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El Angel de la Sombra/LIV

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LIV

LIV


La aldea frenteriza donde se hallaba el consulado en inspección, salió peor de lo que Suárez Vallejo imaginaba. Extranjero y desagradable a la población cuya prosperidad estribaba en el contrabando que iba él a suprimir, su aislamiento era total entre las dificultades multiplicadas por la conjuración del vecindario. Todo el mundo estaba secretamente con el cónsul, taimado vejancón de cepa mestiza, que comenzó por declararse enfermo para atrasar la indagación.

Fué evidente, desde luego, el propósito de aburrir al comisionado con la prolongación de su permanencia en la desapacible fealdad de ese villorrio de páramo, sin más posada eventual que la casa de posta, donde el alojamiento era un favor de la concesionaria, misia Dalmira de Urioste, viuda y heredera de aquel servicio fiscal, vitalicio ya para su finado.

Por suerte de Suárez Vallejo, como la mensajería aparejaba el correo, y de este modo una doble institución hostil al contrabando, con el cual nunca transiguió el difunto, misia Dalmira púsose de su parte, asegurándole así la mitad del éxito. Favoreciólo también, a no dudarlo, la circunstancia de ser ambos compatriotas, según habíaselo dicho la hospedera, aunque de pasada y con visible intención de eludir detalles, quizá en resguardo de una explicable neutralidad. No excedió, pues, la consideración hospitalaria, que por lo demás creía deber, como servidor a del Estado, al funcionario de un país vecino; y el joven comprendió a su vez, que en la prudencia consistía el mejor modo de agradecerlo.

Fuera del consulado que le ocupaba el día con sus papelotes embrollados adrede, o de una que otra excursión de pesquisa al inmediato poblacho de su bandera, limítrofe arroyo por medio, y también contrabandista sobre aquella fácil vaguada internacional, no salía de su habitación, bastante cómoda, por cierto, hasta resultar envidiable en las siempre frígidas noches.

Sobrábale, por lo demás, para distraerlo, la melancolía de la separación, en la inmensidad de su ventura. El recuerdo de la hora divina lo embargaba tanto, que no sentía ningún deseo de escribir. La grave situación creada con aquéllo, preocupábalo sin angustia. Era un encanto más de la consumad a dicha. Ella lo había querido; y al fundirse así sus dos existencias en una sola vida, realizando el triunfo eterno del amor, inevitable como el destino, sólo le quedaba la congoja de no verla.

Cárdenas, por suerte, escribiríale algo. Al pie del vagón, junto con el abrazo de la despedida, obtuvo para colmo de felicidad esa certidumbre consoladora.

Temeroso de que Luisa no acertara a explicar su ausencia, había padecido cruel zozobra hasta una hora antes de la partida.

En vano procuró aquélla tranquilizarlo, radiante de inspirada seguridad. Entonces imaginó ella misma el recurso.

Si nada le ocurría al regreso, como estaba cierta, enviaría a Adelita con un criado, cierto álbum de música pedido poco antes en préstamo por aquélla. Apostado a la vuelta de la esquina, Blas tendría en eso la seña de que todo anduvo bien, avisándolo acto continuo a Suárez Vallejo. Mas un inconveniente cualquiera retardó sin duda el envío, y sólo cerca de las nueve apareció el negro con la esperada noticia.

La alegría que por reacción sobre aquella última inquietud lo dominaba, no escapó a la perspicacia del escribano. Con lo que, aprovechando la batahola del andén:

—Me alegro—dijo—que se vaya tan contento.

La ternura dicho sa desbordó sele en ex pansión de correspondida amistad:

—¡Amigo Cárdenas: abrace a un hombre feliz!

—Con toda el alma —...y por ella también!-exclamó, noblemente conmovido.

Revibraba ya, perentoria, la pitada de prevención.

—No puedo decirle más, amigo Cárdenas. Es un secreto. Tenga cuidado... Figúrese que ni nos escribiremos... Usted, en cambio, hágame un servicio... Otro entre tantos que ya le debo... Cuando la vea por ahí... dos líneas—sabe?—con su impresión.

—Quién fuera poeta como usted para mandársela en verso!

Y en la calma de aquel villorrio lejano, Suárez Vallejo repetíase por milésima vez lo que se dijera ya, al precipitado ritmo del tren en marcha:

"¿Qué he hecho yo para que me sea dado poseer en el amor y la amistad toda la dicha de la tierra? Predestinado al abandono, en la implacable fatalidad de mi condición, un día cae para mí una estrella. El destino existe, entonces; y al impulso del mismo azar que puede acarreamos la desgracia, nos hace dueños del tesoro escondido que tan pocos encuentran, aunque en buscarlo consista al fin para todos la inmensa pena de vivir..."

¡Si aquello era tan hermoso, que angustiaba con su pureza excesiva!... ¡Si, despierto y todo, no podía ser más que una quimera la posesión de la celestial criatura!...

Horas y horas embebíalo la sublime bobada de evocarla en la cintita que él mismo le desprendió. Esa que, así, era más suya...

En el ámbito de la noche montañesa sentíase la palpitación de la inmensidad. El silencio era tan sutil, que dentro del propio oído zumbaba con tenuidad musical el ritmo de la vida en el canto de la sangre.

Sobre la mesa de noche, el reloj abierto acompañaba con su elemental golpecito, que en la soledad remota adquiría una importancia personal de palabra.