, reconociéndome Espíritu, me pierdo de nuevo, en el instante en que, penetrado de mi inanidad, me inclino ante el Espíritu perfecto, reconociendo que no está en mí, sino más allá de mí. Todo depende del Espíritu, pero ¿todo Espíritu es justo? El Espíritu justo y verdadero es el espíritu ideal, el Espíritu Santo. No es ni el Mío ni el Tuyo, es un Espíritu ideal, trascendente: es Dios, Dios es el espíritu. Y ese Padre celestial que está en el más allá, dará Espíritu a quienes lo pidan (San Lucas, XI, 13). El hombre ya maduro difiere del joven en que considera el mundo tal como es, sin ver por todas partes mal que corregir, entuertos que enderezar, y sin pretender modelarlo sobre su Ideal. En él se consolida la opinión de que uno debe obrar para con el mundo según su interés y no según su Ideal.

Mientras no se vea en sí más que el Espíritu y ponga todo el mérito en ser Espíritu (al Joven le es fácil arriesgar su vida, lo corporal, por Nada, por la necedad del agravio); únicamente se tienen pensamientos, ideas que se espera ver realizadas un día, cuando haya encontrado su camino, hallado una salida a su actividad. No se tienen, pues, más que Ideas, Pensamientos o Ideas inconsumadas.

Pero cuando se ama vivamente (lo que sucede ordinariamente en la edad madura) y se experimenta un placer de ser tal como uno es, con vivir su vida, se cesa de perseguir el ideal para apegarse a un interés personal, egoísta, es decir, a un interés que ya no busca sólo la satisfacción del Espíritu, sino el disfrute total, el goce de todo el individuo, el propio interés.

Comparad, pues, al hombre maduro con el hombre joven. ¿No os parece más duro, más egoísta, menos generoso? ¡Sin duda! ¿Es por eso más malo? No -diréis-, es que se ha hecho más positivo, más práctico. Lo fundamental es que resueltamente hace de sí el centro de todo, más que el joven, distraído en cosas ajenas a él, como Dios, la patria y otras.

De este modo, el hombre se descubre por segunda vez. El joven había advertido su espiritualidad para extraviarse de nuevo en la investigación del Espíritu universal y perfecto, del Espíritu Santo, del Hombre, de la Humanidad, en una palabra, en todos los Ideales. El hombre se recobra y vuelve a hallar su espíritu encarnado en él, hecho carne.

Un niño no pone en sus deseos ni ideas ni pensamientos; un joven no persigue más que intereses espirituales, los intereses del hombre, en cambio, son materiales, personales y egoístas.

Cuando el niño no tiene ningún objeto en qué ocuparse, se aburre, porque no sabe todavía ocuparse de sí mismo. El joven, al contrario, se cansa pronto de los objetos, porque de esos objetos salen para él pensamientos, y él, ante todo, se interesa por sus pensamientos, sus sueños, en lo que espiritualmente le ocupa: su espíritu está ocupado.

En todo lo que no es espiritual, el joven no ve más que futilidades. Si se le ocurre tomar en serio las más insignificantes niñerías (por ejemplo, las ceremonias de la vida universitaria), es porque se apoderan de su espíritu, es decir porque ve en ellas símbolos.

Yo Me he colocado detrás de las cosas y he descubierto mi Espíritu; igualmente, más tarde Me encuentro detrás de mis pensamientos y me siento su creador y su poseedor. En la edad del Espíritu, mis pensamientos proyectaban sombra sobre Mi cerebro, como el árbol sobre el suelo que le nutre; giraban a Mi entorno como ensueños de calenturiento, y me turbaban con su espantoso poder. Los pensamientos mismos habían adquirido corporeidad y se llamaban Dios, el Emperador, el Papa, la Patria, etcétera. Hoy destruyo su cuerpo, entro en posesión de Mis pensamientos, los hago Míos y digo: sólo yo poseo un cuerpo. No veo ya en el mundo más que lo que él es para Mí, es Mío, es mi propiedad. Yo lo refiero todo a Mí. No hace mucho era Espíritu y el mundo era a mis ojos digno sólo de mi desprecio; hoy soy Yo su propietario y rechazo esos Espíritus o esas Ideas cuya vanidad he medido. Todo eso no tiene sobre mí más poder que el que las potencias de la Tierra tienen sobre el espíritu. El niño era realista, embarazado por las cosas de este mundo, hasta que llegó poco a poco a penetrarlas. El joven es idealista, ocupado en sus pensamientos, hasta el día en que llega a ser hombre egoísta que no persigue a través de las cosas y de los pensamientos más que el gozo de su corazón y pone por encima de todo su interés personal. En cuanto al anciano ... cuando yo lo sea ... tendré tiempo de hablar de él.