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El Altar

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El Altar
de Francisco Javier Salazar Arboleda


Arrojaré una mirada sobre la montaña del Altar y descifraré los sublimes jeroglíficos trazados sobre sus rocas diamantinas por la mano del tiempo.

¡Ruinas de Atenas y Roma! ¿Qué sois vosotras ante los elevados restos de la naturaleza conmovida? Humildes partículas de polvo destinadas a representar, en el oscuro horizonte de lo pasado, grupos confusos de seres humanos sepultándose con sus vicios, sus locuras y sus escasas virtudes en la noche de la eternidad.

Las columnas de Phocas y de Trajano, inmóviles a pesar del embate de dos mil años, ¿pueden acaso compararse con las dos pirámides coronadas de nieve que se elevan desde las extremidades del Altar, hasta perderse en el espacio azul?

Los capiteles y escalones de mármol que, rotos y confundidos, señalan al viajero el lugar donde solía resonar la poderosa voz de Marco Tulio, ¿significan algo comparados con los sublimes fragmentos de granito, testigos del airado acento de Jehová, repercutido en la soledad por el rugido del huracán, el retumbar del trueno y el ruido de las aguas desencadenadas un día por la cólera del cielo para castigo del mundo?... Hablad, monumentos erigidos por los hijos de Adán, ¿cuál es vuestro destino en medio de las generaciones que pasan delante de vosotros como las olas agitadas de la mar? Os comprendo: queréis hacer eterna la memoria de ciertos hombres que brillaron en la noche de los tiempos como la breve luz de las luciérnagas, para apagarse como éstas en el oscuro fango en que nacieron. Cumplid, pues, vuestro destino antes que plazca al Ser por excelencia confundiros con la nada, que yo, olvidado de vosotros y de mí mismo, contemplo absorto las majestuosas ruinas del Altar.

Los ecos repiten, en medio de los salones solitarios, formados por inmensas moles de pedernal, un nombre apenas articulado, y este nombre es lo único que atestigua la pasada magnificencia del Altar. ¡Oh montaña querida, sublime en tu abatimiento como en los tiempos de tu gloria! ¡Dichosos los que te vieron en los días de tu grandeza! Tu corona de diamante se elevaba quizá sobre las regiones del rayo, como la austera virtud sobre las tempestades del vicio.

En vano agitaría el cóndor las silbadoras alas para posar un instante sobre tu augusta cabeza; en vano las nubes conmovidas se esforzarían por eclipsar el resplandor de tu frente; y en vano el actual monarca de los Andes pretendería mirarte de igual a igual, al medir su corpulenta mole, bosquejada sobre las tersas y brillantes aguas del Pacífico. En medio de una atmósfera siempre luminosa, verías acaso al día huyendo despavorido a presencia del genio de las tormentas, y a la apacible noche cerrar antes de tiempo los ojos de la naturaleza maltratada, para arrullarla cariñosa en su tranquilo seno. Hoy tu plateada cima, reducida a pesados fragmentos, hace entrever un abismo sin fondo, rodeado de peñascos que amenazan con su caída a las vecinas comarcas; y sin embargo te alzas con orgullo sobre los picachos que te circundan, y ostentas tus deslumbrantes perfiles en una curva en cien partes hendida, al solo amago del brazo del Altísimo.

Sea que el Sol te vista con el nítido resplandor del medio día, o con la desmayada luz de la tarde; sea que el adusto invierno se siente sobre tus rocas a gemir con el viento glacial de las alturas, tu belleza me sorprende, tu majestad me enajena.

¿Quién podrá igualarse a ti en esas noches apacibles en que se deja ver el astro de la melancolía al través de ese arco infinito que sustentas sobre tus hombros, como un monumento erigido por la tierra para dar paso a la eternidad ataviada con los despojos del vencido tiempo? Plácida, como el sueño de la inocencia, recibes, cubierta con tu manto de gala, a la reina del firmamento que parece detenerse sobre tu cima para meditar en tus ruinas. ¡Oh Luna!, revélame por piedad lo que te dice el silencio de la montaña; tal vez él te refiere lo que pasaba en estos contornos, allá en los confines de los siglos que fueron. Puede ser que en los yermos campos que domina el Altar se haya oído en épocas remotas el sordo murmullo de ciudades populosas. Paréceme que miro, al pie del excelso monte, a la vil codicia extendiendo una mano engañadora al angustiado padre de familia para sepultarle después en los vaporosos antros de la miseria; a la sedienta ambición subiendo al trono por escalones de sangre, y al amor iluso degradándose en brazos de la torpeza. ¡Más lejos de esto, quizá nunca la planta del hombre imprimió sus huellas en los collados melancólicos que se presentan a mi vista! Antes como ahora, el bramido del torrente y el retumbar del trueno se habrán unido en sublime armonía al susurro del arroyo y al suspirar de la brisa que juguetea con las flores amarillas del desierto.

El delirio que atormenta a las cascadas, las furias que desatan las cadenas de las borrascas aprisionadas entre las nubes, los vientos que gimen entre la silbante paja, y la augusta soledad cortejada por el silencio y la melancolía, habrían sido, como son hasta el día, los únicos habitadores de esos palacios de bruñida plata, formados por los eternos hielos de la destrozada montaña.

Mas, ¿qué te importa, ¡oh Altar!, la presencia del vulgo de los hombres, si todo lo bello, lo grande, lo majestuoso y lo sublime encierras en ti mismo? Sobre tu cima desgarrada aparecen las estrellas pendientes del azul infinito del espacio, y las estrellas son «la poesía del cielo» y, para los amantes, las imágenes preciosas de los ojos seductores de la mujer idolatrada. Los suaves destellos de la aurora alumbran tu alba frente, antes que el melodioso canario la salude con sus trinos desde lo alto de las palmeras; el sol te comunica su pompa y brillantez, y el crepúsculo de la tarde esos tintes vagos como los pensamientos de la infancia, pálidos como la luz de la luna al sumergirse en el ocaso.

Y si el trueno recorre retumbante los dilatados bastiones de tus ruinas; si las nubes acuden a tu contorno y se apiñan enlutadas sobre ti; si el relámpago te ilumina y rápido se esconde detrás de los negros pabellones de la tormenta; si el rayo, serpenteando sobre las tinieblas que te rodean traza en ellas, con caracteres de fuego, el nombre de Jehová, y si tu amenazante mole retiembla, sacudida en sus cimientos, al ímpetu del trueno... ¡Ah!, entonces, las sublimes poesías de Dante, Ossian, Byron, y Goethe, aparecen delante de la tuya, como la tenue luz de las estrellas comparada con los esplendores del Sol al medio día...

La voz del deber me aleja de ti, montaña encantadora, y me obliga a lanzarme de nuevo en el torrente de la sociedad que, envolviéndome en sus amargas ondas, me empuja de escollo en escollo, hasta estrellarme en breve en las puertas del sepulcro. Allí mis huesos se confundirán con el polvo del olvido, y tú continuarás siendo el templo augusto de la Creación, el verdadero altar en que la naturaleza arrodillada se ofrecerá al Señor en holocausto para aplacar su enojo en el último de los días.