El último borincano
De la anhelada victoria
perdida ya la esperanza,
podrá tan solo la muerte
aliviar nuestra desgracia.
Al fuego de los cristianos
es la resistencia vana,
y todo cede ante el filo
de sus cortantes espadas.
A sus golpes formidables
tal vez sucumbido haya
el más valiente cacique
de la tierra de Agueinaba;
sin su aliento poderoso
y sin su brazo, ¡oh desgracia!
¿qué intentaremos nosotros
en situación tan amarga?
Los cristianos nunca mueren,
Borinquen su imperio guarda,
¡ah! nuestra vida ocultemos
en las ásperas montañas.
Así las indianas huestes
en su dolor exclamaban,
al ver en Yagüeca un día
destruida su arrogancia.
Unidos luego al caudillo
que fue un tiempo su esperanza,
el intrépido Humacao
que dio nombre a su comarca,
llevaron su duelo triste
a la sierra que elevada
saluda al sol cuando nace
y al Mar del Caribe, guarda.
Allí en aquella eminencia
el cacique, la pujanza
del bravo campeón cristiano
resistiera época larga,
ora asaltando llanuras
o haciendo de sus gargantas
un terrífico baluarte,
testigo de cien hazañas.
Allí sucumbió postrero
de las huestes borincanas-.
Y cuéntase que su sombra
en aquellas cumbres ásperas
do tiempo en tiempo se ofrece
a las vecinas miradas.
Yo imagino que su espíritu
fue bañado en la luz santa,
con que el cielo en su piedad
ilumina allá las almas:
que al sucumbir por su ley,
a ella fiel aunque pagana,
la eterna misericordia
tuvo en cuenta su ignorancia.
Y desde entonces errante
al ver en su tierra alzada
la digna cruz redentora,
se postra y tierna plegaria
eleva desde la altura
que fue su glorioso alcázar,
porque su tierra querida
deba a la cruz bienandanza-.
Tales son los ecos tristes
que allá en noche solitaria,
se escuchan en las alturas
de la ríspida montaña.
Tal la sombra vagabunda
que se divisa postrada,
en el Yunque gigantesco
cuando la luna lo baña-.
Al ver la cristiana grey,
del cacique la arrogancia,
la incansable intrepidez
con que lidió por su patria
y que loco era su empeño;
dio por nombre a la comarca
el de Sierra del Loquillo
y hora Luquillo se llama.