El 19 de Marzo y el 2 de Mayo/XXVII

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XXVII

Llegar los cuerpos de ejército a la Puerta del Sol y comenzar el ataque, fueron sucesos ocurridos en un mismo instante. Yo creo que los franceses, a pesar de su superioridad numérica y material, estaban más aturdidos que los españoles; así es que en vez de comenzar poniendo en juego la caballería,hicieron uso de la metralla desde los primeros momentos.

La lucha, mejor dicho, la carnicería era espantosa en la Puerta del Sol. Cuando cesó el fuego y comenzaron a funcionar los caballos, la guardia polaca llamada noble, y los famosos mamelucos cayeron a sablazos sobre el pueblo, siendo los ocupadores de la calle Mayor los que alcanzamos la peor parte, porque por uno y otro flanco nos atacaban los feroces jinetes. El peligro no me impedía observar quién estaba en torno mío, y así puedo decir que sostenían mi valor vacilante además de la Primorosa, un señor grave y bien vestido que parecía aristócrata, y dos honradísimos tenderos de la misma calle, a quienes yo de antiguo conocía.

Teníamos a mano izquierda el callejón de la Duda; como sitio estratégico que nos sirviera de parapeto y de camino para la fuga, y desde allí el señor noble y yo, dirigíamos nuestros tiros a los primeros mamelucos que aparecieron en la calle. Debo advertir, que los tiradores formábamos una especie de retaguardia o reserva, porque los verdaderos y más aguerridos combatientes, eran los que luchaban a arma blanca entre la caballería. También de los balcones salían muchos tiros de pistola y gran número de armas arrojadizas, como tiestos, ladrillos, pucheros, pesas de reló, etc.

-Ven acá, Judas Iscariote -exclamó la Primorosa,dirigiendo los puños hacia un mameluco que hacía estragos en el portal de la c asa de Oñate-. ¡Y no hay quien te meta una libra de pólvora en el cuerpo! ¡Eh, so estantigua!, ¿pa qué le sirve ese chisme? Y tú, Piltrafilla, echa fuego por ese fusil, o te saco los ojos.

Las imprecaciones de nuestra generala nos obligaban a disparar tiro tras tiro.

Pero aquel fuego mal dirigido no nos valía gran cosa, porque los mamelucos habían conseguido despejar a golpes gran parte de la calle, y adelantaban de minuto en minuto.

-A ellos, muchachos -exclamó la maja, adelantándose al encuentro de una pareja de jinetes, cuyos caballos venían hacia nosotros.

Ustedes no pueden figurarse cómo eran aquellos combates parciales. Mientras desde las ventanas y desde la calle se les hacía fuego, los manolos les atacaban navaja en mano, y las mujeres clavaban sus dedos en la cabeza del caballo, o saltaban, asiendo por los brazos al jinete. Este recibía auxilio, y al instante acudían dos, tres, diez, veinte, que eran atacados de la misma manera, y se formaba una confusión, una mescolanza horrible y sangrienta que no se puede pintar. Los caballos vencían al fin y avanzaban al galope, y cuando la multitud encontrándose libre se extendía hacia la Puerta del Sol, una lluvia de metralla le cerraba el paso.

Perdí de vista a la Primorosa en uno de aquellos espantosos choques; pero al poco rato la vi reaparecer lamentándose de haber perdido su cuchillo, y me arrancó el fusil de las manos con tanta fuerza, que no pude impedirlo. Quedé desarmado en el mismo momento en que una fuerte embestida de los franceses nos hizo recular a la acera de San Felipe el Real. El anciano noble fue herido junto a mí: quise sostenerle; pero deslizándose de mis manos, cayó exclamando: «¡Muera Napoleón! ¡Viva España!».

Aquel instante fue terrible, porque nos acuchillaron sin piedad; pero quiso mi buena estrella, que siendo yo de los más cercanos a la pared, tuviera delante de mí una muralla de carne humana que me defendía del plomo y del hierro. En cambio era tan fuertemente comprimido contra la pared, que casi llegué a creer que moría aplastado. Aquella masa de gente se replegó por la calle Mayor, y como el violento retroceso nos obligara a invadir una casa de las que hoy deben tener la numeración desde el 21 al 25, entramos decididos a continuar la lucha desde los balcones. No achaquen Vds. a petulancia el que diga nosotros, pues yo, aunque al principio me vi comprendido entre los sublevados como al acaso y sin ninguna iniciativa de mi parte, después el ardor de la refriega, el odio contra los franceses que se comunicaba de corazón a corazón de un modo pasmoso, me indujeron a obrar enérgicamente en prode los míos. Yo creo que en aquella ocasión memorable hubiérame puesto al nivel de algunos que me rodeaban, si el recuerdo de Inés y la consideración de que corría algún peligro no aflojaran mi valor a cada instante.

Invadiendo la casa, la ocupamos desde el piso bajo a las buhardillas: por todas las ventanas se hacía fuego arrojando al mismo tiempo cuanto la diligente valentía de sus moradores encontraba a mano. En el piso segundo un padre anciano, sosteniendo a sus dos hijas que medio desmayadas se abrazaban a sus rodillas, nos decía: «Haced fuego; coged lo que os convenga. Aquí tenéis pistolas; aquí tenéis mi escopeta de caza. Arrojad mis muebles por el balcón, y perezcamos todos y húndase mi casa si bajo sus escombros ha de quedar sepultada esa canalla. ¡Viva Femando! ¡Viva España! ¡Muera Napoleón!».

Estas palabras reanimaban a las dos doncellas, y la menor nos conducía a una habitación contigua, desde donde podíamos dirigir mejor el fuego. Pero nos escaseó la pólvora, nos faltó al fin, y al cuarto de hora de nuestra entrada ya los mamelucos daban violentos golpes en la puerta.

-Quemad las puertas y arrojadlas ardiendo a la calle -nos dijo el anciano-. Ánimo, hijas mías. No lloréis. En este día el llanto es indigno aun en las mujeres. ¡Viva España! ¿Vosotras sabéis lo que es España? Pues es nuestra tierra, nuestros hijos, los sepulcros de nuestros padres, nuestras casas, nuestros reyes, nuestros ejércitos, nuestra riqueza, nuestra historia, nuestra grandeza, nuestro nombre, nuestra religión. Pues todo esto nos quieren quitar. ¡Muera Napoleón!

Entretanto los franceses asaltaban la casa, mientras otros de los suyos cometían las mayores atrocidades en la de Oñate.

-Ya entran, nos cogen y estamos perdidos -exclamamos con terror, sintiendo que los mamelucos se encarnizaban en los defensores del piso bajo.

-Subid a la buhardilla -nos dijo el anciano con frenesí- y saliendo al tejado, echad por el cañón de la escalera todas las tejas que podáis levantar. ¿Subirán los caballos de estos monstruos hasta el techo?

Las dos muchachas, medio muertas de terror, se enlazaban a los brazos de su padre, rogándole que huyese.

-¡Huir! -exclamaba el viejo-. No, mil veces no. Enseñemos a esos bandoleros cómo se defiende el hogar sagrado. Traedme fuego, fuego, y apresarán nuestras cenizas, no nuestras personas.

Los mamelucos subían. Estábamos perdidos. Yo me acordé de la pobre Inés, y me sentí más cobarde que nunca. Pero algunos de los nuestros habíanse en tanto internado en la casa, y con fuerte palancarompían el tabique de una de las habitaciones más escondidas. Al ruido, acudí allá velozmente, con la esperanza de encontrar escapatoria, y en efecto vi que habían abierto en la medianería un gran agujero, por donde podía pasarse a la casa inmediata. Nos hablaron de la otra parte, ofreciéndonos socorro, y nos apresuramos a pasar; pero antes de que estuviéramos del opuesto lado sentimos, a los mamelucos y otros soldados franceses vociferando en las habitaciones principales: oyose un tiro; después una de las muchachas lanzó un grito espantoso y desgarrador. Lo que allí debió ocurrir no es para contado.

Cuando pasamos a la casa contigua, con ánimo de tomar inmediatamente la calle, nos vimos en una habitación pequeña y algo oscura, donde distinguí dos hombres, que nos miraban con espanto. Yo me aterré también en su presencia, porque eran el uno el licenciado Lobo, y el otro Juan de Dios.

Habíamos pasado a una casa de la calle de Postas, a la misma casa en cuyo cuarto entresuelo había yo vivido hasta el día anterior al servicio de los Requejos. Estábamos en el piso segundo, vivienda del leguleyo trapisondista. El terror de este era tan grande que al vernos dijo:

-¿Están ahí los franceses? ¿Vienen ya? Huyamos.

Juan de Dios estaba también tan pálido y alterado, que era difícil reconocerle.

-¡Gabriel! -exclamó al verme-. ¡Ah!, tunante; ¿qué has hecho de Inés?

-Los franceses, los franceses -exclamó Lobo saliendo a toda prisa de la habitación y bajando la escalera de cuatro en cuatro peldaños-. ¡Huyamos!

La esposa del licenciado y sus tres hijas, trémulas de miedo, corrían de aquí para allí, recogiendo algunos objetos para salir a la calle. No era ocasión de disputar con Juan de Dios, ni de darnos explicaciones sobre los sucesos de la madrugada anterior, así es que salimos a todo escape, temiendo que los mamelucos invadieran aquella casa.

El mancebo no se separaba de mí, mientras que Lobo, harto ocupado de su propia seguridad, se cuidaba de mi presencia tanto como si yo no existiera.

-¿A dónde vamos? -preguntó una de las niñas al salir-. ¿A la calle de San Pedro la Nueva, en casa de la primita?

-¿Estáis locas? ¿Frente al parque de Monteleón?

-Allí se están batiendo -dijo Juan de Dios-. Se ha empeñado un combate terrible, porque la artillería española no quiere soltar el parque.

-¡Dios mío! ¡Corro allá! -exclamé sin poderme contener.

-¡Perro! -gritó Juan de Dios, asiéndome por un brazo-. ¿Allí la tienes guardada?

-Sí, allí está -contesté sin vacilar-. Corramos.

Juan de Dios y yo partimos como dos insensatos en dirección a mi casa.

En nuestra carrera no reparábamos en los mil peligros que a cada paso ofrecían las calles y plazas de Madrid, y andábamos sin cesar, tomando las vías más apartadas del centro, con tantas vueltas y rodeos, que empleamos cerca de dos horas para llegar a la puerta de Fuencarral por los pozos de nieve. Por un largo rato, ni yo hablaba a mi acompañante, ni él a mí tampoco, hasta que al fin Juan de Dios, con voz entrecortada por el fatigoso aliento, me dijo:

-¿Pero tú sacaste a Inés para entregármela después, o eres un tunante ladrón digno de ser fusilado por los franceses?

-Sr. Juan de Dios -repuse apretando más el paso-. No es ocasión de disputar, y vamos más a prisa, porque si los franceses llegan a meterse en mi casa...

-¡Cuánto se asustará la pobrecita! Pero di, ¿por qué la sacaste, por qué me encontré encerrado en el sótano con aquella maldita mujer...? ¡Oh!, me falta el aliento; pero no nos detengamos... ¿Inés no se asustó al verse en tu poder? ¿No te preguntó por mí, no te rogó que me llevases a su lado? ¡Qué confusión! ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Quién eres tú? ¿Eres un infame o un hombre de bien? Ya me daráscuenta y razón de todo. ¡Ay!, cuando me encontré en el sótano con Restituta... ¿Ves este rasguño que tengo en la mano?... Yo me quedé azorado y mudo de espanto cuando la vi. ¡Qué desdicha! Creo que fue castigo de Dios por los pecadillos de que te hablé... Ella me insultaba llamándome ladrón, y a mí un sudor se me iba y otro se me venía. Luego que tratamos de salir... La compuerta cerrada... ella parecía una gata rabiosa. ¿Ves este arañazo que tengo en la cara...? Descansemos un rato, porque me ahogo. ¿No llegamos nunca a tu casa? ¿Y mi Inés está allí? Pero tunante, modera un poco el paso y dime: ¿Inés me espera? ¿Te mandó en busca mía? ¿Sabe que a mí me debe su libertad? Gabriel, te juro que tengo la cabeza como una jaula de grillos, y que no sé qué pensar. Cuando vi entrar a Restituta... ¿Creerás que no puedo apartar de mi memoria su repugnante imagen? Lo que dije... aquellos dos pecadillos... Pero en cuanto Inés esté a mi lado, me confesaré... El Santísimo Sacramento sabe que mi intención es buena, y que el inmenso, el loco amor que me domina es causa de todo... ¿Pero no hablas? ¿Estás mudo? ¿Inés me espera? Dímelo francamente y no me hagas padecer. ¿Está contenta, está triste? ¿Ella quiso desde luego salir contigo para esperarme fuera?... ¡Mil demonios! ¿Cuándo llegamos a tu casa? Me aguarda, ¿no es verdad? Ahora le hablaré cara a cara por primera vez. ¿Sabes que me da vergüenza?...Pero ella quizás me dirá primero algunas palabras, dándome pie para que después siga yo hablando como un cotorro. ¿Estás tú seguro de que leyó mi carta? Pues si la leyó, ya está al corriente de mi ardiente amor, y en cuanto me vea se arrojará llorando en mis brazos, dándome gracias por su salvación. ¿No lo crees tú así? ¿Pero por qué callas? ¿Te has quedado sin lengua? ¿Qué le has dicho tú, qué te ha dicho ella? ¿No te habló de aquel pasaje de la carta en que le decía que mi amor es tan casto como el de los ángeles del cielo?... Me faltó decirle que mi corazón es el altar en que la adoro con tanto fervor como al Dios que hizo el mundo para todos y para nosotros una isla desierta llena de flores y pajaritos muy lindos que canten día y noche... ¡Ah, Gabriel! ¿Sabes que soy rico? Cogí lo mío, aunque la condenada me clavó las uñas para arrebatármelo. ¡Cuánto luchamos! ¡Espantosa noche! Por fin, ya muy avanzado el día, llega D. Mauro y abre el sótano para sacarte... Salimos Restituta y yo; ella está medio muerta. Su hermano, al vernos... ¡Jesús, cómo se pone! Después de insultarnos, nos dice que tenemos que casarnos el mismo día. Luego, al saber que Inés se ha fugado contigo, brama como un león, arráncase los cabellos, y después de amenazar con la muerte a su hermana y a mí, enciende las dos velas al santo patrono. Yo salgo de la casa sin contestar a nada, y como ya empiezan los tiros, merefugio en la del licenciado Lobo... Todos están allí llenos de terror... los franceses, los franceses... ¡ban, bun!, golpean un tabique, acudimos: se abre un agujero y apareces tú... ¿Pero llegaremos al fin? ¡Qué impaciente estará la pobrecita! Cuando me vea entrar, ella romperá a hablar, ¿no lo crees tú? Si no... yo estoy seguro de que me quedaré como una estatua. Si se me quitara esta vergüenza...

Yo no contestaba a ninguna de las atropelladas e inconexas razones de Juan de Dios, pues más que la verbosidad de aquel desgraciado, ocupaba mi mente la idea de los peligros que corrían Inés y su tío en mi casa. Nuestra marcha era sumamente fatigosa, pues algunas veces después de recorrer toda una calle, teníamos que volver atrás huyendo de los mamelucos: otras veces nos detenía algún grupo compuesto en su mayor parte de mujeres y ancianos que con lamentos y gritos rodeaban un cadáver, víctima reciente de los invasores; más adelante veíamos desfilar precipitadamente pelotones de granaderos que hacían retroceder a todo el mundo; luego el espectáculo de una lucha parcial, tan encarnizada como las anteriores, era lo que de improviso nos estorbaba el paso.

En la calle de Fuencarral el gentío era grande, y todos corrían hacia arriba, como en dirección al parque. Oíanse fuertes descargas, que aterraron a mi acompañante, y cuando embocamos a la calle de laPalma por la casa de Aranda, los gritos de los héroes llegaban hasta nuestros oídos.

Era entre doce y una. Dando un gran rodeo pudimos al fin entrar en la calle de San José, y desde lejos distinguí las altas ventanas de mi casa entre el denso humo de la pólvora.

-No podemos subir a nuestra casa -dije a Juan de Dios-, a menos que no nos metamos en medio del fuego.

-¡En medio del fuego! ¡Qué horror! No: no expongamos la vida. Veo que también hacen fuego desde algún balcón. Escondámonos, Gabriel.

-No avancemos. Parece que cesa el fuego.

-Tienes razón. Ya no se oyen sino pocos tiros, y me parece que oigo decir: «victoria, victoria».

-Sí, y el paisanaje se despliega, y vienen algunos hacia acá. ¡Ah! ¿No son franceses aquellos que corren hacia la calle de la Palma? Sí: ¿no ve Vd. los sombreros de piel?

-Vamos allá. ¡Qué algazara! Parece que están contentos. Mira cómo agitan las gorras aquellos que están en el balcón.

-Inés, allí está Inés, en el balcón de arriba, arriba... Allí está: mira hacia el parque, parece que tiene miedo y se retira. También sale a curiosear don Celestino. Corramos y ahora nos será fácil entrar en la casa.

Después de una empeñada refriega, el combatehabía cesado en el parque con la derrota y retirada del primer destacamento francés que fue a atacarlo. Pero si el crédulo paisanaje se entregó a la alegría creyendo que aquel triunfo era decisivo; los jefes militares conocieron que serían bien pronto atacados con más fuerzas, y se preparaban para la resistencia. Pacorro Chinitas, que había sido uno de los que primero acudieron a aquel sitio, se llegó a mí ponderándome la victoria alcanzada con las cuatro piezas que Daoíz había echado a la calle; pero bien pronto él y los demás se convencieron de que los franceses no habían retrocedido sino para volver pronto con numerosa artillería. Así fue en efecto, y cuando subíamos la escalera de mi casa, sentí el alarmante rumor de la tropa cercana.

El mancebo tropezaba a cada peldaño, circunstancia que cualquiera hubiera atribuido al miedo, y yo atribuí a la emoción. Cuando llegamos a presencia de Inés y D. Celestino, estos se alegraron en extremo de verme sano, y ella me señaló una imagen de la Virgen, ante la cual habían encendido dos velas. Juan de Dios permaneció un rato en el umbral, medio cuerpo fuera y dentro el otro medio, con el sombrero en la mano, el rostro pálido y contraído, la actitud embarazosa, sin atreverse a hablar ni tampoco a retirarse, mientras que Inés, enteramente ocupada de mi vuelta, no ponía en él la menor atención.

-Aquí, Gabriel -me dijo el clérigo-, hemos presenciado escenas de grande heroísmo. Los franceses han sido rechazados. Por lo visto, Madrid entero se levanta contra ellos.

Al decir esto, una detonación terrible hizo estremecer la casa.

-¡Vuelven los franceses! Ese disparo ha sido de los nuestros, que siguen decididos a no entregarse. Dios y su santa Madre, y los cuatro patriarcas y los cuatro doctores nos asistan.

Juan de Dios continuaba en la puerta, sin que mis dos amigos, hondamente afectados por el próximo peligro hicieran caso de su presencia.

-Va a empezar otra vez -exclamó Inés huyendo de la ventana después de cerrarla-. Yo creí que se había concluido. ¡Cuántos tiros! ¡Qué gritos! ¿Pues y los cañones? Yo creí que el mundo se hacía pedazos; y puesta de rodillas no cesaba de rezar. Si vieras, Gabriel... Primero sentimos que unos soldados daban recios golpes en la puerta del parque. Después vinieron muchos hombres y algunas mujeres pidiendo armas. Dentro del patio un español con uniforme verde disputó un instante con otro de uniforme azul, y luego se abrazaron, abriendo enseguida las puertas. ¡Ay! ¡Qué voces, qué gritos! Mi tío se echó a llorar y dijo también «¡viva España!» tres veces, aunque yo le suplicaba que callase para no dar que hablar a la vecindad. Al momento empezaron los tirosde fusil, y al cabo de un rato los de cañón, que salieron empujados por dos o tres mujeres... El del uniforme azul mandaba el fuego, y otro del mismo traje, pero que se distinguía del primero por su mayor estatura, estaba dentro disponiendo cómo se habían de sacar la pólvora y las balas... Yo me estremecía al sentir los cañonazos; y si a veces me ocultaba en la alcoba, poniéndome a rezar, otras podía tanto la curiosidad, que sin pensar en el peligro me asomaba a la ventana para ver todo... ¡Qué espanto! Humo, mucho humo, brazos levantados, algunos hombres tendidos en el suelo y cubiertos de sangre y por todos lados el resplandor de esos grandes cuchillos que llevan en los fusiles.

Una segunda detonación seguida del estruendo de la fusilería, nos dejó paralizados de estupor. Inés miró a la Virgen, y el cura encarándose solemnemente con la santa imagen, dirigiole así la palabra:

-Señora: proteged a vuestros queridos españoles, de quienes fuisteis reina y ahora sois capitana. Dadles valor contra tantos y tan fieros enemigos, y haced subir al cielo a los que mueran en defensa de su patria querida.

Quise abrir la ventana; pero Inés se opuso a ello muy acongojada. Juan de Dios, que al fin traspasó el umbral, se había sentado tímidamente en el borde de una silla puesta junto a la misma puerta, donde Inés le reconoció al fin, mejor dicho, advirtió su presencia,y antes que formulara una pregunta, le dije yo:

-Es el Sr. Juan de Dios, que ha venido a acompañarme.

-Yo... yo... -balbució el mancebo en el momento en que la gritería de la calle apenas permitía oírle-. Gabriel habrá enterado a Vd...

-El miedo le quita a Vd. el habla -dijo Inés-. Yo también tengo mucho miedo. Pero Vd. tiembla, Vd. está malo...

En efecto, Juan de Dios parecía desmayarse, y alargaba sus brazos hacia la muchacha, que absorta y confundida no sabía si acercarse a darle auxilio o si huir con recelo de visitante tan importuno. Yo estaba an excitado, que sin parar mientes en lo que junto a mí ocurría, ni atender al pavor de mi amiga, abrí resueltamente la ventana. Desde allí pude ver los movimientos de los combatientes, claramente percibidos, cual si tuviera delante un plano de campaña con figuras movibles. Funcionaban cuatro piezas: he oído hablar de cinco, dos de a 8 y tres de a 4; pero yo creo que una de ellas no hizo fuego, o sólo trabajó hacia el fin de la lucha. Los artilleros me parece que no pasaban de veinte; tampoco eran muchos los de infantería mandados por Ruiz; pero el número de paisanos no era escaso ni faltaban algunas heroicas amazonas de las que poco antes vi en la Puerta del Sol. Un oficial de uniforme azul mandabalas dos piezas colocadas frente a la calle de San Pedro la Nueva. Por cuenta del otro del mismo uniforme y graduación corrían las que enfilaban la calle de San Miguel y de San José, apuntando una de ellas hacia la de San Bernardo, pues por allí se esperaban nuevas fuerzas francesas en auxilio de las que invadían la Palma Alta y sitios inmediatos a la iglesia de Maravillas. La lucha estaba reconcentrada entonces en la pequeña calle de San Pedro la Nueva, por donde atacaron los granaderos imperiales en número considerable. Para contrarrestar su empuje los nuestros disparaban las piezas con la mayor rapidez posible, empleándose en ello lo mismo los artilleros que los paisanos; y auxiliaba a los cañones la valerosa fusilería que tras las tapias del parque, en la puerta, y en la calle, hacía mortífero e incesante fuego.

Cuando los franceses trataban de tomar las piezas a la bayoneta, sin cesar el fuego por nuestra parte, eran recibidos por los paisanos con una batería de navajas, que causaban pánico y desaliento entre los héroes de las Pirámides y de Jena, al paso que el arma blanca en manos de estos aguerridos soldados, no hacía gran estrago moral en la gente española, por ser esta de muy antiguo aficionada acon ella, de modo que al verse heridos, antes les enfurecía que les desmayaba. Desde mi ventana abierta a la calle de San José, no se veía la inmediata de San Pedro la Nueva, aunque la casa hacía esquina a las dos, así es que yo, teniendo siempre a los españoles bajo mis ojos, no distinguía a los franceses, sino cuando intentaban caer sobre las piezas, desafiando la metralla, el plomo, el acero y hasta las implacables manos de los defensores del parque. Esto pasó una vez, y cuando lo vi pareciome que todo iba a concluir por el sencillo procedimiento de destrozarse simultáneamente unos a otros; pero nuestro valiente paisanaje, sublimado por su propio arrojo y el ejemplo, y la pericia, y la inverosímil constancia de los dos oficiales de artillería, rechazaba las bayonetas enemigas, mientras sus navajas, hacían estragos, rematando la obra de los fusiles. Cayeron algunos, muchos artilleros, y buen número de paisanos; pero esto no desalentaba a los madrileños. Al paso que uno de los oficiales de artillería hacía uso de su sable con fuerte puño sin desatender el cañón cuya cureña servía de escudo a los paisanos más resueltos, el otro, acaudillando un pequeño grupo, se arrojaba sobre la avanzada francesa, destrozándola antes de que tuviera tiempo de reponerse. Eran aquellos los dos oficiales oscuros y sin historia, que en un día, en una hora, haciéndose, por inspiración de sus almas generosas, instrumento de la conciencianacional, se anticiparon a la declaración de guerra por las juntas y descargaron los primeros golpes de la lucha que empezó a abatir el más grande poder que se ha señoreado del mundo. Así sus ignorados nombres alcanzaron la inmortalidad.

El estruendo de aquella colisión, los gritos de unos y otros, la heroica embriaguez de los nuestros y también de los franceses, pues estos evocaban entre sí sus grandes glorias para salir bien de aquel empeño, formaban un conjunto terrible, ante el cual no existía el miedo, ni tampoco era posible resignarse a ser inmóvil espectador. Causaba rabia y al mismo tiempo cierto júbilo inexplicable lo desigual de las fuerzas, y el espectáculo de la superioridad adquirida por los débiles a fuerza de constancia. A pesar de que nuestras bajas eran inmensas, todo parecía anunciar una segunda victoria. Así lo comprendían sin duda los franceses, retirados hacia el fondo de la calle de San Pedro la Nueva; y viendo que para meter en un puño a los veinte artilleros ayudados de paisanos y mujeres, era necesaria más tropa con refuerzos de todas armas, trajeron más gente, trajeron un ejército completo; y la división de San Bernardino, mandada por Lefranc apareció hacia las Salesas Nuevas con varias piezas de artillería. Los imperiales daban al parque cercado de mezquinas tapias las proporciones de una fortaleza, y a la abigarrada pandilla las proporciones de un pueblo.

Hubo un momento de silencio, durante el cual no oí más voces que las de algunas mujeres, entre las cuales reconocí la de la Primorosa, enronquecida por la fatiga y el perpetuo gritar. Cuando en aquel breve respiro me aparté de la ventana, vi a Juan de Dios completamente desvanecido. Inés estaba a su lado, presentándole un vaso de agua.

-Este buen hombre -dijo la muchacha- ha perdido el tino. ¡Tan grande es su pavor! Verdad que la cosa no es para menos. Yo estoy muerta. ¿Se ha acabado, Gabriel? Ya no se oyen tiros. ¿Ha concluido todo? ¿Quién ha vencido?

Un cañonazo resonó estremeciendo la casa. A Inés cayósele el vaso de las manos, y en el mismo instante entró D. Celestino, que observaba la lucha desde otra habitación de la casa.

-Es la artillería francesa -exclamó-. Ahora es ella. Traen más de doce cañones. ¡Jesús, María y José nos amparen! Van a hacer polvo a nuestros valientes paisanos. ¡Señor de justicia! ¡Virgen María, santa patrona de España!

Juan de Dios abrió sus ojos buscando a Inés con una mirada calmosa y apagada como la de un enfermo. Ella, en tanto, puesta de rodillas ante la imagen, derramaba abundantes lágrimas.

-Los franceses son innumerables -continuó el cura-. Vienen cientos de miles. En cambio los nuestros, son menos cada vez. Muchos han muerto ya.¿Podrán resistir los que quedan? ¡Oh! Gabriel, y usted, caballero, quien quiera que sea, aunque presumo será español: ¿están Vds. en paz con su conciencia, mientras nuestros hermanos pelean abajo por la patria y por el Rey? Hijos míos, ánimo: los franceses van a atacar por tercera vez. ¿No veis cómo se aperciben los nuestros para recibirlos con tanto brío como antes? ¿No oís los gritos de los que han sobrevivido al último combate? ¿No oís las voces de esa noble juventud? Gabriel, Vd., caballero, cualquiera que sea, ¿habéis visto a las mujeres? ¿Darán lección de valor esas heroicas hembras a los varones que huyen de la honrosa lucha?

Al decir esto, el buen sacerdote, con una alteración que hasta entonces jamás había advertido en él, se asomaba al balcón, retrocedía con espanto, volvía los ojos a la imagen de la Virgen, luego a nosotros, y tan pronto hablaba consigo mismo como con los demás.

-Si yo tuviera quince años, Gabriel -continuó- si yo tuviera tu edad... Francamente, hijos míos, yo tengo muchísimo miedo. En mi vida había visto una guerra, ni oído jamás el estruendo de los mortíferos cañones; pero lo que es ahora cogería un fusil, sí señores, lo cogería... ¿No veis que va escaseando la gente? ¿No veis cómo los barre la metralla?... Mirad aquellas mujeres que con sus brazos despedazados empujan uno de nuestros cañoneshasta embocarle en esta calle. Mirad aquel montón de cadáveres del cual sale una mano increpando con terrible gesto a los enemigos. Parece que hasta los muertos hablan, lanzando de sus bocas exclamaciones furiosas... ¡Oh!, yo tiemblo, sostenedme; no, dejadme tomar un fusil, lo tomaré yo. Gabriel, caballero, y tú también, Inés; vamos todos a la calle, a la calle. ¿Oís? Aquí llegan las vociferaciones de los franceses. Su artillería avanza. ¡Ah!, perros: todavía somos suficientes, aunque pocos. ¿Queréis a España, queréis este suelo? ¿Queréis nuestras casas, nuestras iglesias, nuestros reyes, nuestros santos? Pues ahí está, ahí está dentro de esos cañones lo que queréis. Acercaos... ¡Ah! Aquellos hombres que hacían fuego desde la tapia han perecido todos. No importa. Cada muerto no significa más sino que un fusil cambia de mano, porque antes de que pierda el calor de los dedos heridos que lo sueltan, otros lo agarran... Mirad: el oficial que los manda parece contrariado, mira hacia el interior del parque y se lleva la mano a la cabeza con ademán de desesperación. Es que les faltan balas, les falta metralla. Pero ahora sale el otro con una cesta de piedras... sí... son piedras de chispa. Cargan con ellas, hacen fuego... ¡Oh!, que vengan, que vengan ahora. ¡Miserables! España tiene todavía piedras en sus calles para acabar con vosotros... Pero ¡ay!, los franceses parece que están cerca. Mueren muchos de los nuestros.Desde los balcones se hace mucho fuego; mas esto no basta. Si yo tuviera veinte años... Si yo tuviera veinte años, tendría el valor que ahora me falta, y me lanzaría en medio del combate, y a palos, sí señores, a palos, acabaría con todos esos franceses. Ahora mismo, con mis sesenta años... Gabriel, ¿sabes tú lo que es el deber? ¿Sabes tú lo que es el honor? Pues para que lo sepas, oye: Yo que soy un viejo inútil, yo que nunca he visto un combate, yo que jamás he disparado un tiro, yo que en mi vida he peleado con nadie, yo que no puedo ver matar un pollo, yo que nunca he tenido valor para matar un gusanito, yo que siempre he tenido miedo a todo, yo que ahora tiemblo como una liebre y a cada tiro que oigo parece que entrego el alma al Señor, voy a bajar al instante a la calle, no con armas, porque armas no me corresponden, sino para alentar a esos valientes, diciéndoles en castellano aquello de Dulce et decorum est pro patria mori!

Estas palabras, dichas con un entusiasmo que el anciano no había manifestado ante mí sino muy pocas veces, y siempre desde el púlpito, me enardeció de tal modo que me avergoncé de reconocerme cobarde espectador de aquella heroica lucha sin disparar un tiro, ni lanzar una piedra en defensa de los míos. A no contenerme la presencia de Inés, ni un instante habría yo permanecido en aquella situación. Después cuando vi al buen anciano precipitarse fuera de lacasa, dichas sus últimas palabras, miedo y amor se oscurecieron en mí ante una grande, una repentina iluminación de entusiasmo, de esas que rarísimas veces, pero con fuerza poderosa, nos arrastran a las grandes acciones.

Inés hizo un movimiento como para detenerme pero sin duda su admirable buen sentido comprendió cuánto habría desmerecido a mis propios ojos cediendo a los reclamos de la debilidad, y se contuvo ahogando todo sentimiento. Juan de Dios, que al volver de su desmayo era completamente extraño a la situación que nos encontrábamos, y no parecía tener ojos ni oídos más que para espectáculos y voces de su propia alma, se adelantó hacia Inés con ademán embarazoso, y le dijo:

-Pero Gabriel la habrá enterado a Vd. de todo. ¿La he ofendido a Vd. en algo? Bien habrá comprendido Vd...

-Este caballero -dijo Inés- está muerto de miedo, y no se moverá de aquí. ¿Quiere Vd. esconderse en la cocina?

-¡Miedo! ¡Que yo tengo miedo! -exclamó el mancebo con un repentino arrebato que le puso encendido como la grana-. ¿A dónde vas, Gabriel?

-A la calle -respondí saliendo-. A pelear por España. Yo no tengo miedo.

-Ni yo, ni yo tampoco -afirmó resuelta, furiosamente Juan de Dios corriendo detrás de mí.