El Angel de la Sombra/XV

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​El Angel de la Sombra​ de Leopoldo Lugones
Capítulo XV

XV


La noche fué desagradable. Hacía demasiado cacalor, y sólo entonces apreciaba el inconveniente de aguantarlo sin alivio posible, en ese departamento con puerta a la calle, preferido, no obstante el consejo de M. Dubard, por su mayor independencia; pues, aunque el barrio era tranquilo, siempre había que contar con la curiosidad de algún transeunte.

Tenía razón el viejo francés, cliente perpetuo de aquella casa de huéspedes cuyas habitaciones había acabado por conocer una a una; tenía razón el pobre viejo, a quien se reprochó no ver sino fugazmente, desde hacía un mes largo; pues, aunque apenas fué su colega eventual en algunas mesas de examen, debíale atenciones, corrientes si se quería, pero apreciables, dadas su edad, su finura y hasta la circunstancia de suponerlo resentido con los Almeidas, quién sabía por qué...

...Por algún menosprecio que le harían, tal vez sin notarlo, para mayor ofensa.

Revelósele, de pronto, una enternecida relación entre esa soledad de extranjero, sin nadie, acaso, en el mundo, y su desamparo de huérfano, tirado por la suerte a la buena de Dios, sin dejarle, siquiera, el recuerdo de la madre muerta siendo él tan niño... Probablemente, díjose, bajo el peso del deshonor... De un deshonor que fuí yo mismo... Solían acometerlo de cuando en cuando aquellas crisis de angustiosa desazón ante la desgracia imaginable. Pero la de esa noche asumía una violencia singular.

—Demonio de ideas negras!, exclamó, encendiendo con rabiosa vehemencia su décimo cigarrillo. Hacía más calor aún, y la comida, que pidió en la antecámara, había contribuído a cargar la atmósfera. No podía, para colmo, abrir la ventana de aquella habitación que daba al patio central, mientras tuviera luz, porque lo veían desde otros departamentos, sobre todo desde uno donde acababa de instalarse, para peor, pues velaba hasta el amanecer, una divette francesa: con lo que la humareda del continuo fumar; llenaba a cada rato las dos piezas del suyo.

—Para eso—se zahirió—para eso eres pobre, infeliz, y tienes que aprender a resignarte.

Suspiró con despechada ironía.

—Y a no formar castillos en el aire... —concluyó, siguiendo largamente con los ojos una voluta de humo.

Era menester, en efecto, fumarse aquel insomnio que se anunciaba tenaz, a despecho de los dos o tres expedientes aburridos cuyo estudio acometió con energía.

Por suerte, hacia las cuatro de la mañana sobrevínole una soporosa lasitud, y se durmió con sueño incómodo.