El Angel de la Sombra/LXVII
Pasaron antes por la habitación de M. Dubard.
Cárdenas tenía razón. El pobre era ya un espectro. Parecía que hasta la voz se le apagaba como una sombra en los labios. Su regocijada gratitud por la visita le aumentó la extenuación en vez de animarlo. Intentó en vano incorporarse. Bajo la hilacha amarillenta de sus canas, su frente lívida parecía tocar el borde de las grandes tinieblas. Una inmensa ternura pasó por sus ojos deslustrados. El bulto de su cuerpo no era más que un vago pliegue en la colcha blanca.
Para evitarle fatigas, pues por cortesía y por desvalimiento empeñábase en expresar gratitud, abreviaron la visita.
Tuvo tiempo, no obstante, para anunciar a Suárez Vallejo que los libros habían llegado; pero que por no molestar más, dejábalos en la Aduana donde era menester abrir la encomienda ante el propio destinatario.
El joven limitóse a estrecharle largamente la mano, que tembló en la suya con dolorosa intimidad.
En la gavilla de sol que al abrirse la puerta