El Angel de la Sombra/LXV
Luisa aprovechaba con ingenio la situación creada por su mal.
Desde el primer momento exigió una reserva absoluta, hasta de Adelita con Toto, pues contaba segura su mejoría. El episodio pasó así como un fuerte resfriado, y la pronta reaparición de la joven, más animada todavía por la proximidad del esperado regreso, bastó para comprobarlo.
Prohibida la costura, tomó a su exclusivo cargo las compras del taller, en las que distraía sus tardes con Adelita o con doña Irene; o sola algunas veces que iba discretamente multiplicando. Y suspendida asimismo la lectura, ideó para compensarse la continuación de las lecciones que la ausencia de Suárez Vallejo suspendiera, al limitado objeto de conversar en francés...
Cada día iba siéndole más llevadero el martirio que la postró, al doble poder de su tortura y del esfuerzo para ocultarla. Una e pecie de orgullo doloroso enaltecía su amor. Había sido digna de él sin un desfallecimiento, sin una duda.
Ante la proximidad de la dicha, y para que la hallase más linda también como él lo quiso, ya no lloraba. Pues noche a noche, en la soledad, ante las estrellas amigas de su infancia, que volvían a asomar por la reja, había renovado al ausente el llorado juramento de amor que llamaba ella misma la oración de las lágrimas. ¿No era otro argumento de poema, como aquel tesoro escondido del poético adiós?...
Y alguna vez, con ironía melancólica, sorprendióse todavía llorando.
Pero éstas eran ya las tiernas lágrimas que es dulce derramar en la sombra dichosa del alma y de la noche, cuando bajo la plenitud estelar, en copa de fragancia cuaja el misterio del rocío.