El Angel de la Sombra/XLIII
Suárez Vallejo y Luisa aprovechaban con gran prudencia las ocasiones de hablarse. Muchas veces no podían hacerlo; pero esa misma contrariedad purificaba su amor con la palidez ardiente de una llama esencial, y las almas iban desposándose por los ojos en el apego de una dulcísima aflicción.
Enterado por ella de la oposición que presumía, y que nada, seguramente, lograría vencer, impusiéronse como primer sacrificio el secreto de sus amores. "Nuestro tesoro escondido" había dicho ella con mimo delicioso.
Todo seguiría igual, sin aparentarse mayor indiferencia, sin escribirse, salvo en casos extremos, para evitar la infalible traición de las cartas, sin buscar otras ocasiones de encontrarse, ni variar por parte de Luisa la resolución de distraerse que aconsejaba el doctor. Así, hasta que ella, dueña de su albedrío...
Mas una sombra fatídica obscureció su frente. Suárez Vallejo sintió desvanecerse la voluntad en la palidez de las manos que acariciaba.
—Te he dado mi vida, afirmó resuelta; y si tú lo dispones, si debe ser así, esperaré... Pero tengo miedo.
—Miedo, mi amor?...-Sí; no sé de qué... Del destino... Del misterio...
—La injusticia con nuestro cariño te inclina a los presentimientos.
—No es presentimiento...
Acogióse a él con intimidad casi espantada:
—Es que esta dicha es demasiado grande para guardarla sin morir. Y temo...
—Luisa!... —acertó él a implorar apenas, cubriendo de besos sus ardorosas manos. Cerró ella los ojos, estrechándosele más, con un susurro de pasión desgarradora:
—...Y temo que me mate tu amor antes de darte todo el mío.
Con desesperado afán, temblaron las almas un instante al borde abismal del supremo encanto.
El paso de la tía Marta que atravesaba el patio, contuvo ese vértigo, quizá fatal, con advertencia casi instintiva; mas el sacudimiento había sido tan hondo, que aquélla los miró con vaga extrañeza.