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El Angel de la Sombra/LXXIX

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LXXIX

LXXIX


Durante la permanencia de Sandoval fué necesario suspender dichas pláticas, pues tampoco salía aquél bajo la intemperie, habiendo organizado al efecto ejercicios eventuales de esgrima con Suárez Vallejo, muy dedicado a complacerlo por recóndita gratitud.

Pero cierto caso urgente reclamó la presencia del doctor en la Capital; y como Luisa hallábase tan buena, dejóle hasta la autorización de salir las noches calmosas, o pasear por el jardín interior del chalet, donde había un estanque en cuyos bordes érale a ella grato atardarse con el crepúsculo—"para ver pensar el agua".

Suárez Vallejo había admirado la poética originalidad de esta expresión que ella soltó al pasar, bajo la influencia nocturna cuyo misterio tanto la impresionaba.

Poco a poco, fueron prolongándose los paseos, favorecidos por noches de tibieza dulcísima cuya morbidez, según don Tristán, presagiaba violentos temporales. Iban todos los cinco, porque Toto faltaba como es de inferir, al parque vecino, sobre el cual daba un costado de la mansión.

Avenida por medio con la ribera, donde siempre había demasiada humedad, una vieja glorieta municipal ofrecíase, solitaria, a su descanso. Conservaba un poyo a medio derruir y una madreselva tan generosa, que daba flores sin cansarse a todos los transeunetes sentimentales o distraídos. A unos cien metros detrás, levantábase el chalet, sin que hubiese edificación intermedia; y como la avenida era poco frecuentada, aquel trozo de parque resultaba casi una pertenencia familiar de los Almeidas y sus huéspedes.

—Mi hinterland—decía por diplomática alusión Suárez Vallejo cuyo balcón daba directamente allá.

Al frente abríase el mar obscuro en cuyo seno iban poniéndose, misteriosamente embellecidas de soledad, las grandes estrellas.

Presentíase en la inmensidad tenebrosa del agua, esa inquietud de su lobreguez en que parece angustiarse la inminencia de un grito.

Unidos por las manos, sólo con dejarlas caer en la obscuridad, los amantes participaban apenas de la lenta conversación.

La madreselva purificábalos con la frescura de su aroma silvestre. Parecía hincharse en el suspiro que ahogaban ellos, dulcemente llorada de flores.

Privados de mirarse, convertían los ojos al cielo, llorado como la enredadera, para eslabonar su destino en la cadena de las estrellas.

Suárez Vallejo solía contar, adecuadas a la hora, cosas astronómicas y antiguas.

La sentencia gótica que iba descifrando, fundábase, dijo, en un delicado concepto del amor, compendio de la doctrina caballeresca: Es condición de las almas comunes, amar para sí; en lo cual consiste el deseo. Mas, muy pocos son los que saben amar, es decir poseer dándose por entero, con la perfecta generosidad de la llama que para alumbrar se consume en sí misma. El ardor del deseo es contacto de ascua que triunfa en lo que enciende: plenitud de la vida vivificante. La iluminación del amor es la revelación de la vida eterna: la inmaculada concepción que triunfa sobre la muerte. Dueño es de la perla quien la ensarta en su collar; mas la perfecta posesión no se logra sino encarnando en la perla. Que de esta suerte muere y revive en ella a la vez, el encarnado del Perfecto Amor. El amor que siendo así incorruptible, triunfa de la muerte y deviene inmortal.

En ese instante, un reflejo que era más bien una descoloración de la sombra, tornó visibles los rostros.

Y casi al punto, brotó de todos los labios estupefacta exclamación.

Como arrastrada por irresistible soplo, Luisa empezaba a andar hacia las aguas que había iluminado de pronto el reguero de la luna, todavía oculta por la masa del chalet.

—La luna!... La luna!... Allá!... —decía, opaca la voz, deslizándose más que caminando, proyectada con esbeltez fantasmagórica sobre el trémulo resplandor.

Cuando Suárez Vallejo la detuvo, ya en la mitad de la avenida, irradiaba un sobrenatural albor la palidez de su extravío.

Y con ojos cuya alucinación trascendía un pavor de agua negra, donde se abismaban, hondísimas, dos estrellita s pálidas, obstinábase en proseguir, atónita y muda, hacia la luz inmensa del mar.