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El Angel de la Sombra/XXIII

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XXIII

XXIII


Los tres días siguientes mantuvóse lo mismo, aunque por dentro iba anonadándose con la derruída pesadez de la arena que se aplana. Sin que nadie, ni ella misma lo advirtiera, su conformidad era espantosa. Nada padecía; mas, aquella inercia resultábale peor que la angustia. Y por extraña singularidad, sólo un detalle mortificábala realmente: cada vez que partía Suárez Vallejo, oíase poco después pasar un coche por la esquina. Advirtió que había establecido una relación entre ambos hechos, y que el carruaje no pasaba desde el domingo, lo cual volvía más profundo el silencio.

Bruscamente, el miércoles por la mañana, mientras sentada en el lecho discurría sobre el incomprensible fracaso de aquella amistad que él turbaba con su rara conducta, el rodar de un coche distante cortó su divagación.

¡Seríale un consuelo tan grande oír, solamente, en la acera los pasos del amigo!

La frase de Adelita: "¿Pero qué le daria a nuestro profesor para irse como se fué?"—acudió entonces a su memoria.

Abrazóse desesperadamente las rodilla" y más que decírselo, gimió, dilatando sobre la ventana llena de cielo su mirada doloro sa:

—¡Qué le he hecho yo, qué le he hecho yo, Dios mio!...